Cuando el poder económico debilita y amenaza a Macri

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El desplazamiento de Juan José Aranguren de la Secretaría de Energía generó, en los últimos días, un conflicto bastante virulento entre las empresas del sector y el Gobierno. Javier Iguacel, el sucesor de Aranguren, se reunió con los ejecutivos más relevantes de las distribuidoras de gas y electricidad. En breves reuniones, transmitió más o menos el mismo mensaje:

-Esto no va a funcionar como con Aranguren. Si el año que viene nosotros nos vamos y viene Cristina, las empresas de ustedes van a valer la cuarta parte de lo que valen. Acostumbrense, de aquí a fin de año que viene, a trabajar a pérdida.

A los petroleros, por otra parte, les adelantó que YPF jugará un rol central en la fijación del precio de la nafta: con el 58 por ciento de participación en el mercado, está en condiciones de establecer el precio de referencia.

La advertencia no surtió efecto. Una semana después, la portada de La Nación y de los diarios de negocios advertía que las empresas estaban dispuestas a dejar sin nafta el país si no se cumplía con la promesa de actualizarles tarifas y precios al ritmo del dólar y de los valores internacionales de su producto. Se trataría de un aumento cercano al 40 por ciento en el caso de la nafta y de alrededor del 75 por ciento en las tarifas. Cualquiera puede imaginar lo que significaría para el país si se satisfacen esas ambiciones. Las petroleras, sin embargo, presionan sin eufemismos: o pagan lo que deben o deberán sufrir desabastecimiento. Además, como lo anticipó ayer en Perfil el periodista especializado Nicolás Gandini, amenazan con iniciar un juicio contra YPF por abuso de posición dominante.

Ese episodio revela de manera muy elocuente cómo funcionan las cosas. Durante sus no tan lejanos doce años, el kirchnerismo actuaba de acuerdo a una percepción de la realidad que se podría sintetizar así: como se trataba de un gobierno que afectaba los intereses del poder económico, debía soportar sus métodos de presión, entre ellos, las corridas cambiarias o amenazas como las que se describen en el comienzo de esta nota. Pero la verdad es que el presidente Mauricio Macri y los suyos concebían la realidad de la misma manera aunque llegaran a una conclusión distinta. Si a un gobierno que choca con el poder económico le va mal, será cuestión de ser amigo del poder económico para que al país le vaya bien.

Esas concepciones son desafiadas en estos días por dos hechos sobresalientes: la más tremenda corrida contra el peso de los últimos quince años, y las evidentes amenazas que distribuye la poderosa corporación petrolera. Tal vez esas situaciones obedezcan a cuestiones más pueriles -como la avaricia, el cortoplacismo o la estupidez- que las ideológicas.

En los últimos años, la cuestión energética funcionó de la siguiente manera. Mientras sus militantes enronquecían al ritmo de consignas hermosas como «La patria es el otro», el gobierno de Cristina Kirchner logró que la Argentina perdiera la soberanía energética. En el peor momento de ese derrotero, el país llegó a importar 10 mil millones de dólares en insumos del área. Ese detalle dejó a la patria vulnerable y dependiente: necesitaba dólares que había tenido en cantidad pero ya no tenía. De allí surgieron el cepo, la caída de la inversión y tantas otras consecuencias, como el triunfo de Mauricio Macri.

Sobre el final del cristinismo, sin embargo, la producción y la inversión habían empezado a crecer, gracias a la gestión de Nicolás Arceo, el joven que diseñaba la política energética por entonces. El método fue bastante elemental: reconocerle a las petroleras un precio especial por el gas extraído a partir de nuevas inversiones y uno mucho menor por el que ya producían. La zanahoria surtió su efecto.

La llegada al poder de Juan José Aranguren cambió todo. Lo primero que hizo fue poblar la Secretaría de Energía de ejecutivos de primer nivel de las petroleras y las energéticas.

