He vuelto a la Facultad. Después de 12 años, he vuelto con un cansancio nuevo, con ganas de otra cosa, avidez de otros conocimientos, con el culo cada vez más caído y una emoción distinta, propia de mis 36 años. Emoción, pero también calma. Ahora estoy ahí, en el cursillo de ingreso de la Facultad de Psicología, un poco asustada, qué va, no saben el miedo que sentí el primer día, pero donde hay miedo hay deseo, ya lo saben. Me divierto mucho, estoy contenta de estar donde quiero estar, comenzando algo nuevo, que no es igual a comenzar de nuevo.
Esta vez, el cursillo de nivelación no se parece en nada a mi primera experiencia, allá en el año 2000, como ingresante de Comunicación Social. Un poco huyendo del pueblo, otro poco huyendo de la familia. Vestida como un loco, esto era: pelo recogido, poco maquillaje, ropa holgada, una persona que no se sabía si era varón o mujer, para no levantar la perdiz y medir un poco el ambiente. Iba vestida así para no espantar a los profesores, ni asustar a lxs compañerxs. En esa época las travestis causábamos mucho miedo, claro que sí. En ese ingreso a la Escuela de Ciencias de la Información fui mostrándome de a poco, revelando capa por capa mi corazón de alcachofa travesti. Nos habían enseñado a tener vergüenza de ser nosotras mismas en el mundo.
Y mucho menos se parece este ingreso a aquel ingreso al Departamento de Teatro, en 2003, cuando huía un poco de la Comunicación Social, otro poco del aburrimiento y cuando me encontré con las personas que me hicieron creer, que me potenciaron. Lxs verdaderos amigxs. Lxs que te potencian.
Hoy voy segura, documento en mano, con el nombre que elegí yo misma para vivir en sociedad. Tengo un trabajo, soy fuerte, ha pasado mucha agua bajo el puente. Nada puede salir mal.
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Ahora soy la más vieja de mi comisión. Tengo edad para ser la madre de varixs compañerxs. Cuando pasan la hoja de asistencia, los documentos de la pibada comienzan con 41 millones. Menos el mío, que empieza con 29. Tampoco me puedo sentar relajada en el suelo, a la media hora ya siento que las nalgas se me van a suicidar de dolor. No hablemos de las rodillas ni de los calambres en los pies. También me aburro un poco, todavía no me hice de compinches. Así que por lo general y mientras esperamos para entrar al aula, o cuando salimos de clases, yo me entretengo escuchando qué dicen lxs adolescentes. De qué hablan, qué les gusta, en qué ocupan su tiempo. Lo demás es que están un poco caídos del catre, se nota que recién salen al mundo y tienen menos calle que Máxima Zorreguieta.
Le dije a dos compañeros que era trans y se pusieron pálidos como si hubieran visto pasar un elefante volando. Y entonces hicieron muchas preguntas, las más tontas que se les ocurran, pero con una ingenuidad y una sinceridad que bien merecieron el tiempo que me tomé para responderles. Ahora se sientan en otro banco y me saludan con nervios, pero yo entiendo que ocupamos los lugares que nos dan, que es raro estar parada donde una quiere.
Yo les tengo pánico a los adolescentes. Tal vez es el recuerdo de mi adolescencia o porque estoy poniéndome vieja y cuesta mucho no convertirse en la jubilada prejuiciosa que piensa que el pasado siempre fue mejor.
En un ejercicio en grupo teníamos que decir qué estábamos pensando en ese momento y yo mencioné a Lohana Berkins. Ningunx de mis compañerxs sabía quién era. Entonces les conté sobre su militancia por los derechos de las personas trans y les compartí aquello de “Cuando una travesti entra a la universidad, le cambia la vida a esa travesti. Muchas travestis en la universidad, le cambian la vida a una sociedad”.
En la clase también nos preguntaron qué veíamos de distinto en la Facultad de Psicología respecto a otras facultades y yo dije “los baños mixtos” y entonces muchos se rieron y cuchichearon y la profesora preguntó qué significaba que fueran mixtos y yo le respondí que significaba inclusión. Y entonces el aula guardó silencio. Y algunxs sonrieron.
Vuelvo a la universidad pública a 100 años de la Reforma Universitaria y pienso: algún día estos pasillos, estas aulas, recibirán a muchas travestis. Nuestra reforma será imperceptible pero inevitable y entonces estas páginas de asombro que se conocen como historia, darán cuenta de cómo es imposible poner fin a una revolución. Está pasando cada día. Dentro nuestro, en movimientos sociales, en pequeñas comunidades, la revolución nunca se detiene.
Soy parte una Revolución Travestida que pasito a paso va cambiando este estado enfermo del mundo. Tal vez nos cansemos, pero nunca dejaremos de encontrarnos con el otro y darnos la posibilidad de una larga mirada de reconocimiento.
Fuente: La Voz del Interior