«¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!»

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Por Facundo Gallego

Refiriéndose a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, Jesús dijo esta parábola: «Dos hombres subieron al Templo para orar; uno era fariseo y el otro, publicano. El fariseo, de pie, oraba así: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas».

En cambio el publicano, manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!».

Les aseguro que este último volvió a su casa justificado, pero no el primero. Porque todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado».

Palabra del Señor

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo! Que el gozo de la Redención que nos ha regalado Cristo esté ahora y siempre con todos nosotros; y que el amor de la Virgen María nos lleve de la mano hasta el cielo. ¡Amén!

En este último domingo de octubre, la liturgia nos propone meditar el capítulo dieciocho de San Lucas, precisamente una parábola llamativa que Jesús dijo para referirse “a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás” (v. 9). Es la parábola de dos hombres que suben al Templo de Jerusalén para hacer su oración personal.

Ya hemos meditado juntos sobre la fe que mueve al perdón y a las obras con la parábola del granito de mostaza y del simple servidor. También lo hicimos sobre la fe que nos enseña a ser agradecidos con Dios. La semana pasada, hemos contemplado la fe que nos hace perseverantes en la oración con la parábola de la viuda y el juez. Hoy, en medio de este camino último hacia Jerusalén, Jesús nos propone una parábola para hablar de la fe que mueve a la humildad.

Personajes

Hablemos de los fariseos y de los publicanos. Los primeros eran los líderes religiosos del pueblo de Israel, eran verdaderos doctores de la Ley de Moisés y su única preocupación era asegurarse de que dicha Ley se cumpliera a rajatabla. Jesús mismo se refiere, en otros pasajes, a los fariseos. Si leemos el Evangelio según San Lucas, en su capítulo once, veremos que ocupa quince versículos con los famosos “¡Ayes!”, es decir, lamentaciones sobre los fariseos. Les recriminó que “limpiaban por fuera las copas y platos, pero el interior suyo estaba lleno de rapiña y perversidades” (Lc 11,39); y que “pagaban el impuesto de la ruda, la menta y otras hierbas, pero descuidaban la justicia y el amor a Dios” (Lc 11,42). En muchas oportunidades, incluso, los fariseos tendieron trampas a Jesús para que dijera algo en contra de la Ley o de Dios, y nunca pudieron ganarle ninguna discusión.

En cuanto a los publicanos, podemos decir que eran los pecadores más odiados de todo el pueblo de Israel, porque se habían hecho contratar por el poder público de Roma, Imperio dominante. Su función era cobrar los impuestos, por lo que se suponía que colaboraban directamente con las autoridades romanas y traicionaban al pueblo. Si leemos en el Evangelio según San Mateo (9,9), veremos que Leví (el mismo San Mateo) era un publicano, y fue llamado por Jesús en su puesto de cobrador. Más adelante, cuando Mateo ofrece su casa para celebrar una fiesta, “los fariseos dijeron a los discípulos de Jesús: ‘¿cómo es que su Maestro come con cobradores de impuestos y pecadores?’.” (Mt 9,11)

En síntesis: los dos personajes más singulares de la vida cotidiana de Israel son llevados a escena en esta parábola. Por un lado, los “perfectos” fariseos; y por otro lado, los “sinvergüenzas” publicanos.

Actitud

Tanto el publicano como el fariseo suben al Templo de Jerusalén a hacer su oración personal. Jesús señala aquí dos actitudes muy distintas. En primer lugar, la del fariseo, quien, “de pie, oraba así: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano.

Ayuno dos veces por semana y pago la décima parte de todas mis entradas’.” (v.11-12) Por otro lado, la actitud del publicano, quien, “manteniéndose a distancia, no se animaba siquiera a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho, diciendo: «¡Dios mío, ten piedad de mí, que soy un pecador!» (v.13)

Fijémonos en el “estar de pie” del fariseo, y en el “permanecer a distancia” del publicano. En el primer caso, la soberbia de quien se yergue ante Dios. En el segundo caso, la humildad de quien sabe que no es más que polvo comparado con Él.

