Por Facundo Gallego. Especial para LA BANDA DIARIO
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Mateo (10,37-42)
Jesús dijo a sus discípulos: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará.
El que los recibe a ustedes, me recibe a mí; y el que me recibe, recibe a aquel que me envió. El que recibe a un profeta por ser profeta, tendrá la recompensa de un profeta; y el que recibe a un justo, tendrá la recompensa de un justo. Les aseguro que cualquiera que dé a beber, aunque sólo sea un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños por ser mi discípulo, no quedará sin recompensa.”
Palabra del Señor
Comentario
Hermanos y hermanas: ¡feliz domingo para todos! Que el Señor nos regale abundante esperanza, nos fortalezca la fe y nos anime siempre en la caridad; y que la Virgen María nos cubra ahora y siempre con su manto protector. ¡Amén!
En este domingo, estamos terminando la lectura del capítulo décimo del Evangelio de Mateo. Jesús, habiéndose compadecido de la multitud “porque estaban vejados y abatidos, como ovejas que no tenían pastor” (Mt 9,36), llamó a los doce discípulos para enviarlos a predicar la Buena Noticia del Reino (Mt 10,7), a expulsar espíritus inmundos y a curar toda enfermedad y dolencia (Mt 10,1).
Jesús les da indicaciones muy concretas para esta misión de los discípulos de proclamar la inminencia del Reino de los Cielos, les advierte que serán “como ovejas en medio de lobos” (Mt 10,16) y, sobre todo, que vayan con la certeza de que el Padre los asiste y los defiende (Mt 10,28-31).
¿Paz o espada?
Poco antes de culminar con este discurso misionero, Jesús advierte algo que nos puede parecer contradictorio: “No piensen que he venido a traer paz a la tierra. No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10,34).
Momento… ¡Pero si las más hermosas experiencias de Dios que hemos tenido han sido de paz! ¿Quién no ha buscado un momento de oración en medio del ajetreo de la vida cotidiana? ¿Quién no ha buscado estar presente en una Misa? ¿Quién no ha pedido confesarse o desahogarse con un sacerdote? ¿Quién no ha abierto la Biblia con esa sed de escuchar a Dios? ¡Vamos! ¿Quién no ha derramado un par de lágrimas frente a la Eucaristía?
Sin embargo, hay que recordar que los primeros cristianos, destinatarios directos del Evangelio, eran muy conscientes de que su situación era crítica: era jugársela por Cristo, aunque eso implicara pelearse con media familia, con todos los amigos, con los poderes terrenos. A veces la espada no era simbólica: el filo terminaba con la vida de los que confesaban su fe en Jesús.
Pero en las dificultades y persecuciones, ellos encontraban la paz: “Quien se declare a mi favor ante los hombres –dice el Señor–, también yo me declararé a su favor ante mi Padre que está en el cielo” (Mt 10,32). Dios, que está presente en medio de nosotros, nos pronostica muchas incomprensiones, y a veces dolorosas, pero nos promete la vida eterna: “Quien persevere hasta el fin, se salvará” (Mt 10,32).
¿Más que a mi familia?
Desde esta perspectiva podemos comprender correctamente lo que el Evangelio de hoy nos propone para la meditación.
Hay que decir que Jesús nunca nos pide que no amemos a nuestra familia. Lo que nos pide es que lo amemos más a Él. San Jerónimo, el primer traductor de la Biblia, nos explica: “En todo amor es indispensable este orden: Ama, después de Dios, al padre, a la madre y a los hijos.” En esos primeros tiempos del cristianismo, era usual que muchos padres paganos entregaran a sus hijos convertidos al cristianismo a la justicia, pues consideraban que merecían el castigo. ¡Imaginemos el dolor para un hijo ser negado así por un padre! Pero estas palabras eran un consuelo muy grande para estos primeros cristianos: les garantizaban que estaban amando a Dios por sobre todas las cosas, y que su fe no quedaría sin recompensa.
Además, ese dolor de haber sido traicionado por su propia sangre, también era
la cruz que debían abrazar para seguir a Cristo hasta la muerte. Así, perdiendo su vida
terrena, hallaron la eterna.
Un mensaje para hoy
Si bien no estamos en un contexto de persecución sangrienta como en Oriente, sí nos encontramos en una especie de persecución ideológica al cristianismo. No nos matan el cuerpo, pero sí nos matan socialmente. Nos dejan de lado en las decisiones importantes, somos discriminados constantemente, tildados de fundamentalistas y retrógrados, medievales y dinosaurios. Nos reducen a un grupo de fanáticos que impiden el progreso.
Nada más alejado de la realidad: nuestra fe tiene un contenido humanitario muy grande: Jesús revela plenamente al ser humano, y hay que conocerlo para poder predicarlo.
Los ataques no sólo vienen de parte de grupos establecidos; muchas veces surgen del seno de nuestra familia. Incluso amigos nuestros han preferido ir por otros caminos, pero nos arrojan piedras cada vez que pueden.
Hoy, Jesús también nos dice a nosotros: “soy su paz en medio de las contrariedades”. ¡Sí! ¡Cristo es nuestra paz! Abracemos nuestra fe con alegría, defendámosla cuando sea necesario, vivámosla todos los días de nuestra vida, sigamos a Jesús aunque cueste sacrificios (a veces pequeños, a veces muy grandes)… Hagamos todo esto con la plena certeza de que Jesús está con nosotros, todos los días, hasta el fin del mundo (Mt 28,20).