El que cree en el Hijo tiene Vida eterna

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Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO

Jueves II de Pascua

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan (3,31-36)

Juan Bautista dijo a sus discípulos: “El que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído, pero nadie recibe su testimonio. El que recibe su testimonio certifica que Dios es veraz. El que Dios envió dice las palabras de Dios, porque Dios le da el Espíritu sin medida. El Padre ama al Hijo y ha puesto todo en sus manos. El que cree en el Hijo tiene Vida eterna. El que se niega a creer en el Hijo no verá la Vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él.”

Palabra del Señor 

Bautizados y enviados

¡Buen día para todos! El lunes hemos comenzado un camino de catequesis sobre el bautismo, dejándonos iluminar por el capítulo tercero del Evangelio según San Juan. En primer lugar, hemos descubierto los efectos principales del bautismo, que nos ha hecho renacer de lo alto. Luego, nos hemos remontado hasta la época de los Apóstoles de Jesús, de quienes proviene la larga Tradición que alimenta nuestra fe cristiana católica. Posteriormente, hemos meditado sobre las consecuencias prácticas que tiene nuestro bautismo, nuestro ser libres del pecado y libres para Dios, para manifestar las obras buenas.

Hoy, cerramos esta breve catequesis sobre este sacramento de iniciación, que nos ha abierto las puertas de la Iglesia y del Cielo. Contemplaremos juntos nuestro triple ministerio bautismal.

Profetas

Todas estas catequesis las hemos tomado desde una premisa principal: hemos renacido de lo alto, hemos sido renovados, hemos renacido, nos hemos sumergido en la muerte de Cristo y hemos resurgido con su Resurrección para la vida eterna. No podemos comprender nuestro bautismo si no es desde esta perspectiva de seres renovados, de que ya no somos los mismos: todos estamos llamados a ser cada día mejores cristianos.

Jesús ha sido el único que bajó del Cielo, Dios se hizo hombre. Y Él es quien, como dice el Evangelio, “da testimonio de lo que ha visto y oído”: da testimonio de Dios Padre y de su deseo de que todos los hombres se salven. Nosotros, los bautizados, no hemos bajado del Cielo como Jesús, pero sí hemos recibido a Cristo en nuestro corazón, y por el bautismo hemos sido constituidos como templos del Espíritu Santo, el soplo de Amor que viene del Padre y del Hijo. Por eso, todos los cristianos gozamos de un ministerio llamado profético, mediante el cual podemos dar testimonio de la acción de Dios en el mundo.

El “dar testimonio de lo que hemos visto y oído” es la mejor manera de vivir la vida cristiana: predicándola con palabras y obras. Decía el papa San Pablo VI hace varias décadas atrás: “el mundo de hoy cree más a los testigos que a los maestros”. ¿Qué diferencia hay entre ellos? Los supuestos “maestros” son aquellos que viven de la teoría, y la exponen de manera maravillosa. Los testigos son los que primero se han dejado cuestionar por la Palabra de Dios y la han puesto en práctica en su vida.

Por eso, San Pablo dice a su amigo Timoteo: “Ten cuidado de tu conducta y de tu enseñanza, así te salvarás tú y todos los que te escuchen” (1 Tm 4,16).

Sacerdotes

Además del ministerio profético que hemos recibido en el bautismo, también este sacramento nos ha constituido sacerdotes. Esta es una manera concreta de vivir la fe con obras de amor.

Nos enseña la Iglesia que todos los cristianos participamos del “sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo” (1 Pe 5,9). Esto es importante, porque tendemos a reducir el sacerdocio solamente al ministerial, que es el que han recibido los diáconos, presbíteros y obispos. Ellos tienen un sacerdocio que hace presente a Cristo en la tierra mediante el gobierno de las comunidades, la enseñanza de la fe y la santificación de los fieles. El sacerdocio ministerial está al servicio del pueblo.

Pero todos nosotros, tanto los curas como los laicos, gozamos del sacerdocio común de los fieles. Si bien éste no se ejerce consagrando la Eucaristía o perdonando los pecados, sin embargo, también es un rasgo distintivo de la Iglesia de Jesús. Los cristianos ejercen su sacerdocio todos los días, a cada instante, ofreciendo sacrificios y oraciones por los demás. Cuando nos dicen: “rezá por mí”, están apelando a nuestro ser sacerdotes. Cuando aprendemos a soportar con paciencia una contradicción, o a sobrellevar con mansedumbre una enfermedad, y ofrecemos ambas por el bien de los otros, nos estamos uniendo a la cruz de Jesús y ayudamos a los hermanos espiritualmente. Todo lo que hay que decir en la oración es: “Señor, te ofrezco esta oración, este dolor, esta cruz, por esta persona”.

Reyes

Por último, en el bautismo hemos recibido un último ministerio. Con Jesús, somos reyes. Pero no tiranos ni déspotas, tampoco autocomplacientes ni autoritarios. Somos reyes como Él mismo ha enseñado a sus discípulos: “quien quiera ser el primero, que se haga esclavo de los demás” (Mc 9,35).

Nuestro ser reyes radica en nuestra vivencia de la caridad: el amor desinteresado, que busca con pasión en mayor bien para hermano, sobre todo para el más necesitado. No podemos comprender la vida de Jesús ni nuestra vida cristiana si no es desde la caridad, si no es desde un afán intenso por el bien de los demás. Por eso, el bautismo nos abre a un horizonte de amor, en el que vamos identificándonos cada vez más con el Señor, quien “siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se rebajó a sí mismo y tomó la condición de esclavo.” (Flp 6,11).

Es más, desde la caridad cobran su sentido pleno los otros dos ministerios que hemos enumerado y descrito más arriba: la fe se predica porque queremos que los hermanos compartan la alegría que nosotros tenemos en el corazón inundado con el agua y la sangre de Cristo; y ofrecemos sacrificios y oraciones en su favor, para que también reciban con mayor abundancia la bendición de Dios (¿acaso las lágrimas y las oraciones de Santa Mónica no ayudaron a convertir el corazón de su hijo, San Agustín?)… En fin, obramos en todo para ofrecerles a los hermanos el mayor bien que pueden recibir en sus vidas: Jesucristo Resucitado.

¡Que Dios los bendiga!

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