Días atrás, el canciller mexicano, Marcelo Ebrard, escribió en Twitter que le había informado al presidente que el número de migrantes que cruzan de México a Estados Unidos había caído casi un 40% entre fines de julio y principios de junio. Felipe Calderón, que gobernó México entre 2006 y 2012, aprovechó para meter púa: «¿A qué presidente le informó?», preguntó, al retuitearlo.
El pinchazo de Calderón era una referencia al presidente norteamericano, Donald Trump, que con puño de hierro y amenazas logró que gobiernos de América Central -por ahora, México y Guatemala- claudiquen ante sus demandas y destinen gente propia y dinero a hacer lo que algunos llaman «el trabajo sucio»: impedir que decenas de miles de migrantes que escapan de la pobreza y el crimen lleguen a las fronteras del país a pedir asilo.
Trump amenazó a México con colocarle aranceles crecientes a todas sus importaciones y cortó la asistencia a Guatemala, Honduras y El Salvador, conocidos como el Triángulo del Norte, donde nacen las caravanas de migrantes que desviven a la Casa Blanca. Y logró forzar a Guatemala a que ofreciera asilo a los migrantes antes de permitirles continuar su viaje hacia el norte, un tipo de acuerdo conocido como «tercer país seguro». Ahora su gobierno quiere llevar esa política a México, Honduras, El Salvador, Panamá y Brasil.
«Creemos que esta es una responsabilidad regional y una solución regional, y no podemos confiar en un solo socio o una iniciativa para abordar esta crisis», dijo recientemente en Guatemala el secretario interino de Seguridad Doméstica, Kevin McAleenan, en una entrevista con The New York Times.
La ofensiva de Trump por atenazar la llegada de nuevos inmigrantes fue uno de los pilares de su presidencia. El magnate arraigó su campaña presidencial en la promesa de construir un muro en la frontera con México, un proyecto que recién ahora podrá comenzar a concretar, con una inversión de 2500 millones de dólares, tras años de pujas con los demócratas y de batallas judiciales, gracias a una medida cautelar dictada por la Corte Suprema de Justicia, hasta que dictamine si el presidente puede reasignar fondos del presupuesto discrecionalmente para terminar su ansiada obra.
Esta semana, la renuncia en el Departamento de Estado de la principal diplomática de Washington para la región, Kimberly Breier, puso otra vez la política migratoria de Trump bajo la lupa. Breier renunció «por motivos personales», según la versión oficial, pero The Washington Post indicó que su partida se debió a roces con la Casa Blanca. El Departamento de Estado lo negó.
Cuando Ebrard anunció, luego de negociaciones en Washington, que el gobierno mexicano enviaría 6000 efectivos de la Guardia Nacional a la frontera sur para contener la migración irregular de países como Guatemala y Honduras y El Salvador, la organización de derechos humanos Human Rights Watch (HRW) advirtió que «la espantosa historia de abusos vinculados con la militarización de la seguridad pública en México hacen que sea fácil prever que esta medida resultará un desastre».
Al denunciar la muerte de un migrante hondureño a manos de policías mexicanos, el director para las Américas de HRW, José Miguel Vivanco, tuiteó: «El México de AMLO [por Andrés Manuel López Obrador] se está convirtiendo en el muro con el que sueña Trump».
Al «cepo» migratorio se suman las restricciones que el gobierno de Trump aplicó en el país. La poderosa Unión de Libertades Civiles (ACLU, según sus siglas en inglés) denunció que el gobierno continúa con su práctica de separar familias pese a una orden judicial que le prohíbe hacerlo. La organización dijo en una presentación ante la Justicia que 911 chicos fueron separados de sus padres en el último año.
Además de esa práctica, Trump también restringió los motivos por los cuales un extranjero puede pedir asilo. Los candidatos deben demostrar que existe un temor fundado de persecución por motivos de religión, raza, nacionalidad, opinión política o pertenencia a un «grupo social específico». El Departamento de Justicia declaró que una familia no califica dentro de esa categoría, y, por lo tanto, una persona no puede pedir asilo porque un integrante de su familia está en riesgo.
Juan Carlos Hidalgo, analista del Instituto Cato, en Washington, dijo que Trump maneja con «un alto grado de discrecionalidad» un abanico de amenazas para doblegar a países que no se alineen con sus demandas. México y los países de América Central están en una posición de debilidad. Pero Hidalgo cree que es «ilusorio» esperar que esos países cumplan los deseos de Trump y detengan a los migrantes.