Uno de los problemas que tiene la coalición oficialista es de identidad. Sin explicar demasiado las razones, Marcos Peña anunció un día que no se llamaría más Cambiemos sino Juntos por el Cambio. Fue cuando se incorporó Miguel Ángel Pichetto como candidato a vicepresidente, aunque no dijo que esa fuera la razón, ni tampoco dio otro argumento. «Son etapas», dijo
Es verdad que la dinámica de los acontecimientos que se estaban viviendo por esos días con el senador peronista como protagonista inesperado de una contienda electoral que ya se prometía difícil, impidió que nadie le pidiera explicaciones. Eran momentos complejos, con dirigentes de peso pidiendo no solo abandonar un nombre que en muchos distritos se asemejaba a una pesada mochila, sino incluso reclamando un nuevo candidato a presidente. Alfredo Cornejo, gobernador de Mendoza y presidente de la UCR, era uno de ellos.
El jefe de la campaña nacional huyó hacia adelante, apostando a los tiempos que vendrían, un segundo semestre que siempre prometió mejor. Apenas dedicó algunas horas de su tiempo a reunirse con los críticos, sobre todo para que no insistieran con que era un sectario. «No hay forma de que Marcos incorpore un análisis que trae alguien de afuera, está formateado para continuar con lo planificado aunque vengan degollando y esa es su fortaleza frente a Mauricio», dice un amigo que lo conoce bien.
Se llame Cambiemos, como fue en el 2015 y como siguen llamándose los bloques oficialistas, o Juntos por el Cambio, como se designó en el 2019 y figura en las boletas, o Juntos Somos el Cambio, como algunos insisten en que se llama, porque es el nombre que en realidad con que se inscribió en la justicia electoral, la coalición está en plena ebullición, debatiendo su futuro.
Algunos están convencidos de que todavía hay chances. «Acá no se rinde nadie», repiten y tienen su arrastre, sobre todo en el electorado duro, aterrado ante la posibilidad de volver al pasado y a los tiempos en que se asesinaban fiscales, perseguía periodistas y Cuba, Venezuela y los carteles del narcotráfico funcionaban como el alineamiento internacional automático.
Por el contrario, otros llegaron a la conclusión de que es imposible una victoria y están en una discreta retirada, preparando la transición, ordenando papeles, tomando contacto con posibles sucesores del área y buscando líneas de construcción de «políticas de Estado», que aseguren la credibilidad de la Argentina entre las naciones civilizadas y democráticas del mundo y la continuidad de proyectos de financiamiento de largo plazo en el gobierno que venga.
En el medio están los políticos de profesión y vocación y las cuentas sencillas que hacen a la hora de medir fuerzas, analizar de dónde venían y hacia dónde ir, sopesando los distintos escenarios posibles. Y lo más curioso es que en ningún caso se habla de la posibilidad de que Cambiemos se fracture, tampoco en la derrota.
Por cierto, con la victoria de Alberto Fernández lo lógico es que los triunfadores quieran captar radicales y ampliar su base de sustentación política, no tanto porque los necesiten sino -sobre todo- para herir al principal opositor. Sin embargo, aún en el escenario de una derrota por 20 puntos, nadie lo ve -hoy por hoy- como el camino más probable.
Tanto en la UCR como en el PRO se forjó un sentido común de que el formato de coalición es el único posible en las sociedades contemporáneas, cruzadas por la fragmentación social y la nueva trama tecnológica, que hace de la política una herramienta cada vez más cercana al elector y, por eso mismo, menos capacitada para dar respuestas a la altura de las demandas y sus urgencias.
Claro que la experiencia de Gobierno fue traumática en muchos momentos para los partidos de la coalición, pero ningún radical se imagina volviendo a la histórica lista 3 para competir en elecciones. En líneas generales, además, en estos cuatro años la UCR creció en representación parlamentaria, intendencias, responsabilidades ejecutivas en todo el país, incluso en la Cancillería y en el exterior, donde salió del ostracismo. Una nueva dirigencia joven empezó a asomar y hoy conduce los destinos partidarios en muchos distritos.
Algo similar sucede con la dirigencia del PRO. «Los cuadros técnicos puede ser que vuelvan a la actividad privada, pero los políticos vamos a seguir en nuestros puestos, dando la pelea junto a los radicales para ganar las legislativas en el 2021 y la nacional en el 2023», dijo a Infobae un dirigente de la provincia de Buenos Aires que viene del peronismo y a fin de año aterrizará en la Cámara de Diputados.
Hay quienes son todavía más arriesgados en su imaginación y creen que, si Horacio Rodríguez Larreta logra la reelección, intentará la candidatura presidencial en el 2023 acompañado por la UCR y que ese será el momento de Martín Lousteau para ser candidato a jefe de Gobierno, en alianza con el PRO.
Claro que son pronósticos que están dentro de la política-ficción. Aún el Frente de Todos no ganó, ni tampoco Juntos por el Cambio se aseguró la Ciudad. Ni siquiera se sabe qué puede hacer Mauricio Macri en el caso de que no logre la reelección, hoy el escenario más probable.
Muchos dan por descontado que dejará la política y se dedicará a los negocios de la familia, que abandonó en los últimos años. Otros, que lo conocen bastante más, creen muy difícil que abandone lo que fue su pasión de los últimos años. De todos modos, ante una eventual derrota no parece sencillo que Rodríguez Larreta -si gana- vuelva a ponerse mansamente debajo de su liderazgo. ¿Tensionará Macri el partido que se fundó bajo su impronta?
Todo es demasiado pronto.
En Olivos, en la Puna, en un barrio acomodado de la Ciudad de Buenos Aires y otro de clase media de las afueras de Rosario, en unas casas humildes de Florencio Varela y otras viviendas similares de villa 21-24, todavía hay ciudadanos y ciudadanas dispuestos a dar batalla y le piden a sus dirigentes que no bajen los brazos.
Lo reconoció el propio Jefe de Gabinete cuando reunió a un grupo de jóvenes en el Galpón Milagros, en Palermo, y les dijo que «es la gente que nos empuja». Y lo reconoce el Presidente, que decidió viajar a Salta a participar de la Fiesta del Milagro, una de las fiestas católicas que congrega mayor cantidad de feligreses en la Argentina.
No son tiempos fáciles para Macri. El solo anuncio de su presencia causó estupor en la Iglesia católica salteña, que temió que se empañe la fiesta más popular de la fe en esa provincia, el Triduo para el que se preparan todo el año.
Pero el Presidente necesita un milagro y allí se dirige a buscarlo.