Del champán peronista a la Operación Perdiz: cómo fueron las últimas horas de Isabelita en el poder

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Dos horas antes de la captura de Isabel Perón, a las once y diez de la noche del martes 23 de marzo de 1976, el ministro del Interior, Roberto Ares, entró al despacho presidencial casi corriendo y agitando su mano derecha en la que sostenía un cigarrillo.

—¡Un golpe de Estado! Estoy anonadado con lo que oigo. ¡Cómo puede, señora presidente, creerse una cosa así! Estuve cenando con el jefe de Policía y no hay absolutamente nada —vociferó Ares.

El ministro venía de comer en un restaurante de Martínez, en el Gran Buenos Aires, con el general Albano Harguindeguy, que había sido nombrado en febrero jefe de la Policía Federal por el gobierno peronista en una muestra de cómo el poder que se le escurría a la viuda de Perón iba siendo acumulado por los militares.

En una entrevista para mi libro Disposición Final, Harguindeguy me dijo que apreciaba a Ares: «Era un señorazo, pero no le podía decir que se venía el golpe y que yo lo iba a reemplazar. Estábamos comiendo y todo el mundo andaba muy nervioso: sonaba el teléfono de él y sonaba también mi teléfono. Hasta que en un momento, le digo: ‘Me parece, ministro, que lo mejor va a ser que cada uno se vaya a su puesto de trabajo’. Cuando volvía por Libertador, veo un tanque y me doy cuenta de que todo estaba dicho».

Pero las contundentes palabras de Ares sirvieron para retemplar el ánimo de Isabelita, su entorno de confianza, y los políticos y sindicalistas «verticalistas», que habían sido invitados a la Casa Rosada escuchar el informe del ministro de Defensa, José Deheza, sobre sus gestiones de último momento para evitar el golpe del que tanto se hablaba desde hacía varios meses.

La víspera del golpe había comenzado para Deheza con su habitual reunión semanal con el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti. Los tres preparaban cada detalle de la conspiración desde hacía tiempo; el golpe había sido decidido a mediados de octubre luego de que fracasara el intento de reemplazar a Isabelita por el titular provisional del Senado, Ítalo Luder.

Tan avanzada estaba la conspiración que los últimos tres meses y medio fueron utilizados para elaborar las listas con las miles de personas que serían detenidas en todo el país.

Muchos de ellos integraron el «conjunto grande de personas que debían morir para ganar la guerra contra la subversión», según admitió Videla un año antes de morir, en 2012.

«Pongamos que eran 7000 u 8000. No podíamos fusilarlas. Tampoco podíamos llevarlas ante la justicia», completó.

Todos los miembros del gabinete ya habían sido avisados, incluidos Harguindeguy y el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz. «La verdad es que a Martínez de Hoz lo nombró el Ejército, es decir yo. El 24 de marzo de 1976 yo ‘era el Ejército’, y contaba, además, con la consideración y el respeto de las otras dos fuerzas», me aseguró Videla.

La violencia política, la inflación, el desabastecimiento, las denuncias de corrupción, los problemas de salud de Isabelita: todo empujaba hacia el golpe de Estado.

Fue una conspiración a la vista de todos, el golpe de Estado más preparado —y alentado— en la historia del país. Del golpe se hablaba todos los días en la televisión, los teatros y los cafés. Los diarios —todos— utilizaban en sus portadas palabras como «guerra contra la subversión», «terroristas» y «extremistas»; La Opinión, considerado de centroizquierda y dirigido por Jacobo Timerman, cuestionaba la capacidad del gobierno constitucional de hacer frente a las guerrillas.

La violencia política (en marzo, cada tres horas explotaba una bomba y cada cinco horas era asesinada una persona por grupos de izquierda o de derecha), la inflación, el desabastecimiento, las denuncias de corrupción, los problemas de salud de Isabelita; todo empujaba hacia el golpe de Estado.

Si bien el golpe ya estaba definido desde octubre para la última quincena de marzo, el día y la hora «surgió de casualidad, cuando el 23 de marzo el ministro Deheza, para sorpresa de nuestra parte, nos pide un nuevo apoyo a la presidente», según contó Videla.

De acuerdo con el ex dictador, los tramos decisivos de esa conversación fueron:
—Deheza: La presidente necesita del apoyo de los comandantes militares para poder llevar adelante el gobierno.

