Un problema serio llamado Patricia Bullrich

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El jueves pasado, Elisa Carrió demostró que no está donde está por casualidad. En la calle volaban piedras, gases lacrimógenos y balas de goma. En el recinto, los diputados estaban a punto de agarrarse a trompadas. El oficialismo, en ese contexto, intentaba imponer una reforma sobre un tema muy sensible con un quórum ínfimo y escurridizo. Cuando se acercaba al abismo, Carrió forzó a Mauricio Macri a apretar el freno: lo condujo ella sola desde el borde del abismo hacia tierra más firme. Sin ese gesto, probablemente la Argentina estaría hoy horrorizada ante la pérdida de vidas y el escarnio internacional. Por un momento, la locura y la cordura intercambiaron los roles que les adjudica a ambas una mirada esquemática: los cuerdos casi arrojan al país a un precipicio, la «loca» vio lo que pasaba y los salvó de una situación dificilísima e innecesaria.

Carrió no se limitó a frenar el desarrollo de la tormentosa sesión. Pocos minutos después, cuando el Gobierno difundía en los medios que el Presidente impondría la reforma previsional por decreto, otra vez fue ella la que frenó la nueva escalada. Y, por si fuera poco, cuestionó en público a Patricia Bullirch, el símbolo de la extraña orientación en política de seguridad que defiende el gobierno, «la mujer de armas llevar que cautiva a Macri», según la precisa definición de la periodista Laura Di Marco. «La ministra tiene que parar», dijo Carrió. «No se necesitan tantos gendarmes».

En esos momentos, la televisión transmitía a todo el país imágenes inverosímiles donde se mezclaba un festival de violencia callejera organizado por la oposición más radical al Gobierno con una reacción estremecedora de las fuerzas de seguridad. Para entender lo que pasó basta un dato: diez periodistas fueron lastimados con balas de goma mientras realizaban su trabajo. Desde el regreso de la democracia no hubo un ataque similar al trabajo de los prensa en la calle, ni siquiera en los días más negros del 2001, en tiempos de saqueos o rebeliones militares.

Si Macri tiene algún mérito en este proceso es que, al final, escuchó a su aliada. Retiró la idea del decreto, realizó nuevas concesiones para reunir una mayoría sólida el próximo lunes y, finalmente, desplazó a la mujer de armas llevar del operativo de seguridad que rodeará al Congreso cuando se vuelva a debatir la reforma. Mañana lunes, el Gobierno enfrentará los mismos desafíos que el jueves pasado. Solo que parece haberle prestado algo más de atención a lo que ocurrirá en dos zonas que son de igual importancia: adentro y afuera del Congreso.

Cuando todo termine -si es que esto ocurre- el Gobierno tendrá que prestar especial atención a su área de seguridad. Ya son demasiados episodios extraños para no percibir el territorio cenagoso al que Macri se ha dejado arrastrar por su ministra o, quién sabe, que ha elegido por sí mismo. Lo que ocurre no solo es inquietante porque mucha gente resulta lastimada, sino además por la insólita relación entre los medios empleados y los resultados obtenidos.

Hace unos días llegó a las librerías El Caso Maldonado, un notable instant book de Marcos Novaro. Solo la descripción de lo que se vivió, día tras días, desde la desaparición del joven hasta la primera autopsia del cadáver, transforma ese libro en una pieza atrapante: durante tres meses el país enloqueció, la grieta llegó a niveles récord, las acusaciones se hicieron más miserables que nunca. El recuerdo de las declaraciones en las que los dirigentes políticos y de los organismos de derechos humanos acusaban a Macri de haber hecho desaparecer a Maldonado es un documento demoledor e irrebatible, que explica el progresivo aislamiento de ese sector respecto del resto de la sociedad.

En ese contexto, Novaro dedica un capítulo a la actuación de Gendarmería en el operativo durante el cual murió Maldonado. Así describe las cosas: «Los gendarmes, contra lo que habían dicho al comienzo, sí habían entrado en las tierras en disputa y se habían acercado al río… La filmación que uno de ellos realizara del operativo de desalojo curiosamente se interrumpía en el momento en que una veintena de uniformados había traspasado la tranquera… Habían además trabado una vergonzosa batalla a piedras con los manifestantes y, en algunos casos, portado y disparado sus armas, con postas de goma probablemente, aunque eso ya no podía asegurarse…».

Patricia Bullirch había defendido a los gendarmes desde un principio, contra viento y marea. El desenlace del caso, la aparición del cadáver ahogado y sin ninguna señal de violencia, la fortaleció ante Macri. Otro ministro, tal vez, hubiera acusado a inocentes para salvar su ropa. En ese sentido, la decisión de Bullrich de no tirar gendarmes por la ventana fue correcta e íntegra. Pero, al mismo tiempo, el operativo había tenido rasgos muy preocupantes y un desenlace aterrador. Una patrulla de cuarenta gendarmes debía liberar una ruta tomada por ocho personas sin armas de fuego. En el medio de un operativo caótico, una de esas personas murió. Una pregunta quedará siempre flotando en el aire. Si las cosas se hubieran hecho bien, ¿habría Maldonado salvado su vida? ¿Se hubiera ahorrado el país ese dolor y el Gobierno esos meses de tensión extrema?

Sea como fuere, Bullrich salió fortalecida del caso Maldonado, transformada en la mujer de armas llevar que cautiva al Presidente, el símbolo del orden perdido, la encargada de poner a los revoltosos «en caja», como dijo la vicepresidente.

