«Muchos campos de refugiados son como campos de concentración. Los acuerdos internacionales son más importantes que los derechos humanos». Fue la denuncia que lanzó hoy el Papa durante una Liturgia de la Palabra en memoria de los mártires del siglo XX y XXI que presidió en la Basílica de San Bartolomé, en la Isla Tiberina de esta capital.
En una homilía en la que evocó a los «tantos cristianos asesinados sólo porque discípulos de Jesús», saliéndose del texto preparado Francisco recordó a una mujer «de la que desconozco el nombre, pero que nos mira desde el cielo», cristiana, casada con un musulmán, que fue degollada por terroristas fundamentalistas luego de negarse a tirar su crucifijo. «La degollaron ante mí, nos amábamos mucho», le contó al Papa su marido, musulmán, de 30 años y padre de tres hijos, cuando lo saludó en un campo de refugiados -el de Moria- en la isla griega de Lesbos, el año pasado.
Con rostro adusto, Francisco agregó que no sabía qué había sido de ese hombre que le contó esa terrible historia. «No sé si ese hombre logró irse a otra parte, no sé si logró salir de ese campo de concentración», dijo. «Muchos campos de refugiados son como campos de concentración, con toda esa gente», acusó, sin pelos en la lengua. Los migrantes «son dejados a pueblos generosos que también deben llevar adelante este peso porque parece que los acuerdos internacionales son más importantes que los derechos humanos», agregó.
En su sermón, el Papa también recordó que «la causa de cualquier persecución es el odio». Y destacó que «la Iglesia necesita mártires, testimonios, es decir, santos de todos los días, de esa vida ordinaria, llevada adelante con coherencia». «Pero también de aquellos que tienen el coraje de aceptar la gracia de ser testigos hasta el final, hasta la muerte», siguió. «Todos ellos son la sangre viva de la Iglesia, son los testimonios que llevan adelante la Iglesia», agregó.
«Los mártires nos enseñan que, con la fuerza del amor, con la mansedumbre, se puede luchar contra la prepotencia, la violencia, la guerra y se puede realizar con paciencia la paz», afirmó, finalmente.
En una Iglesia de más de 1000 años, considerada de los mártires ya que conserva antiguas y más recientes reliquias de mártires, que está en manos de la Comunidad de San Egidio, lo escuchaban, en silencio, algunos familiares de víctimas del horror de nuestros tiempos. Entre ellos, la hermana de Jacques Hamel, el sacerdote de 86 años asesinado por terroristas fundamentalistas el 26 de julio del año pasado en el norte de Francia, que habló al principio de la ceremonia. Por Hamel, así como por cristianos mártires del comunismo, de la guerra Civil española, del terrorismo de Estado -se mencionaron al beato Oscar Romero, pero también al obispo argentino Enrique Angelelli- y de la persecución que ocurre hoy en varias partes del mundo, se oró luego, en un ambiente de gran recogimiento.
Antes de irse, el Papa saludó, uno por uno, a refugiados sirios que trajo en su avión desde Lesbos, que se han establecido en Italia y muchos otros, entre los cuales africanos, que trajo en los denominados «puentes humanitarios» la Comunidad de San Egidio.
Al salir de la Iglesia, rodeada por una multitud que quería saludarlo, el Papa volvió a hacer un llamamiento en favor de los refugiados, una de las grandes preocupaciones de su pontificado. «Pensemos en la crueldad, en la explotación, en la gente que llega en barcazas y se queda en países generosos como Grecia e Italia, pero que los tratados internacionales no dejan (moverse)», dijo, hablando desde un micrófono.
«Si en Italia se recibieran dos migrantes por municipio, podría haber lugar para todos», desafió. Elogió luego «la generosidad del sur», de la isla de Lampedusa, de Sicilia, de Lesbos y auspició que «pueda contagiar un poco al norte». «Somos una civilización que no hace hijos, pero que también le cerramos puertas a los migrantes: eso se llama suicidio», concluyó.
La Nación