El fariseo se atreve a enumerar sus virtudes y buenas obras frente a Dios… ¡Él ya las conocía de antes, porque se las había dado al fariseo! El error de este líder religioso es creer que todas las buenas obras y su estilo de vida habían nacido exclusivamente de él; y no las comprendía como fruto de Dios. Prestemos atención a lo que explica San Agustín: “Observa sus palabras y no encontrarás en ellas ruego alguno dirigido a Dios. Había subido en verdad a orar, pero no quiso rogar a Dios, sino ensalzarse a sí mismo, e insultar también al que oraba. Entre tanto el publicano, a quien alejaba su propia conciencia, se aproximaba por su piedad.”

Lógicas

Este contraste entre el fariseo y el publicano es importante, sobre todo porque circulan entre nosotros ciertas “lógicas” aparentemente cristianas. Usualmente escuchamos a algunos decir: “rezá por mí, vos que estás más cerca de Dios”, o “tengo vergüenza de dirigirme a Dios porque solamente lo busco cuando lo necesito”… “no sabría qué decirle”, “¿y si no me escucha?”, “¡No soy digno de que me oiga, porque no vivo como Él quiere!”…

Hace un par de semanas, habíamos visto cómo los leprosos habían conseguido su curación gritando a Jesús desde la distancia, porque se consideraban pecadores y tenían miedo de que Jesús los rechazara al igual que todo el mundo. Incluso, el Padre recibe con un abrazo al hijo pródigo. Algo similar sucede con el publicano: quedándose a la distancia, se golpeaba el pecho pidiendo perdón a Dios por todo lo malo que obraba día a día a causa de su nefasto trabajo.

Nos explica Crisóstomo: “El publicano había oído decir al fariseo: "porque no soy como este publicano", y este no se había indignado, antes bien se había movido más a la contrición. El fariseo le había descubierto su herida, pero el publicano busca su medicina. Por tanto, que ninguno diga aquellas palabras frías: no me atrevo, tengo vergüenza, no puedo pronunciar palabra. Este respeto es propio del diablo. El diablo
quiere cerrarte las puertas que dan acceso a Dios.”

Cada vez que se nos cruce por la cabeza esa “lógica” tan humana (diabólica, en palabras de Crisóstomo) de tener vergüenza ante Dios, pensemos en la figura de este publicano, y en vez de sentirnos avergonzados, sintámonos arrepentidos. Y hablémosle a Dios de nuestros pecados y nuestras miserias, y cuánto nos gustaría cambiarlas. ¡Él estará allí para ayudarnos a lograrlo!

Invitación

Estas actitudes pueden verse reflejadas en muchos ámbitos de nuestra vida. Algunas veces, pensamos mal de aquella persona que vuelve a la Iglesia después de mucho tiempo: “¡miralo vos, ahora reza, ahora viene a Misa, ahora canta en el coro…!”.

¿Esa es la manera de celebrar la misericordia de Dios? ¡NO! Cuando alguien regresa a Su Casa, debe ser bienvenido siempre, con verdaderas entrañas de misericordia, con un corazón semejante el Corazón Sagrado de Jesús, que tiene lugar para todos y cada uno
de nosotros.

No vale compararnos, no vale hacer sentir menos al otro. La única persona con la que debemos compararnos se llama Cristo: al ver su Humanidad, veremos que todo lo verdaderamente bueno puede ser practicado por nosotros; al ver su Divinidad, nos daremos cuenta de que todo lo bueno proviene de Él, y es Él quien nos lo enseña y nos
hace capaces de lograrlo.

La invitación para esta semana es tratar de incorporar un acto de contrición cada vez que comencemos a rezar. Un acto de contrición es un dolor por haber pecado ante “un Dios tan bueno y tan grande…” Podemos pedir perdón a Dios con una oración sencilla: “Señor, ten misericordia de mí, porque soy un pecador”; “Pésame, Dios mío…”; “Muéstrame, Señor, tu misericordia.” Solamente luego de reconocernos pecadores, podremos hacer una oración humilde y llena de fe: la oración de un hijo pequeño y débil que se dirige a un Padre Grande, Santo, Bueno, Todopoderoso.

¡Feliz domingo para todos! ¡Que viva la Iglesia!

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