A mediados de 2013, Barack Obama preparaba una fuerte ofensiva contra el dictador Bashar al-Ásad por haber utilizado armas químicas para repeler la ofensiva rebelde en Siria. Vladimir Putin advirtió a través de un backchannel con la Casa Blanca que ese acto sería tomado como una agresión contra Rusia y su área de influencia en Medio Oriente. Sonaban los tambores en Washington y Moscú, recordando la peor época de la Guerra Fría y un planeta bipolar.
El presidente de los Estados Unidos pidió una comunicación con el Vaticano y Francisco no dudó en aplicar su influencia en Rusia para evitar un conflicto armado que beneficiaba a ISIS y multiplicaba la tragedia en una guerra civil que ya había causado miles de muertos y millones de desplazados que buscaban refugio en Europa. El Papa jugó sus fichas y Obama suspendió su ofensiva contra Al Ásad.
Cuatro años más tarde, Donald Trump se encontró con un escenario idéntico. Al Ásad utilizando gas sarín contra su población, Putin protegiendo a su peón regional en Naciones Unidas y la necesidad de exhibir un fuerte repudio de Occidente a la crisis humanitaria en Siria. Sin embargo, a diferencia de Obama, Trump creo su propia ofensiva bélica y enterró las escasas reglas de juego que aún operaban en Medio Oriente.
El presidente americano optó por mejorar su imagen pública que por encontrar una salida transitoria a un conflicto que excede su conocimiento y capacidad política. Francisco sabía que Trump no iba a llamar para conjugar su agenda geopolítica con la influencia del Vaticano en Rusia. Y la percepción del Papa no es un dogma de fe: es el único jefe de Estado con poder propio y ascendiente mundial que aún no ha tomado contacto formal con el sucesor de Obama.
Venezuela arde y la Casa Blanca no tiene política de Estado para ordenar una transición política que termine con el régimen creado por Hugo Chávez y heredado hasta su entierro por Nicolás Maduro. Hasta hace unas pocas semanas, la diplomacia americana y la nunciatura vaticana intentaron un acuerdo que implicaba una tregua política hasta diseñar una hoja de ruta aprobada por el gobierno y la oposición.
En ese trabajo se encontraba Thomas Shannon y Pietro Parolin, dos diplomáticos de carrera que comparten el mismo nivel intelectual e idéntico conocimiento de la agenda global: Shannon representaba a la diplomacia americana y Parolin a las intenciones pacificadoras del Papa. Ambos fracasaron y ahora Venezuela está a la deriva aguardando una mínima señal de la comunidad internacional que no tiene plan B para desplazar a Maduro e iniciar la transición política con la oposición y el ejército bolivariano.
No es casualidad que Trump soslayara la participación de la diplomacia vaticana en la crisis de Venezuela. El presidente de los Estados Unidos está flanqueado por facciones evangelistas que expresan un pensamiento conservador y que consideran que Francisco conduce a la Iglesia hacia una herejía doctrinaria. Además, Trump cuestiona al Papa por su cercanía con Obama, su apoyo a los acuerdos contra el Cambio Climático, su posición firme respecto a la crisis de los refugiados y su aval a los organismos multilaterales como herramienta diplomática para superar los conflictos mundiales.
Desde su despacho en el Vaticano, Francisco observa con muchísima preocupación las últimas decisiones de Trump. Considera un error colosal que haya bombardeado Siria, no comparte sus amenazas a China y Rusia y le parece un absurdo político desatar una crisis prebélica con Corea del Norte. El Papa asume que Washington pretende recortar su influencia mundial y utiliza su púlpito en Roma para dejar en claro que no aceptará el espacio decorativo que le asignó Trump desde la Casa Blanca.
A mediados de mayo, finalmente se sabrá si la lejanía política ya es una variable definitiva entre el Papa y el Presidente de los Estados Unidos. Trump viaja a Sicilia para la cumbre del G-7: si hace escala en Roma y visita a Francisco, la diplomacia demostrará –una vez más– que tiene suficiente versatilidad para poner frente a frente a dos líderes mundiales que se desconfían mutuamente. En cambio, si la cumbre no sucede, se habrá fraguado una crisis política que no tiene antecedentes en las relaciones políticas que durante dos siglos unieron a la Casa Blanca con el Vaticano. Y viceversa.