—Videla: A la presidente ya se le dieron algunas ideas, pero nunca obtuvimos respuestas por lo cual pensamos que nuestra opinión no era válida.

—Deheza: El apoyo de ustedes es imprescindible porque no la dejan gobernar.

—Massera: No es la función nuestra darle apoyo porque quedaría ella como un mero mascarón de proa.

Videla afirma en el libro que «la reunión termina así y a nosotros nos llama la atención el pedido, que indicaba una debilidad tremenda de la presidente y del gobierno».

El ministro Deheza era cordobés y yerno de Eduardo Lonardi, el general nacionalista que, bajo el lema «Ni vencedores ni vencidos», encabezó el golpe de 1955 contra el presidente Juan Domingo Perón. Luego del encuentro, llamó por teléfono al secretario Técnico de la Presidencia y secretario privado de Isabelita, Julio González. Le informó que a las 19 se volvería a reunir con los comandantes «para obtener una respuesta decisiva sobre la posición de las Fuerzas Armadas frente al gobierno constitucional».

A medida que avanzaba la tarde, las versiones sobre el golpe se multiplicaban y González estaba cada vez más preocupado. La viuda de Perón seguía «bastante serena, inmutable en su despacho», me dijo, por su lado, González. Tal como había comenzado la que sería su última jornada en la Casa Rosada: «Llegué a Olivos a las 8 de la mañana. La presidente estaba extraordinariamente bien esa mañana. Había descansado por la noche y su semblante y tono de voz eran alegres. No recuerdo si viajamos a la Casa de Gobierno en automóvil o en helicóptero. Ya en la Casa de Gobierno, todo normal. La presidente almorzó con Lorenzo Miguel (el principal líder sindical, de los metalúrgicos), Rogelio Papagno (sindicalista de los albañiles) y el ministro de Trabajo, Miguel Unamuno. Había también otras personas», relató González.

Pero, los telefonazos «eran incesantes» y cargados de malas noticias. A las 20 llamaron los gobernadores de La Rioja, Carlos Menem, y San Luis, Elías Adre. «Me aseguraron que la insurrección era un hecho y que las guarniciones militares de ambas provincias estarían aprestadas para hacerse cargo de los gobiernos provinciales», recordó González, miembro clave del entorno de Isabelita.

El título del vespertino La Razón era muy expresivo: «Es inminente el final. Todo está dicho».

En el ministerio de Defensa, Deheza, comenzaba la segunda reunión del día con los tres comandantes. Videla señaló que «nos volvió a convocar de manera urgente, con el mismo reclamo».

—Deheza: Hablé con la Señora. Insiste en que ustedes le den su apoyo.

—Videla: La Señora es presidente por voluntad popular. Si todavía tiene el poder, que lo ejerza. Si no, que renuncie.

Deheza ofreció otro punto de vista, muy distinto: afirmó que en ese encuentro, «volví a hablar de las leyes antisubversivas que se iban a aprobar por decreto-ley, de los planes del gobierno, de la necesidad de respetar la Constitución y de los peligros que un golpe podría acarrear. Videla me dijo: ‘Doctor, quisiera que usted exponga la posición del gobierno ante los altos mandos del Ejército para lo cual le pido que mañana a las 12 concurra a la sede de mi comando, donde convocaré a los comandantes de cuerpo que no se encuentran en Buenos Aires’. Dos horas después, daba el golpe, y a la hora de la cita, yo estaba detenido.»

En la Casa Rosada aumentaba la ansiedad, según los recuerdos de González: «Pasadas ya las 21 y ante la carencia absoluta de noticias sobre las conversaciones en el ministerio de Defensa, Isabel me ordenó que convocase a todos los ministros. Cuando eran ya las 22, recibí el llamado del doctor Deheza. ‘Recién termino de hablar con los comandantes, doctor. Voy para la Casa de Gobierno a informar a la presidente’, me dijo con perceptible preocupación en su voz».

Deheza habló primero a solas con la presidenta, quien luego hizo pasar a todos los funcionarios, políticos y sindicalistas que habían pasado a saludarla. Según González, Deheza señaló que «los comandantes estaban disgustados con la acción de gobierno, con la situación del país y con el desenvolvimiento de la guerrilla, y se quejaron de que había vacío de poder.»