Fernando Navajas es un notable economista que trabaja como investigador de Fiel, el tradicional think tank de la ortodoxia local. En ese momento, advirtió: «Los funcionarios vinculados a los lobbies sectoriales van a tener una gran capacidad informativa y de conocimiento sectorial. Pero al mismo tiempo, también, casi naturalmente, no van a maximizar el interés público sino que van a ver el mundo desde el sector que ellos representan».

Esa obviedad, que casi nadie discutía por entonces, se trasladó a los hechos. El experimentado Aranguren eliminó la condición que había impuesto su joven antecesor: desde principios de 2016 las empresas recibieron un precio alto pero ya no importaba si el gas provenía de pozos viejos o nuevos. Como daba lo mismo, la inversión se frenó y las ganancias, claro, aumentaron.

Aranguren recompuso rápidamente el balance de las companías derivando hacia ellas una parte significativa de la suba de tarifas que imponía a la población, como bien consta en informes precisos que están en el despacho del ministro Nicolás Dujovne. Y luego, dolarizó las tarifas y liberó el precio de las naftas en un contexto de alza de precios internacionales. Mientras esto ocurría, dejaba su dinero afuera porque no confiaba en cómo funcionaban las cosas en la Argentina.

La brutal devaluación terminó con sus planes. Iguacel intenta poner algo de equilibrio en este tironeo con el errático estilo del Gobierno en estos días. Fue como patear un hormiguero.

Esta lógica de relaciones se reproduce con variantes tanto en el sector financiero como en el agropecuario y en el muy sensible terreno de la suba de precios. Muchos simpatizantes y militantes macristas se obsesionaron con el poder destituyente que atribuían a Luis D’Elía o a Juan Grabois. Sin embargo, ningún movimiento fue tan desestabilizador como el que viene haciendo el sector financiero desde 2015. Un gobierno repleto de cuadros provenientes de fondos de inversión consideró que había que ceder a todas sus demandas: libre movimiento del capital, acuerdo con los holdouts, suba de tasas a niveles astronómicos y que ello aseguraría el ingreso de dinero por varios años. La fuga en masa encerró a Macri en el laberinto actual. «Pero si hice todo lo que ustedes me dijeron», podría reclamarles el Presidente. ¿De qué serviría?

En estos días, otro tanto ocurre con el sector agropecuario. Desde afuera y desde adentro de la coalición gobernante, hay economistas, funcionarios y políticos que insisten en la necesidad de aplicar una retención moderada. La argumentación tiene una base matemática elemental. Toda la población sufre en estos días los efectos de la devaluación menos los exportadores, que recibirán 50 por ciento más de ingresos que hace dos meses sin ningún esfuerzo extra. Si se aplica un 13 por ciento de retenciones, los ingresos de ese sector habrían crecido un fabuloso 30 por ciento y el Estado podría recaudar 250 mil millones. Sobre cumpliría así las metas fiscales que reclama el acuerdo del FMI y tendría un resto para impulsar una reactivación. Pero el lobby de la Mesa de Enlace, encabezada por el ministro de Agroindustria, Luis Etchevere ha logrado que esta semana el Presidente rechazara cualquier perspectiva de reimponer retenciones. Macri tiene miedo de perder el apoyo de la base electoral rural: ¿no está perdiendo ahora el de todos? ¿Es tan extorsiva la naturaleza de la relación con ese sector? ¿No sería más razonable que fueran los mismos exportadores los que propusieran una alternativa ante la evidente debilidad de un gobierno amigo?

Esta dinámica ha sido muy estudiada no solo en la Argentina sino en muchas democracias del mundo. La confrontación con el poder económico puede derivar en una crisis. Pero la docilidad hacia él también. Petroleros, formadores de precios, financistas, productores agropecuarios, se horrorizan por el surgimiento de liderazgos a los que llaman «populistas». Es raro que no perciben el generoso aporte que realizan para que eso suceda.

Las repetidas crisis que ha vivido el país se deben, en parte, a que ningún gobierno ha encontrado la manera de encarrilar estas relaciones hacia lugares sensatos para todos
Macri, en estos días, es solo la última víctima.

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