En el mismo momento en que era enterrado el cadáver de Maldonado, el país conoció la muerte de otro joven, Rafael Nahuel, durante otro operativo de las fuerzas comandadas por Bullrich: dos muertes en apenas tres meses. El Ministerio de Seguridad difundió que las fuerzas de seguridad respondieron a los tiros un ataque armado de un grupo mapuche.

Cuando, en una conferencia de prensa, le preguntaron a Bullrich si tenía pruebas, pronunció una frase notable: «Para nosotros, lo que dice Prefectura, tiene fuerza de verdad». O sea: le cree al sospechoso de un crimen por el mero hecho de que pertenece a las fuerzas de seguridad, exactamente lo contrario a lo que ocurre en cualquier democracia avanzada. Si dependía de la ministra, las fuerzas de seguridad tendrían vía libre.

Con el correr de las semanas, se supo que la bala entró por la espalda del joven asesinado, que ni él ni sus compañeros detenidos tenían rastros de pólvora en las manos, que el juez no encontró ninguna evidencia de que los prefectos hubieran sido atacados a balazos, que pese a que eran muchos menos, los prefectos no sufrieron heridas y los mapuches sí, que testigos neutrales contaron cómo vieron a las fuerzas de seguridad disparar al voleo.

Bullrich no explicó nada. Pero más allá de todo eso, se suponía que debían desalojar el predio sin producir ninguna muerte. Hicieron todo lo contrario: mataron a una persona y el predio sigue ocupado. ¿Dónde está la eficiencia?¿A quién había logrado poner en caja?
Esta seguidilla se alimenta también de episodios menores. Son muy difícil de entender las detenciones a personas por haber tuiteado amenazas a la familia presidencial, sin investigar mínimamente quiénes eran. En algunos casos, parece la obra del soldado Chamamé. Uno de esos detenidos es un pibe que tuiteaba canciones de cancha. Con solo revisar todo lo que había escrito antes y después era suficiente para entender que no existía tal amenaza. Otra detenida fue una enferma psiquiátrica, que tampoco representaba ningún riesgo. Una semana antes del operativo en el Congreso, este mismo Gobierno había prohibido el ingreso al país de directivos de prestigiosas ONG porque no les gustaba lo que opinaban en internet sobre el libre comercio. El papelón los obligó a retroceder.

Algo no anda bien. No se trata de discutir si el Estado debe poner orden o consentir la toma de terrenos públicos o las pedradas a los gendarmes. Lo debe hacer, pero bien.

En ese contexto se realizó el operativo del jueves. El Gobierno había anticipado correctamente que se produciría un delicado episodio de violencia callejera alrededor del Congreso. Decenas de jóvenes encapuchados, durante horas, arrojaron piedras contra los gendarmes, y quemaron autos, con el aval de diputados del kirchnerismo y la izquierda, cuyas opiniones sobre ese festival de violencia no se conocen aún, salvo cuando se expresaron para respaldarlo.

Frente a eso, lo que hizo el Gobierno fue de una violencia inusitada. Hay una docena de periodistas que recibieron balas de goma. Gente que salía del trabajo fue gaseada y detenida. Las imágenes donde los gendarmes disparan al voleo contra una multitud, dentro de la cual solo una minoría arrojaba piedras, son, de otra época. Se le puede dar la vuelta que sea, pero las sociedades democráticas han encontrado maneras más civilizadas de contener una protesta violenta. El único límite que respetaron los gendarmes fue el de no matar a nadie.

A diferencia de muchos dirigentes y simpatizantes de Cambiemos, que frente a todo esto quedan paralizados «para no hacerle el juego al enemigo», Carrió reaccionó como una persona que cree en las libertades públicas y que sabe que las cosas se pueden hacer de manera razonable. La ministra tiene que parar. Eso dio un paraguas a quienes desde dentro del Gobierno ya venían advirtiendo sobre los métodos de la ministra de Seguridad. Por eso, mañana será la policía de la Ciudad la encargada de contener las protestas. Macri estaba contentísimo con Bullrich porque en todas las encuestas la gente respalda su decisión de poner orden. Pero ¿así? ¿Rociando a un multitud con balas de goma? ¿Cuántos otros gobiernos del mundo democrático hacen eso? ¿Cuánto hace que no ocurría en la Argentina?

¿Cuál es el orden que surge de estos operativos?

En medio de todo esto, Carrió dejó caer una lección. Se suponía que, a diferencia del kirchnerismo, Cambiemos no es verticalista. Sin embargo, la escalada de Bullrich no generó ninguna respuesta en los sectores más liberales del oficialismo. La defensa cerrada a los prefectos que mataron a Rafael Nahuel, la detención de tuiteros, la deportación de dirigentes de las ONG, la represión del jueves, eran observadas con preocupación e incomodidad por muchas personas que no son kirchneristas. Sin embargo, la única que ejerció la supuesta libertad que hay en el oficialismo fue ella. Como suele presumir, para bien o para mal, ella fue libre e irreverente durante el menemismo, la Alianza, el kirchnerismo y también ahora. De hecho, algunos amigos del Presidente vinculados al juego clandestino y a las barras bravas han perdido influencia por sus advertencias. El resto de Cambiemos tiembla antes de disentir. Gritan cuando acusan al kirchnerismo pero tartamudean cuando hay algo tan evidente para criticar de su propio Gobierno. Tal vez aprendan la lección.

Criticar a un Gobierno, muchas veces, es la manera de salvarlo.

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