Cuál es la diferencia entre «popular» y «populista» según el papa Francisco

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No son definiciones nuevas las que da Jorge Bergoglio en estas entrevistas con Hernán Reyes Alcaide, corresponsal de Telam en el Vaticano, pero sí aparecen precisiones y matices interesantes que muchas veces se pierden por el afán clasificatorio con que suelen recibirse las palabras del Papa y, más en general, por el tamiz confrontativo que empobrece el debate público.

En Papa Francisco. Latinoamérica (Planeta 2017), Bergoglio lamenta «el avance del liberalismo, que pretende explicar y conducir toda la realidad» pero también rechaza unas lecturas de la realidad que «utilizan como pauta interpretativa la del setentismo», que «viene del París del 68 o de cierta teología alemana extrapolada».

Dice que «popular» es «quien logra interpretar el sentir de un pueblo» lo que «puede ser la base para un proyecto transformador y duradero», y que con frecuencia se tilda eso de «populismo», para descalificarlo. Aunque es cierto que existe «un sentido negativo cuando expresa la habilidad de alguien para instrumentalizar» al pueblo, últimamente el calificativo se ha vuelto «un ‘caballito de batalla’ de los proyectos ultraliberales al servicio de los grandes intereses», para descalificar a «cualquiera que intente defender los derechos de los más débiles».

Definitivamente, el papa Francisco no cree en la teoría del «derrame», sin embargo, afirma: «No propongo la cultura cómoda de la dádiva o del subsidio permanente». Y, citando su encíclica Evangelii Gaudium [en adelante, EG]: «Ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias», lo que corresponde es «una creación de fuentes de trabajo, una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo», siempre citando EG.

«Estoy lejos de proponer un populismo irresponsable», insiste.

Pero advierte que quienes «absolutizan la libertad de mercado, sobre todo la libertad de las grandes empresas, como principio fundamental de la vida social», olvidan que no todos nacen con los mismos privilegios y oportunidades. «Sería muy irresponsable dejar a los débiles solos entre los engranajes de este mundo voraz. Sería un ‘alegre descuido’ que tarde o temprano nos caerá encima», dice.

Francisco cree que en un político es necesaria la contrición, el autoexamen de conciencia, el repaso constante del propio accionar: «El sentirse pecador, necesitado de perdón, es también parte del identikit del católico y del político católico. No puede ser un político que se siente perfecto, que se las sabe todas. La fe la tiene en la cabeza, pero no le bajó al corazón, ni a las manos. Y eso no es fe, es simplemente teoría de la fe, o creencia».

A continuación, vuelve sobre un tema que le es caro: la distinción entre pecado y corrupción. Mientras el pecador es pasible de enmienda, el mundo del corrupto «es como el del pescado que vive en el agua, lo sacás de ahí y se muere: no sabe vivir de otra manera». «La corrupción te anestesia», dice el Papa. Y señala que existen también «pseudocorrupciones», quizás menos «letales», pero muy extendidas como «la coima» para arreglar cualquier asunto o «algo que está apareciendo en varios países, no solo americanos: el parlamentario que tiene a media familia empleada como asesores».

El pontífice argentino revela que el despertar de su conciencia a los temas ambientales empezó en Aparecida, Brasil, donde en 2007 tuvo lugar la V Conferencia General del Consejo Episcopal Latinoamericano (CELAM), y esta problemática fue traída por obispos de otros países. Pero también evoca el antecedente del primer gobierno de Juan Domingo Perón, cuando éste ya planteaba el problema de la contaminación ambiental.

Francisco anuncia incluso un «Sínodo panamazónico» para hablar del «Amazonas y la cuenca acuífera Guaraní». Aún así, rechaza la etiqueta «verde» para su encíclica Laudato Si. «No es una ‘encíclica verde’. Es una encíclica social. Expresa la indisoluble relación entre el cuidado del ambiente y la justicia social».

