La dictadura de Maduro ha llevado a Venezuela al límite

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La prolongación de la presidencia de Nicolás Maduro en Venezuela es un indicio elocuente de la degradación institucional de ese país, cuyas reservas de hidrocarburos no alcanzaron para sostener una parodia de democracia delegativa.

Si el liderazgo de Hugo Chávez sirvió, en 1998, para alentar la ilusión de un sistema inclusivo, más equitativo y que permitiera a muchos venezolanos salir de la pobreza y la exclusión. Dos décadas más tarde, la realidad muestra todo lo contrario. La migración masiva tras la muerte de Chávez ya supera los cuatro millones de ciudadanos y la OEA calcula que, al cabo de 2019, llegará a los cinco millones.

El proyecto bolivariano no era más que una forma remozada de populismo, que, como tal, apeló a dividir a la sociedad buscando entre los adversarios políticos a los supuestos culpables de los males del pueblo. La generosidad de la producción petrolera alimentó la ilusión de un distribucionismo sin fin. Pero ese recurso se agotó. Hoy solo queda una retórica antiimperialista en la que no creen ni los mismos militantes.

Venezuela es un país en quiebra y Maduro se ha convertido en un dictador, sin votos, cuyo poder radica, exclusivamente, en el apoyo de las Fuerzas Armadas, que hoy cuentan con 1.600.000 cuadros, y de una minoría civil. Y ese apoyo ya no es ideológico, sino de conveniencia.

La comunidad internacional no le reconoce legitimidad a este nuevo mandato, simplemente porque las elecciones de mayo pasado estuvieron tan cargadas de violencia y presiones, que poco más del 20% de los empadronados concurrieron a las urnas. Maduro habla de una «nueva democracia», de la que él sería abanderado. Esa democracia solo puede exhibir más de 300 presos políticos, millones de exiliados y gravísimas denuncias sobre grupos parapoliciales y ejecuciones sumarias.

Como todas las dictaduras, Maduro logró inhabilitar, de hecho, a la Asamblea Nacional, que encarna a la mayoría opositora, y la reemplazó por una Asamblea Constituyente, integrada solo por chavistas, de hecho, una escribanía que refrenda sus deseos. Y cuenta además con un Tribunal Superior de Justicia domesticado y sin margen ni voluntad para investigar la corrupción generalizada de la llamada «boliburguesía», los nuevos ricos del chavismo.

La magnitud de la crisis económica muestra la incompetencia del régimen. La inflación de 2018 fue de 1.700.000%, y para este año el Fondo Monetario Internacional proyecta 10.000.000%. El PBI venezolano ha caído en un 53%, la producción petrolera se redujo a niveles ínfimos y la hambruna y la falta de medicamentos configuran una crisis humanitaria sin precedentes.

En la jura de Maduro, el aislamiento internacional quedó a la vista. Solo lo acompañaron el presidente de Cuba, Miguel Díaz Canel; el presidente nicaragense Daniel Ortega, denunciado por no menos de 400 muertes de opositores y repudiado por sus excompañeros de la revolución sandinista; Evo Morales y el salvadoreño Salvador Sánchez Cerén. Allí quedó en evidencia el naufragio del proyecto bolivariano.

El resto de la región, así como la OEA, Estados Unidos y la Comunidad Europa, se solidarizaron con la desplazada Asamblea Nacional y han rechazado la legitimidad del nuevo mandato. El presidente de la Asamblea, Juan Gaidó, invocando la Constitución venezolana, convocó a la formación de un gobierno de transición y a una movilización masiva y popular para el 23 de enero.

Maduro, sin la legitimidad de los votos, apenas sostenido por el poder militar y desconocido por la comunidad internacional, debería renunciar. No parece posible que lo haga, porque sabe que no está en condiciones de afrontar las investigaciones que le esperan, y porque las fuerzas armadas, comandadas por Diosdado Cabello, tampoco lo permitirían, ya que muchos de sus miembros están involucrados en la corruptela bolivariana.

Por cierto, es tan grande el deterioro político y social de Venezuela que, en caso de ponerse en marcha un proceso electoral, a la oposición le costaría demasiado vertebrar una serie de consensos básicos.

Más allá de las dificultades, la salida institucional es imprescindible, y demandará un enorme esfuerzo de la comunidad internacional para evitar que la hambruna y la miseria terminen convirtiendo al país en un polvorín.

El Tribuno

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