«Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella»

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Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO 

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan (11,1-7.20-45)

Había un hombre enfermo, Lázaro de Betania, del pueblo de María y de su hermana Marta. María era la misma que derramó perfume sobre el Señor y le secó los pies con sus cabellos. Su hermano Lázaro era el que estaba enfermo. Las hermanas enviaron a decir a Jesús: «Señor, el que tú amas, está enfermo». Al oír esto, Jesús dijo: «Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella».

Jesús quería mucho a Marta, a su hermana y a Lázaro. Sin embargo, cuando oyó que este se encontraba enfermo, se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Después dijo a sus discípulos: «Volvamos a Judea».

Al enterarse de que Jesús llegaba, Marta salió a su encuentro, mientras María permanecía en la casa. Marta dio a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero yo sé que aún ahora, Dios te concederá todo lo que le pidas».

Jesús le dijo: «Tú hermano resucitará». Marta le respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día». Jesús le dijo: «Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá: y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás.
¿Crees esto?». Ella le respondió: «Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios,
el que debía venir al mundo».

Después fue a llamar a María, su hermana, y le dijo en voz baja: «El Maestro está aquí y te llama». Al oír esto, ella se levantó rápidamente y fue a su encuentro. Jesús no había llegado todavía al pueblo, sino que estaba en el mismo sitio donde Marta lo había encontrado. Los Judíos que estaban en la casa consolando a María, al ver que esta se levantaba de repente y salía, la siguieron, pensando que iba al sepulcro para llorar allí.

María llegó a donde estaba Jesús y, al verlo, se postró a sus pies y le dijo: «Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto». Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: «¿Dónde lo
pusieron?». Le respondieron: «Ven, Señor, y lo verás».

Y Jesús lloró.

Los judíos dijeron: «¡Cómo lo amaba!». Pero algunos decían: «Este que abrió los ojos del ciego de nacimiento, ¿no podría impedir que Lázaro muriera?». Jesús, conmoviéndose nuevamente, llegó al sepulcro, que era una cueva con una piedra encima, y le dijo: «Quiten la piedra». Marta, la hermana del difunto, le respondió: «Señor, huele mal; ya hace cuatro días que está muerto». Jesús le dijo: «¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?».

Entonces quitaron la piedra, y Jesús, levantando los ojos al cielo, dijo: «Padre, te doy gracias porque me oíste. Yo sé que siempre me oyes, pero le he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Después de decir esto, gritó con voz fuerte: «¡Lázaro, ven afuera!». El muerto salió con los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo: «Desátenlo para que pueda caminar». Al ver lo que hizo Jesús, muchos de los judíos que habían ido a casa de María creyeron en él.

Palabra del Señor

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo para todos! Que el Señor, el Dios de la Vida, nos regale abundante paz y consuelo en este día; y que la Virgen María, con su amor y su protección, nos lleve de la mano hacia el Cielo. ¡Amén!

Hoy, estamos celebrando junto a toda la Iglesia el quinto domingo del tiempo de Cuaresma. En esta oportunidad, el Evangelio nos presenta claramente el misterio de
Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre, Emmanuel, Verbo que se hizo carne y puso
su casa entre nosotros. Movido por amor, Dios inclinó su cielo y descendió, asumió
nuestra humanidad y la redimió del pecado y de la muerte eterna.

Jesús, sobreponiéndose a la muerte como Dios de la Vida; y frágil y triste como hombre frente a la muerte de su amigo. Y en todo el fragmento que compartimos en esta oportunidad, el amor infinito de Dios empapa cada palabra.

“Aquel a quien tu amas”

Las hermanas Marta y María acompañaban en el lecho de la muerte a su hermano Lázaro, en un pueblito llamado Betania. Jesús había trabado una amistad muy profunda con estos hermanos, y los amaba tanto como una persona pudiera amar a sus amigos. Marta, al ver que lentamente iba apagándose la vida de su hermano, pidió a un mensajero que fuera hasta Jesús para ponerlo al tanto de la situación: “Señor, el que tú amas está enfermo”. No hay otra palabra más. Ese es todo el mensaje. No le piden como el centurión, que imploró a Jesús que dijera una palabra a la distancia para salvar a su hijo; ni tampoco le solicitan que baje a su casa, como Jairo cuando tenía a su hija convaleciente.

Simplemente le dicen: “el que tú amas…” No era una súplica hablada, con muchas palabras. Era una súplica desde el alma, que sufre por el afecto, que busca mover el Corazón de Cristo a la compasión, que más que recordarle a Jesús que amaba a su amigo Lázaro, se lo recordaba a ellas mismas para alimentar su esperanza.

A nosotros también nos afectan los dolores de los seres queridos, sobre todo cuando son tan cercanos. Estas palabras de Marta son un buen modelo de oración cuando tenemos un enfermo en la familia: “Señor, el que tú amas, está enfermo…”.

