«Este es mi Hijo muy querido»

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Por Facundo Gallego. Especial para LA BANDA DIARIO 

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Mateo (17,1-9)

Seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz. De pronto se les aparecieron Moisés y Elías, hablando con Jesús.

Pedro dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantará aquí mismo tres carpas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y se oyó una voz que decía desde la nube: «Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escúchenlo». Al oír esto, los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor.

Jesús se acercó a ellos, y tocándolos, les dijo: «Levántense, no tengan miedo». Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo. Mientras bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No hablen a nadie de esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos».

Palabra del Señor

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo para todos! Que el Espíritu del Señor nos guíe en este camino cuaresmal, y que su gracia salvadora esté ahora y siempre con cada uno de nosotros. ¡Amén, amén!

Hoy, estamos celebrando el segundo domingo del tiempo de cuaresma. La cuaresma es un tiempo litúrgico que dura cuarenta días: desde el miércoles de ceniza hasta la tarde del Jueves Santo. Este tiempo está marcado por la práctica de obras de justicia, que venimos meditando ya hace varios días: la limosna, la oración y el ayuno.

Al comenzar la cuaresma, decíamos que la limosna era la manera más adecuada de sanar los vínculos con los hermanos, especialmente cuando la practicamos material y espiritualmente con aquellos que más necesitan de nuestra generosidad. El ayuno es el
que nos fortalece y nos aleja de nuestros vicios y pecados, es decir, nos ayuda a sanarnos interiormente para ser más gratos a Dios. Y la oración es la práctica que alimenta nuestra relación con el Padre, es una verdadera conversación, en la que abrimos nuestro corazón para que Dios mismo habite en Él.

Por supuesto que estas tres prácticas no están separadas una de la otra: encuentran su unidad en la caridad: el amor a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Cuando somos capaces de ver a Jesús presente en el hambriento o en desconsolado, y lo asistimos con alimento o consejos; o cuando nos privamos de algunos manjares o caprichos, o soportamos con paciencia una enfermedad o dolencia, estamos igualmente uniéndonos a Cristo crucificado.

Así, la cuaresma se convierte en un gran tiempo para acrecentar la fe, la esperanza y el amor en nuestras almas. El Evangelio de hoy nos manifiesta esta verdad.

Vislumbrar la meta

Llama la atención que el Evangelio de la Transfiguración del Señor sea propuesto para nuestra meditación. La escena de por sí es muy llamativa y luminosa, y a simple vista parece no tener nada que ver con la cuaresma, que es un tiempo más de recogimiento y serenidad.

La ayuda la encontramos unos versículos más arriba. Antes de relatar la Transfiguración, San Mateo nos cuenta cómo Pedro había confesado a Cristo como “el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16). A partir de aquí, la vida de Jesús iba a cambiar rotundamente: tenía que luchar contra una idea de Mesías caudillo, liberador, político. Él no era ese Mesías que iba a liberar a Israel del poder romano, sino un Mesías que “debía ir a Jerusalén, sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas; ser asesinado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). Pedro, horrorizado ante la idea de que Jesús debía ser crucificado, intentó impedírselo. Pero Jesús fue determinante: “¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!” (Mt 16,23).

Estos discípulos habían quedado un tanto horrorizados ante semejante profecía: su Maestro debía morir. Pero ninguno parecía haberse percatado de un pequeñísimo detalle. Jesús había dicho también: “…y resucitar al tercer día”.

Imagino a Jesús un poco ofuscado, pero paternalmente paciente; como un padre que enseña una y otra vez a su hijo para que aprenda algo que no sabe. Unos días después, “tomó Jesús a Pedro, a Santiago (nuestro patrono) y a su hermano Juan, y los llevó aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz” (Mt 17,1-2)

No es casual que estos tres discípulos hayan sido los privilegiados de una escena increíble y divina: ellos mismos serán los que habrán de acompañar al Señor en la noche del Jueves Santo en Getsemaní. Ellos serían los primeros en contemplar a un Jesús totalmente distinto al que habían visto transfigurado. Serían los amigos que mirarían con pavor a un Cristo sufriente, triste, angustiado, temeroso, sudando sangre, orando al Padre para pedirle fortaleza… Ellos eran los que estaban destinados a guardar la fe y la esperanza en el momento más terrible y amoroso de todos: la Pasión.

Por eso, Jesús calma a estos tres discípulos frente al primer anuncio de la Pasión, haciéndoles vislumbrar la meta, queriendo demostrarles que la muerte no tendría la última palabra cuando llegase el Viernes Santo, y que un día lo volverían a ver, resucitado, cubierto de gloria.

La esperanza

¿Qué nos puede decir hoy este Evangelio a nosotros, que estamos viviendo la cuaresma? Ante todo: que guardemos la esperanza. Este tiempo cuaresmal es un tiempo propicio para que todos nosotros nos decidamos a vencer el pecado que no nos permite gozar de la libertad plenamente de los hijos de Dios. Podemos estar atravesando muchos desafíos, quizá queremos dejar alguna adicción, una manera de ser o de actuar, vencer nuestro mal genio, ser un poco más orantes, confiar más en Dios… Y a veces el peso de nuestro pecado nos tira para abajo, nos desalienta. Y muchos esfuerzos a veces resultan vanos.

Pero nosotros guardamos la esperanza. Nosotros también estamos llamados a contemplar, como Pedro, Santiago y Juan, a un Jesús transfigurado. Él es esa meta a la que llegaremos luego de estos días de cuaresma. No llegaremos a la Pascua en un estado de perfección, pero qué lindo será poder despertarse ese domingo diciéndole al Señor: “Gracias, porque hoy he podido resucitar a una vida nueva, en algo he mejorado, algo he cambiado…”.

No nos desalentemos, recién son los primeros catorce días de cuaresma, todavía faltan algunos más. Que la cruz que nos decidamos a cargar no nos venza: sin cruz no hay resurrección.

Invitación
La invitación para esta semana es volver a elegir a Cristo, esforzarnos para seguir con algún propósito cuaresmal. Y cuando nos sintamos tentados a pecar, inmediatamente pedir la ayuda al Espíritu Santo, que es quien nos guía en nuestro camino de conversión. Podemos decirle esta sencilla oración: “Espíritu Santo, dame la libertad de hijo de Dios”.

¡Feliz domingo para todos!

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