Su fórmula para América Latina es la que adelantó en su visita pastoral a Colombia: «memoria del pasado, coraje para el presente, esperanza hacia el futuro».

Y aquí tiene un párrafo para su país: «En la Argentina, por ejemplo, el tema de la memoria se ha ideologizado bastante para un lado o para el otro, al mismo tiempo que el presente está muy gestionado por los intereses de partidos políticos que hoy están y mañana no; entonces el coraje es muy débil.»

Un coraje que es necesario para «enfrentar el problema del trabajo y de la educación».
«La esperanza en América Latina tiene nombre: fraternidad, justicia social, reconocimiento de la dignidad de cada persona». Todo un programa.

Al Papa le preocupa lo que considera una reversión de la unidad en América Latina. Un desdibujamiento de la integración. Y adelanta posibles causas: «Hay un eje que puede explicar mucho: el de la droga. La corrupción y el eje de la droga.»

A continuación, los párrafos hasta aquí comentados, extractos del libro entrevista, que se publican con autorización de la editorial

—Hoy suele cuestionarse el populismo e incluso Usted es mencionado por algunos como populista. ¿Cómo interpreta ese tipo de planteos?

— Es muy importante esta pregunta, porque hoy se abusa de la palabra «populismo» y se la utiliza sin matices para referirse a situaciones demasiado diversas. En primer lugar, distinguiría «populista» de «popular». Se llama «popular» a quien logra interpretar el sentir de un pueblo, sus grandes tendencias, su cultura. Y esto en sí mismo no tiene nada de malo. Al contrario, puede ser la base para un proyecto transformador y duradero. La expresión «populismo» a veces se refiere también a esta capacidad para interpretar y ofrecer un cauce al sentir popular. Pero adquiere un sentido negativo cuando expresa la habilidad de alguien para instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo al servicio de su propio poder. El problema es que hoy esta palabra se ha convertido en el «caballito de batalla» de los proyectos ultraliberales al servicio de los grandes intereses, que prometen un «derrame» a partir de los abundantes beneficios de las empresas. Ante esta ideología, cualquiera que intente defender los derechos de los más débiles será presentado como «populista» con un tono marcadamente despectivo. Frente a este avance, muy presente en los grandes medios de comunicación, quiero recordar que yo mismo advertí que «estoy lejos de proponer un populismo irresponsable» (EG 204)

—¿Cuál era el contexto de esa afirmación?

—Cuando afirmé que «el crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo supone» (ibid.), al mismo tiempo quise destacar que no propongo la cultura cómoda de la dádiva o del subsidio permanente, sino «una creación de fuentes de trabajo, una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo» (ibid.). En esa ocasión insistí en que «los planes asistenciales, que atienden ciertas urgencias, deberían pensarse solo como respuestas pasajeras» (ibid.). Posteriormente volví sobre este punto al decir que «ayudar a los pobres con dinero debe ser siempre una solución provisoria para resolver urgencias. El gran objetivo debería ser siempre permitirles una vida digna a través del trabajo» (LS 128). Pedir que todos puedan tener la posibilidad de vivir con dignidad gracias a su trabajo no puede ser tildado despectivamente de «populismo», salvo que hablemos desde un liberalismo ideológico extremo.

—¿La otra cara de esto que plantea sería la llamada «meritocracia»?

—Claro. No debería calificarse de populismo irresponsable la defensa de los más débiles, aunque puedan ser menos eficientes o lograr menor productividad que otros. Sin esta defensa se da lugar a que queden excluidos del sistema, pero en ese caso sería un sistema injusto, que ignora la inmensa dignidad de todo ser humano. Por eso quiero repetir que hoy parecería no tener sentido «invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse camino en la vida» (EG 209), y que «el solo hecho de haber nacido en un lugar con menores recursos o menor desarrollo no justifica que algunas personas vivan con menor dignidad» (EG 190). Este es el punto crítico que no suelen considerar algunas posturas que absolutizan la libertad de mercado, sobre todo la libertad de las grandes empresas, como principio fundamental de la vida social, y que ven «populismo» por todas partes. Sería muy irresponsable dejar a los débiles solos entre los engranajes de este mundo voraz. Sería un «alegre descuido» que tarde o temprano nos caerá encima.