Esa es una oración nacida desde la confianza en el amor de Dios, que no nos abandona
nunca, ni mucho menos en el momento más difícil de nuestras vidas. Además, en el “mensajero” que puede llevarle a Jesús esta oración, podemos ver al Ángel de la guarda,
a la Virgen María, a un santo de nuestra devoción. Ellos son los principales intercesores
nuestros ante Dios.

“Señor, si hubieras estado aquí…”

Jesús había tomado la decisión de no ir en su auxilio en el mismo instante de haber recibido el mensaje, pero luego explica el porqué: “Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean”. Jesús tenía todo resuelto ya en su mano.
Tanto Marta como María lloraron la muerte de su hermano. Y, ambas, al enterarse de que Jesús había llegado al pueblo, salieron corriendo a su encuentro. Además, las dos le hicieron exactamente el mismo cuestionamiento: “Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto”.

¿No es este acaso un problema que siempre le planteamos a Dios? “¿Por qué me quitaste a mi padre, madre, hermano…?”. “¿Por qué permitiste que muriera si tanta falta me hace?”. “¡Dios! ¿Por qué me lo arrebatas así?”. “Si Dios existe, entonces no hubiera permitido que muriera”… El dolor profundo que experimentamos ante la muerte de un ser querido nos mueve a cuestionar a Dios. Y muchas veces nos ofendemos con Él.

Dos respuestas

Jesús tiene dos respuestas distintas ante este cuestionamiento. Por un lado, le dice a Marta: “Yo soy la resurrección… ¿crees esto?” (vv. 25.26). Nosotros también somos interpelados por el Señor ante la muerte de un ser querido. “Vos, que sos cristiano, que te he rescatado con mi muerte y te he llevado al Reino de los Cielos; ¿crees que yo soy la Resurrección?”. Aquí se fundamenta nuestra esperanza cristiana, hermanos, en que la muerte, el féretro, la tumba, ni la tierra tienen la última palabra. La última palabra es la Palabra, el Dios de la Vida. Cuando un ser querido se va, lo confiamos también a la misericordia de Dios, para que en ese mismo momento de la muerte, resucite a la Vida Eterna en el Cielo.

La segunda respuesta es la que Jesús le da a María, la otra hermana de Lázaro. Es una respuesta sin palabras, totalmente gestual, llena de humanidad y compasión. “Al verla llorar, y observando que también lloraban los judíos que la acompañaban… Jesús lloró” (vv. 33.35). Lloró como llora un hombre por su amigo. Lloró como una persona común y corriente que también siente el “arrebato” de un ser querido. Lloró conmovido por el dolor de María, y por el dolor de los amigos, como sucede cuando en los velorios llega una persona a dar el pésame y todos se echan a llorar de nuevo; y muchas veces, amargamente.

Aquí está el misterio más profundo de nuestra fe cristiana: aquí está Cristo presente como Dios todopoderoso y como Hombre verdadero, como Dios que otorga poder y vida, y como hombre que no puede evitar los sentimientos de contrariedad. Dios llorando.

“Lázaro, sal afuera”

Dice la Palabra que, al ver cómo Jesús lloraba, algunos exclamaron: “¡Miren cómo lo amaba!”. Pero otro, murmuraron diciendo: “Este, que abrió los ojos del ciego, ¿no podía haber hecho que éste no muriera?”. Pero Jesús cumple aquí con su voluntad.

No había llegado antes para poder manifestar la gloria de Dios, y mediante la resurrección de un hombre que llevaba ya cuatro días de muerto, muchos judíos creyeran en el Hijo del hombre, en que ese hombre llamado Jesús era verdaderamente el Hijo de Dios. Luego de haber removido la piedra, Jesús dijo: “Lázaro, sal afuera”. Y el espíritu retornó al cuerpo de Lázaro, y salió caminando de su sepulcro.

Hoy, Jesús también nos dice a nosotros, los bautizados: “levántense, ustedes que duermen, porque yo no los he creado para que estuvieran presos en la región de los muertos. Levántense de entre los muertos; yo soy la vida de los que han muerto. Levántense, obra de mis manos, ustedes sido creado a imagen mía. Levántense y salgamos de aquí; porque ustedes en mí y yo en ustedes somos una sola cosa.”

Jesús hoy también quiere resucitarnos del pecado que nos ha llevado a la muerte espiritual. Quiere sacarnos de la tristeza, de la desesperanza, de la ansiedad, de la muerte eterna. Pidamos perdón por nuestros pecados en una oración sincera con el Señor, imploremos su ayuda. Digámosle: “Señor, confío en tu amor”.

Jesús quiere liberarnos de nuevo, se acerca al sepulcro de nuestra miseria y habla a nuestro corazón, y nos dice personalmente llamándonos a cada uno por el nombre: “Sal afuera”.

¡Feliz domingo para todos!

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