En la edición definitiva de su Breve historia de la Argentina contemporánea 1916-2016 que Luis Alberto Romero acaba de publicar, el enorme historiador dice algo inquietante: el país conformado a fines del siglo XIX fue vital y conflictivo, con una economía relativamente próspera, capaz de dar empleo a los sucesivos contingentes que se incorporaron a la sociedad, la inmigración extranjera primero, los migrantes internos luego, los migrantes de los países limítrofes en último lugar. Fue una Argentina que generó una ciudadanía informada, activa y participativa, pero todo eso cambió en la década del 70, «cuando se convirtió en (un país) decadente, exangüe y mucho más conflictivo».
«El ‘Rodrigazo’ de 1975 inició un proceso de empobrecimiento y de redistribución regresiva del ingreso, que fue profundizado por otros colapsos, cada vez más profundos, en 1982, en 1989, en 2001 y en los últimos años del kirchnerismo, que jalonaron la gran transformación. Los cambios beneficiaron a algunos, sobre todo a quienes tenían una relación privilegiada con el poder, pero hubo una masa de afectados que sucesivamente quedaron sumergidos en la desocupación y la miseria. El resultado fue una sociedad fragmentada y segmentada, en la que aquellas clases medias que supieron caracterizarla pesan cada vez menos», concluye.
Romero no pasó los tiempos K -a los que le dedicó un capítulo que tituló «Una oportunidad perdida»- alejado de las pasiones. Por el contrario, en el último mandato de Cristina Kirchner se abocó a escribir y dar conferencias para aventar -si perduraba el kirchnerismo- el final definitivo de la sociedad plural y generadora de oportunidades que él conoció cuando joven. Los que rondamos los 40 o 50 años ni siquiera vimos ese país conflictivo pero con pleno empleo y prácticamente sin pobreza.
Se trata de la Argentina que le tocó gobernar a Mauricio Macri, una sociedad estancada, que no puede generar ascenso social, donde el Estado se transformó en una máquina de impedir al que quiere crear riqueza genuina. Si el país no hubiera caído tan bajo, si la barbarie no cruzara todos los estamentos, probablemente alguien carente de tradición política jamás hubiera ganado las elecciones presidenciales en el 2015, ni habría podido frenar cualquier ilusión de «vamos a volver» en las legislativas del 2017.
Parte del problema que tiene el peronismo es que no puede hacerse cargo del desastre que dejó, aunque no todos son así. «Más que unidad, los peronistas tenemos que hacer una purga», comentó a Infobae un hombre que ocupó alguno de los más relevantes cargos en el Ejecutivo, milita desde la década del 70 y hoy trata de entender de qué se trata el nuevo ciclo iniciado con Cambiemos, oteando un futuro posible.
Es en este contexto de incertidumbre que el Gobierno nacional apura un acuerdo con los gobernadores, mayoritariamente opositores. No se trata de un asunto menor. Se busca volver a discutir, a la luz de una dramática historia de fracasos, la relación entre la Nación y las provincias, un conflicto que está en los orígenes de nuestra República.
Macri está ansioso por liberar a la economía de un sinnúmero de ataduras que impiden desplegarse y apuesta a que le crean sus pronósticos de crecimiento potencial. De otro modo, nadie aceptaría hacer cambios. El ánimo de un gobernador de provincia mediana que hasta aquí, más o menos, vino pagando los sueldos, se pregunta ¿para qué subir impuestos allá, bajar acá, gastar horas en conversaciones para sacar esto y poner lo otro? Le están pidiendo cambiar a verdaderos dinosaurios del poder, que hicieron de la inmutable capacidad de quedarse en el mismo lugar, casi una religión.
Al Presidente no le queda otra que convencerlos. Necesita sus votos en el Congreso, pero también su voluntad para que reduzcan el tamaño del Estado que gobiernan, algo que parece sencillo hasta que se constata que es lo único que jamás sucedió desde el inicio de la democracia.
«No se trata de una reforma definitiva», explicó el economista Dante Sica, convencido de que «el proceso gradual servirá para transparentar las economías locales y fortalecer a las provincias en términos fiscales, incluida Buenos Aires». Ex secretario de Industria y peronista de origen, parece comprender bien el propósito oficial: (lo que propone el Gobierno» es un buen paso para enderezar el sistema, que recién estará normalizado en el 2020″.
El contador Guillermo Locane es un poco más pesimista. «Hay buenas intenciones, pero no le cambia la vida a nadie. Se trata de una reforma correcta, mesurada, pero que en el 2018 no provocará cambios en la vida de nadie por mucho tiempo», dijo.
El ministro de Economía bonaerense, Hernán Lacunza, está convencido de que se trata de un «verdadero cambio de agenda, una forma de potenciarnos todos gracias a un mayor esfuerzo fiscal que hará la Nación». «Cuando llegamos a la gestión no podíamos pagar los aguinaldos, hoy estamos planificando con lo que vamos a recibir al derogarse el Fondo del Conurbano las obras que vamos a realizar para empezar a saldar el déficit de infraestructura que tiene la provincia desde hace 20 años», agregó.
En cambio, un ministro que lo antecedió en el cargo hace un tiempo y prefirió que no se revelase su nombre, analizó que «es una reforma debilucha, a la que parece que no le estuvieran metiendo mucha pila, no cierra a mediano plazo». «Tienen una buena radiografía del problema, pero no quieren pelearse con nadie, y así no van a ir a ningún lado», analizó este economista que conoce bien los bueyes con los que está arando el Gobierno.
El tema no es menor. Macri ganó las elecciones, pero aún no tiene mayoría en ambas Cámaras. Sigue obligado a convencer. Para hacerlo, sorprendió resignando rápidamente posiciones frente a los gobernadores. Como ellos querían, quien se hará cargo de poner la diferencia que la Provincia de Buenos Aires reclama con justicia, es la Nación.
Es que varios gobernadores, liderados por el cordobés Juan Schiaretti, habían llegado con ánimo belicoso creyendo que se les iba a imponer firmar el nuevo pacto fiscal, antes de definir qué pasaría con el Fondo del Conurbano, unos 230.000 millones anuales de pesos que se distribuyen en las provincias de acuerdo a los porcentajes de coparticipación.
Viendo el ambiente caldeado, el ministro Rogelio Frigerio se apuró en avisar que Buenos Aires retiraría la demanda en la Corte Suprema (un ancho de basto para la gobernadora María Eugenia Vidal, ya que le cabe toda la razón), y que Nación se haría cargo de reparar la diferencia entre los 20.000 millones de pesos que le corresponderían a la Provincia al eliminarse el Fondo y los 65.000 millones que reclama. Es lo que salvó la reunión, que pasó a cuarto intermedio.
El Presidente esperaba más, firmar algún papel, mostrar al mundo que todos están tan apurados como él por generar las condiciones para que la Argentina pueda crecer sin trabas. De hecho, no había aceptado demorar una semana más la reunión, como le sugirieron desde la Jefatura de Gabinete. Sin embargo, está convencido de que todo el paquete de reformas podrá aprobarse en las tres sesiones extraordinarias a las que convocará entre el 10 de diciembre y Navidad. ¿Lo logrará?