“Un día más por favor Señor San Gil, le pido un día más para mi padre”, esa fue mi plegaria con la que comenzaba cada jornada desde el día de su internación. Su gravedad no permitía a los médicos dar demasiadas esperanzas, sin embargo muy en mi interior sabía que un milagro lo salvaría.
La sala de terapia intensiva, en el segundo piso del sanatorio, fue nuestro destino durante largas e interminables jornadas. Cada peldaño de esas escaleras fue testigo de la incertidumbre que nos envolvía hasta escuchar el parte médico.
En ese andar con la mirada perdida descubrí que en el espacio de descanso del primer piso había un altar y en él la imagen de San Gil. Cuando la vi comencé a llorar y supe que era una señal.
No dije nada, toqué la imagen e hice la señal de la cruz.
Al tercer o cuarto día de internación, uno de los doctores nos dijo que había un tratamiento a seguir pero el proceso era complejo, teniendo en cuenta el estado general de mi padre. “Vamos día por día, para ver si nos responde”, expresó y apretó fuerte nuestras manos a modo de contención.
Antes de ese primer paso, corrí hacia el altar y pedí “Un día más Señor San Gil, le pido un día más para mi padre”.
Pasó esa primera prueba y el oscuro camino comenzaba a iluminarse.
Al día siguiente y en lo sucesivo repetí el pedido, cada jornada de tratamiento era una prueba y mi padre iba sorteando cada uno de esos obstáculos, para sorpresa de sus médicos y para alegría de su familia.
Pasaron dos semanas y mi padre era dado de alta. Su vida había cambiado totalmente, en adelante dependería de un tratamiento complejo y cuidados intensivos pero estaba de pie y recuperándose.
Pasó un año, y hoy vine a agradecerle al Señor de San Gil, por ese día que nos concedió, por cada día que nos permitió seguir adelante, por un día más para mi padre.
Gracias Dios, Gracias San Gil, Gracias a los médicos, Gracias papá por caminar un día más.
Edith Taboada
