Apelando a la conciencia mundial y a la justicia de una causa defendida democrática y pacíficamente, Mahmud Abbas ha solicitado este viernes la admisión de Palestina como Estado de pleno de derecho de Naciones Unidas, un paso histórico que arrincona diplomáticamente a Israel y a su principal valedor, Estados Unidos, y que abre un futuro con menos esperanzas que incertidumbres y riesgos en Oriente Próximo. «Esta es la hora de la verdad, ha llegado el momento de la independencia para el pueblo palestino», ha dicho Abbas entre los aplausos atronadores de una Asamblea General que ha dejado claro de la manera más efusiva de qué lado está.
Pero la Asamblea General no tendrá que votar por el momento. La petición palestina será tramitada primero en el Consejo de Seguridad de la ONU, el único órgano con autoridad para admitir a un nuevo miembro y donde EE UU ha anunciado que hará uso de su derecho al veto para rechazarla en el que caso de que ésta obtuviese los nueve votos que se requieren para su aprobación, lo que no es seguro. La actuación de Abbas en la ONU, apasionada y comedida a la vez, tiene varias dimensiones y puede provocar distintas consecuencias. Desde el punto de vista simbólico y emotivo, su éxito fue clamoroso. Eso, en sí mismo, puede servir enormemente para potenciar una causa que languidecía y para obligar a las otras partes a romper el actual impasse. La paralización de los últimos años sólo ha servido para que Israel, que ha seguido construyendo asentamientos, se fortalezca y se extienda.
Pero desde el punto de vista práctico, político y diplomático, esta petición de un Estado seguramente se va a estrellar con una realidad muy difícil de modificar: la complejidad de la negociación con Israel, que siente en peligro su supervivencia como Estado, y el apoyo inevitable de EE UU a su aliado judío, incluso con un presidente, como Barack Obama, que hizo un intento de ser neutral. También desde este aspecto, el de la viabilidad, Abbas estuvo prudente y conciliador en su discurso ante la Asamblea General. «No queremos aislar a Israel ni deslegitimarlo, sólo queremos legitimar al pueblo palestino», ha dicho. «Tiendo la mano a Israel para que aproveche esta ocasión… Estamos dispuestos a regresar inmediatamente a la mesa de negaciones», ha añadido.
Ha descrito el futuro Estado palestino con algunas características que el actual Gobierno de Benjamin Netanyahu rechaza, como su soberanía dentro de las fronteras de 1967 -lo que incluye la actual Cisjordania, Gaza y el Este de Jerusalén- y el establecimiento de la capital en esa ciudad santa. Ha exigido también la paralización de los asentamientos como condición para establecer un diálogo auténtico. Pero ha mostrado flexibilidad para discutir todos esos asuntos, y otros como el del regreso de los refugiados palestinos, si Israel admite la existencia de Palestina como Estado.
Criticas de Netanyahu a la propuesta palestina
Netanyahu ha tratado igualmente de ser moderado en su intervención ante la Asamblea General, a continuación de la de Abbas. Y también ha obtenido aplausos, aunque mucho más tímidos, cuando se ha ofrecido a negociar con los palestinos los términos de «una paz justa y duradera» y propuso hacerlo ayer, aprovechando que los dos están en Nueva York. Ambos líderes han hecho un recuento de las calamidades sufridas por sus pueblos desde que en 1948 la ONU decidió la división de la antigua Palestina bajo ocupación británica en dos Estados, uno árabe y el otro judío. Abbas ha recordado las expulsiones, persecuciones y represión de que han sido objeto los palestinos en estos «63 años de sufrimiento». Netanyahu ha citado las agresiones árabes y las amenazas de exterminio, algunas tan recientes como las que el presidente de Irán, Mahmud Ahmadinejad, pronunció ayer en este mismo foro.
Los dos han recorrido también las vicisitudes de varios años de negociación para concluir que fue el otro quien impidió un acuerdo. Los palestinos aceptaron el derecho a la existencia de Israel y renunciaron a su territorio anterior a 1967, sin que eso sirviera de nada. Los israelíes reconocieron a la Organización para la Liberación de Palestina y se retiraron de Gaza y de gran parte de Cisjordania, sin que eso sirviera para nada.
Hoy el conflicto es tan inabordable políticamente como lo ha sido siempre y tan explosivo como lo ha sido siempre. Si se llega al momento en que EE UU tenga que vetar el sueño palestino, la ola de irritación y quizá de violencia en el mundo árabe está garantizada. Ni qué decir del prestigio de Obama en una región con la que intentó hacer las paces desde el primer día de su presidencia. Algunas cosas pueden, sin embargo, cambiar como resultado de la jornada que este pasado viernes se ha vivido en la ONU. Uno de los méritos de Abbas ha sido el de exponer con nitidez que este no es un asunto en el que haya que tener en cuenta derechos humanos, terrorismo o democracia. Abbas ha dejado clara la renuncia de su pueblo a la violencia y ha asegurado que «el Estado que queremos es un Estado donde regirá el imperio de la ley, la democracia, la libertad y la transparencia».
Para Netanyahu, para Obama y para muchos israelíes debía de ser fácil deducir de esas palabras que esta es quizá la última oportunidad de que Israel haga la paz con un Estado palestino democrático y pacífico. La generación que suceda a Abbas en el liderazgo palestino, la generación que tenga que gobernar la frustración que pueda dejar un fracaso en la ONU, no va a volver a la Asamblea General con una rama de olivo en la mano. El primer ministro de Israel ha insistido en su discurso en que «los palestinos tendrán que hacer la paz con Israel si quieren tener un Estado». También Abbas ha hablado de paz, pero mientras en la paz israelí prima la seguridad, en la paz palestina prima el territorio. Abbas ha preguntado al mundo si va a permitir «que Israel nos ocupe para siempre». La representación del mundo, si así entendemos a esta Asamblea General, le ha dicho que no. Pero no es al mundo a quien tiene que preguntarle, sino a Israel.
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