Cuando en 2008 el Festival de Cosquín quiso homenajear a Horacio Guarany, el cantante lo relativizó. «El único homenaje que vale es el que me hace el pueblo, llenando plazas, clubes, teatros, durante 58 años. Yo rechazo los homenajes», sentenció. No es para menos: ¿qué valor tienen las instituciones que, dependiendo del viento, levantan o bajan las banderas de tal o cual artista? Porque este cantautor argentino -para muchos el más grande folclorista de la historia- tiene un largo anecdotario de persecuciones, exilio y desventuras; y siempre actuó con una coherencia al respecto.
Este viernes 13 de enero Guarany murió de un paro cardíaco en su casa de Luján. Tenía 91 años, y a su tumba se llevó algunos secretos y vivencias jamás contadas. Pero si hay algo a saber es que este hombre, de padre aborigen y madre española, las vivió todas. Basta con empezar diciendo -así comienzan las buenas historias- que nació bajo el nombre de Eraclio Catalín Rodríguez Cereijo en pleno monte del Chaco Austral, en el norte de la provincia de Santa Fe, dentro del pueblo Las Garzas. En medio de la nada, podría decirse. Corría el año 1925, y Eraclio era el penúltimo de 14 hermanos. Y de la nada terminó alcanzándolo todo, dejando una gran marca en la cultura, ese limbo eterno en la tierra.
Tenía 18 años cuando se fue a probar suerte a Buenos Aires. Había poco trabajo en aquellas tierras, con lo cual era lógico que, teniendo en cuenta su don para la guitarreada, fuera a intentar el estrellato. Vivió en una pensión de la Boca sobreviviendo con cuanta changa encontrara, mientras el peronismo estaba en todo su apogeo. Y Guarany, al notar el rol activo que las clases populares tomaban en la vida política, se volvió peronista.
Para cuando en 1955 llegó la Revolución Libertadora de Eduardo Lonardi y Pedro Eugenio Aramburu, la cosa cambió. Tras el derrocamiento de Juan Domingo Perón, el cantante se hizo comunista y se afilió al partido. En aquel entonces solía decir que pertenecía «al glorioso Partido Comunista», lo que le trajo alguna que otra complicación.
En los 60 fue encontrando los frutos de tanto trabajo en los bares más bohemios de Buenos Aires, y fue pionero en Cosquín, en 1961. Pero la década siguiente la situación se tornó difícil. Ya con un puñado importante de canciones populares, un par de películas y un prestigio dentro del género del folclore, Guarany sufrió, primero, amenazas de muerte, y luego atentados con bombas.
Corría 1974, y la Triple A (la Alianza Anticomunista Argentina, el grupo parapolicial al mando de José López Rega) quería muerto a Guarany. Y al cantante le llegó el anuncio de que debía abandonar el país en 48 horas. Entonces llegó el primer exilio: la ruta con estadías fue Venezuela-México-España. El tercer gobierno peronista era una máquina de aniquilar disidentes de izquierda.
Cuando el Ministerio de Defensa Agustín Rossi, en 2013, develó las listas negras de la dictadura cívico-militar, el nombre de Horacio Guarany figuraba allí. En los primeros años del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional, con Jorge Rafael Videla a la cabeza, sus canciones fueron prohibidas. «La guerrillera», por ejemplo, canta «poncho abierto sobre el alba, la guerrillera viene abriendo los caminos», y esa imagen, tan llena de esperanza y ferocidad, era una bofetada a las ansias de orden militar.
Horacio esperó algunos años y volvió al país; fue en diciembre de 1978. La metáfora del ambiente espeso está gastada, pero es más que elocuente. Tal es así que a menos de un mes de su asentamiento en Argentina, una bomba estalló en su casa de Coghland, en Capital. No era momento de irse, habrá pensado, pese a que la persecución era inminente.
Entonces se quedó. Claro, salió del caos porteño, del lío de departamentos y autopistas, y se fue al interior, a improvisar espectáculos: contaba con un público que lo adoraba, su arte tenía espectador, y sólo era cuestión de encontrar la forma de esquivar los tentáculos castristas, porque este hombre era un libertario, un escurridizo comunista de la voz.
Ya en 1984, cuando la democracia se palpaba como una verdad temerosamente aliviadora, en el centro de un Luna Park repleto recitó su «Plegaria por la paz»: «Para que los asesinos no vuelvan nunca más…». Hoy, al enterarse del fallecimiento, Nacha Guevara -quien también debió abandonar el país de la noche a la mañana en esos tormentosos años- escribió sobre Guarany: «Se fue el compañero del exilio más solidario, más generoso y más coherente. Gracias por tu ejemplo en esos días».
Un sobreviviente, si se permite la metáfora, pues así fue que sobrevivió en los oscuros años de la Dictadura, yendo y viniendo de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, tocando en lugares remotos, para poca o mucha gente. El folclore, como género, tiene y tuvo esa forma de alegría y nostalgia trenzada, una espada que conmueve lentamente a medida que se clava.
Horacio Guarany fue uno de los mejores espadachines.