Feudalismo del más rancio

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En la Argentina, por espacio de décadas, coexistieron solapadas instituciones de carácter republicano con costumbres propias del más rancio feudalismo. En varias provincias, mientras las constituciones escritas prescribían una cosa, en la práctica, el poder era ejercido discrecionalmente por quienes se habían adueñado de las oficinas de gobierno y transformado esos Estados en verdaderas baronías feudales.

Es cierto que en la mayoría de los casos su autoridad dimanaba de los votos obtenidos en las urnas. Su origen democrático era, pues, legítimo, mientras que sus formas de administrar los caudales provinciales, definir las políticas públicas, relacionarse con el Congreso y la judicatura y tratar a la oposición resultaban despóticas. Con base en los resultados electorales -siempre favorables- y con el pretexto de servir al pueblo soberano, lo que hicieron esos señores feudales fue enriquecerse, por un lado, y eternizarse en el poder, por otro.

Hasta hace dos o tres décadas, las familias políticas «dueñas» de determinadas provincias se mostraban intocables. Transcurridos los años, muchas de ellas desaparecieron físicamente de la escena, con la particularidad de que los usos y los abusos que definían sus modos de acción permanecieron vigentes allí donde un clan fue reemplazado por otro de similar naturaleza.

No tendría sentido referirnos a Carlos Juárez, ya muerto, y a su mujer, Nina, quien, anciana y olvidada, carece de toda influencia. El dominio provincial de los Juárez es ahora continuado por Gerardo y Claudia Zamora. Ellos son -el marido más que su cónyuge- los nuevos dueños del poder santiagueño. Turnándose el uno con el otro en la gobernación, siempre bajo el ojo vigilante del jefe del clan, llevan acumulados en la Casa de Gobierno 12 años que se convertirán, dada su reciente victoria electoral, en 16.

Con una mortalidad infantil del orden del 11,5% de cada 1000 nacidos vivos, una cobertura de salud que alcanza el 52,3% de la población, 4% de analfabetismo, 6% de hogares con acceso a Internet, 21,2% de hogares con gas de red y 21,9% con desagües cloacales -por citar sólo algunos indicadores-, los números de Santiago del Estero transparentan lo que es: una de las dos provincias con mayor pobreza (48%) e indigencia (18%) del país. Y, claramente, es la última en términos del índice de desarrollo humano (mix de ingresos, producción, salud, educación y ambiente).

Si el clan Zamora hubiera heredado de su antecesor, hace uno o dos años, tamaño desbarajuste, existirían razones para ser tolerantes. Porque nadie puede obrar milagros. Pero llevan en la administración 12 años en los cuales se han manejado como se les dio la gana. Tempranamente aliados con el kirchnerismo, la provincia fue, después de Santa Cruz, una de las más beneficiadas no sólo por los adelantos del Ministerio del Interior, sino también por las obras que financió la cartera que estaba bajo la tutela de Julio De Vido.

Ese flujo fenomenal de plata dulce, al margen de que pudiera haber engrosado los bolsillos de los funcionarios, debió haberse volcado para satisfacer las acuciantes necesidades de salud, educación, transporte y combate al narcotráfico que se enseñorean en la provincia, y tienen a ese Estado sumido en la indigencia. Nada de eso ocurrió. Por el contrario, hubo contratos multimillonarios -ninguno debidamente auditado- que se canalizaron en la construcción de proyectos tan faraónicos como superfluos y son una vergüenza a la luz de las carencias que sufren poblaciones enteras viviendo en la miseria.

Llegar a la ciudad capital y toparse con lo que, en la jerga del lugar, se denomina las «torres gemelas» es todo uno. Construidas para albergar a parte de la administración pública, no desentonarían en Nueva York, pero en Santiago muestran la falta de consideración y el descaro del matrimonio gobernante hacia la gente.

No es éste, con todo, el único caso emblemático de cómo se despilfarran los dineros públicos. Esos dispendios obscenos se encuentran también en el autódromo de Río Hondo y en un tren construido de la nada para vincular la capital con la localidad de La Banda, ubicada a 15 kilómetros.

Cuando sobra la plata y los parámetros de pobreza e indigencia ya han sido reducidos a su mínima expresión, obras como las apuntadas más arriba podrían ser bienvenidas, en tanto y en cuanto no se pague por ellas el doble o el triple de los precios de mercado. Pero cuando, inversamente, tomamos conciencia de lo que sucede en localidades como Añatuya, parecidas a Biafra, hay motivos para pensar que al desinterés de los Zamora por la pobreza santiagueña es menester agregarle un grado de extendida corrupción.

Difícilmente este panorama vaya a modificarse. Con un control casi absoluto sobre los medios de comunicación y el Poder Judicial, la familia Zamora está en condiciones de perpetuarse en el poder. Mas de la mitad de la población en condiciones de trabajar está empleada en el Estado y los legisladores nacionales que les responden están claramente consustanciados con estas prácticas autoritarias.

Los Zamora comenzaron siendo radicales; luego, de la noche a la mañana, se convirtieron en kirchneristas rabiosos. Más tarde, jugaron en favor de Scioli y ahora obedecen obsecuentemente los dictados del oficialismo.

En Santiago del Estero nada cambia, todo se transforma.

Editorial La Nación

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