—Suele hablarse también de varios gobiernos latinoamericanos como populistas contrarios a los principios de la democracia y de una legítima vida republicana.

— No sería sano crear una dicotomía entre lo popular y lo republicano, entre la democracia y las aspiraciones de los pueblos, porque ambas cosas son necesarias y separarlas u oponerlas no tendría futuro. No niego que en algunos países haya serios problemas. Pero no solo en América Latina, sino también en Asia y África. De todos modos, no puede esperarse de la Santa Sede o del papa que pretendan definir cuándo un gobierno es legítimo o no lo es. Solo se puede esperar que la Santa Sede defienda a los desprotegidos, que aliente el diálogo y la libertad, que reclame ante violaciones de los derechos humanos, pero no que se sitúe en el medio de contiendas políticas locales como si fuera un actor político más. Las veces que lo ha hecho, le ha significado perder el respeto de una parte de la población, y esto ha cerrado caminos para su acción específicamente pastoral y espiritual.
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Hace unos años [en América Latina] era todo una expansión de esperanza, ahora en cambio con la crisis económica y el avance del liberalismo, que pretende explicar y conducir toda la realidad, ya no.

—¿Y esto cómo lo interpreta la Iglesia?

El análisis que hace Guzmán Carriquiry (vicepresidente de la Pontificia Comisión para América Latina) en su último libro es de lo más lúcido que he leído. En la Iglesia hay diversas interpretaciones según quién sea el que interprete. Depende del obispo, de la conferencia episcopal, del cura. Y también hay interpretaciones que utilizan como pautas interpretativas las del setentismo, donde la pauta viene del París del 68 o de cierta teología alemana extrapolada. Eso no va, no tiene nada que hacer en la interpretación de América Latina. Es una cuestión de hermenéutica.
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El identikit del político católico no es el del que va a misa y después tiene su vida al margen del Evangelio o su vida política a veces corrupta. No. Su vida cristiana tiene que permear su actividad familiar, laboral, política, etcétera. El identikit del político católico latinoamericano es la doctrina social de la Iglesia llevada adelante. Quizás hoy en día las expresiones que más llegan son ciertos discursos de los movimientos populares.
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Me confieso cada quince o veinte días. Y pienso un poco, repaso mi vida ahí. Y cuando me cuesta encontrar fallas me preocupo. Porque no puede no haberlas, no puede no haber incoherencias, odios, broncas. El sentirse pecador, necesitado de perdón, es también parte del identikit del católico y del político católico. No puede ser un político que se siente perfecto, que se las sabe todas. La fe la tiene en la cabeza, pero no le bajó al corazón, ni a las manos. Y eso no es fe, es simplemente teoría de la fe, o creencia.
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Dicho teológicamente, el pecador sabe que tiene que pedir perdón y de alguna manera u otra lo pide, o por lo menos a sí mismo se lo pide. En cambio el corrupto se olvidó de que existe una dimensión de pedirse perdón. Ese es su hábitat, su mundo es como el del pescado que vive en el agua, lo sacás de ahí y se muere: no sabe vivir de otra manera. La corrupción te anestesia. Y también hay pseudocorrupciones, o más superficiales, que por ahí no son tan letales. Y creo que la política latinoamericana ha entrado mucho en esto. La práctica muy extendida en tantos países de que para arreglar un asunto u otro en un ministerio u oficina pública hay que dejar una coima. O algo que está apareciendo en varios países, no solo americanos: el parlamentario que tiene a media familia empleada como asesores.
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—¿Cómo resguardamos ese gran pulmón mundial que tiene América Latina, el Amazonas, y esa gran reserva de agua que es el acuífero guaraní?