El ministro de Defensa, siempre de acuerdo con González, dijo que también se refirió al proyecto para «bordaberrizar» el gobierno, que consistía en, entre otras medidas de excepción, la «clausura del Congreso y regir el país por decretos ley con el cogobierno de las Fuerzas Armadas». Deheza agregó que Massera le había dicho que la Armada «ya había propuesto esto a la señora presidente por medio del ministro (Aníbal) Demarco y que no había obtenido respuesta alguna».

«Sí, es cierto. El almirante me propuso eso, pero yo consideré que no era de importancia comunicárselo a la señora presidente», explicó Demarco.

González sostuvo que Isabel Perón fulminó con la mirada a Demarco, que era el ministro de Bienestar Social y miembro también de su «entorno» junto con su esposa. Tanto que, cuando asumió, había jurado que sería «como un león africano sin domar» en la defensa de la viuda de Perón.

La «bordaberrización» era una salida a la uruguaya, donde el presidente Juan María Bordaberry llegó al poder por el voto popular, pero al año siguiente, el 27 de junio de 1973, acicateado por los militares, disolvió el Congreso y los partidos, endureció la represión contra las guerrillas y quedó bajo la tutela de las Fuerzas Armadas. Bordaberry siguió siendo presidente, pero solo formalmente y hasta que fue destituido, en 1976.

La idea dividía aguas entre los «verticalistas» o «leales» a Isabelita. González, por ejemplo, estaba tan de acuerdo que «en mi portafolio llevaba desde hacía días los documentos del procedimiento que para tal fin se había usado en el Uruguay». Pero el diputado Juan Gabriel Labaké estaba en contra.

En el despacho de Isabelita, el ministro Deheza continuó con su exposición: «Mañana a las 10 tengo una reunión con los comandantes y vamos a continuar nuestras conversaciones.

Luego, ellos van a venir conmigo a informar a la señora presidente». Y agregó que Videla le había asegurado que «seguiríamos conversando». En conclusión, según el ministro, todos podían irse a dormir tranquilos porque no habría golpe, al menos aquella noche.

—¿Qué pasa si los comandantes no cumplen con su palabra —quiso saber el ministro de Justicia, Augusto Saffores.

—Yo no puedo responderle porque de un lado hay un ejército con todo su armamento y otro estoy yo solo con un palo. Así que solos nos queda confiar en ellos.

Los «leales» fueron abandonando la Casa Rosada cuando transcurrían los primeros minutos del miércoles 24 de marzo. «Juéguense por nosotros; pagamos 2,10», dijo a los periodistas que hacían guardia un sorpresivamente locuaz Lorenzo Miguel. «Destapen champán, que no hay golpe militar», gritó el diputado chaqueño Adam Pedrini, justo detrás de su comprovinciano y flamante vicepresidente primero del Partido Justicialista, el gobernador Deolindo Bittel.

Pero el golpe ya estaba en marcha. Luego del encuentro con Deheza, los tres comandantes concluyeron que —cuenta Videla— «mañana van a volver con la misma exigencia y nosotros no podremos decirles nada distinto. Esto ya no tiene sentido».

«Nos enteramos —agrega— que la presidente estaba en su despacho. Los tres comandantes cambiamos opiniones y coincidimos: ´Nos largamos ahora´. Llamamos a la Casa Militar, donde ubicamos al almirante «El Colorado» Fernández, que nos dice: ‘La Señora usará el helicóptero para su regreso a Olivos’. ‘Ponga en marcha la Operación Perdiz’, le ordena Massera. Habíamos previsto que la detención de la presidente no se hiciera ni en Olivos ni en la Casa Rosada para evitarle al jefe de Granaderos que tuviera que combatir en su defensa. Habíamos pensado, entre otras variables, en fraguar una emergencia que hiciera que el helicóptero aterrizara en el Aeroparque, a mitad de camino. Así se hizo, y un general, un almirante y un brigadier la detuvieron».

Isabelita fue detenida cuando habían pasado una hora y diez minutos del 24 de marzo. La presidente cayó y muchos argentinos recibieron la noticia con alivio y satisfacción: estaban hartos de su gobierno y de ella, de las guerrillas, de la Triple A. No podían imaginar aquel 24 de marzo soleado y apacible que la dictadura sería mucho peor con sus miles de víctimas por el sangriento método de la Disposición Final, el descalabro económico y la guerra perdida por las Malvinas.

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