— Para mí es una de las cosas más serias que tenemos que enfrentar en América Latina. Por eso se está pensando, se está trabajando, en un Sínodo panamazónico. La Iglesia tiene que dar una respuesta en eso. Hay que denunciarlo y buscar caminos para resolverlo. Cuando veía que en Aparecida llegaba tanta cosa ecológica me extrañaba porque entonces no tenía tanta conciencia ecológica, no la había «pescado» todavía. Después, con los años, pude encarar la encíclica Laudato si’, que no la escribí toda, te darás cuenta de que trabajaron científicos, teólogos, filósofos. Lo que hice fue darle mi estilo a todos esos datos. Si vas a la historia de América Latina, encontrás que antes de 1950 ya hay un discurso del ex presidente argentino Juan Domingo Perón sobre la ecología donde se habla del uso del plástico y de la biodegradación. Ya teníamos hombres que vieron la cosa y no la asumieron. Hubo otras experiencias de salud, de agricultura: Ramón Carrillo, primer ministro de Salud Pública de la Argentina entre 1949 y 1954, erradicó la tuberculosis del país. Carlos Emery, ministro de Agricultura y Ganadería entre 1947 y 1952, desterró la langosta de la Argentina por la conciencia ecológica que ya tenía. Creo que el Amazonas y la cuenca acuífera Guaraní son no solo pulmones de la región, sino que si las cosas no se resuelven bien, y con tiempo podrían darse guerras en el futuro, por ejemplo la guerra del agua.

—Además se habla de mirar el tema de cerca pero no desde un «ecologismo infantil».

— Por eso Laudato si’ no es una «encíclica verde».

—¿No le gusta esa etiqueta?

— No, es una encíclica social. Va hacia lo social. Expresa la indisoluble relación entre el cuidado del ambiente y la justicia social. Porque todo «está conectado».
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América Latina tiene que hacerse cargo de su historia. Como memoria del pasado, de su historia de mestizaje, de federación, del caudillaje -en el sentido bueno de la palabra-, de los que forjaron la independencia de los países, interrelacionados entre ellos. (…)

El coraje para el presente es un coraje que tiene que enfrentar el problema del trabajo y de la educación del pueblo. (…) Hay que enfrentar los problemas concretos: la solución es concreta cuando da frutos.

La esperanza hacia el futuro no te la da ningún líder, simplemente es la que te viene de la raíz y mira al horizonte. Latinoamérica no tiene que olvidarse de los orígenes y de la grandeza de sus gestas. La esperanza te la da la raíz porque te ayuda a mirar adelante. Es como dice el verso del poeta argentino Francisco Luis Bernárdez: «Porque después de todo he comprendido/ por lo que el árbol tiene de florido/ vive de lo que tiene sepultado». La esperanza en América Latina tiene nombre: fraternidad, justicia social, reconocimiento de la dignidad de cada persona,hijo de la tierra americana, hijo de Dios. En la Argentina, por ejemplo, el tema de la memoria se ha ideologizado bastante para un lado o para el otro, al mismo tiempo que el presente está muy gestionado por los intereses de partidos políticos que hoy están y mañana no; entonces el coraje es muy débil.
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En este momento [América Latina] también es víctima de la cultura monetaria y financiera.

La Patria Grande hoy ya no existe con tanta fuerza. Sí, está el Mercosur y continúa la Unasur, pero el continente es en gran parte servidor del sistema internacional monetario.

Más que económico hay un sistema diría financiero. Y por eso se desdibuja la integración. Algunos dicen que lo mejor que puede hacer hoy en día América Latina es un repliegue táctico más que salir a pelear. Volver a las raíces, volverse a pensar a sí misma. Y esperar el momento de salir y madurar desde adentro. «A tus tiendas, Israel.» Es la opinión de algunos. (….)

—¿Es preocupante la reversión del camino hacia la unidad?

Me preocupa. Y ahí hay un eje que puede explicar mucho: el de la droga. La corrupción y el eje de la droga.

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