Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino

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Por Gonzalo Gallego- Especial para LA BANDA DIARIO

Comentario al Evangelio del Domingo XXXIV del Tiempo Ordinario

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Lucas (23,35-43)

Cuando Jesús fue crucificado, el pueblo permanecía allí y miraba. Sus jefes, burlándose, decían: «Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!». También los soldados se burlaban de él y, acercándose para ofrecerle vinagre, le decían: «Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!». Sobre su cabeza había una inscripción: «Este es el rey de los judíos».

Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Pero el otro lo increpaba, diciéndole: «¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él? Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo».

Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino».

El le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso».

Palabra del Señor 

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo! ¡Viva Cristo Rey! Hoy, celebramos con toda la Iglesia esta hermosa fiesta, que siempre llena de alegría y esperanza a los cristianos. Celebramos una solemnidad maravillosa, en la que reconocemos a Jesucristo como Rey del Universo.

En esta oportunidad, la liturgia nos regala la oportunidad de meditar uno de los fragmentos más emocionantes de la Sagrada Escritura: Cristo Rey manifiesta que su Reino es de amor y misericordia.

“Cristo” y “Rey”

A lo largo de todo el proceso que lleva a Jesús a ser condenado a la muerte, dos acusaciones fueron presentadas en su contra: la de haberse proclamado Cristo, es decir, el Mesías, el Ungido, el Enviado de Dios que el pueblo de Israel había estado esperando; y la de haberse proclamado Rey de los judíos.

Los que lo acusan son los fariseos y sumos sacerdotes, que eran el sector más conservador del pueblo de Israel. Ellos eran los doctores de la Ley, y consideraban que Jesús no podía ser el Cristo ni el Rey de los Judíos por su aspecto poco atrayente y su escasa intervención política. Para ellos, quien reuniera estas condiciones sería el verdadero Mesías, y liberaría a Israel de la opresión romana como un caudillo cualquiera.

En un ámbito religioso como el Sanedrín, los judíos juzgan a Jesús, interrogándolo: “Si tú eres el Cristo, dínoslo…” (Lc 22,67). Jesús responde afirmativamente: “Dijeron todos: ‘¿entonces tú eres el Hijo de Dios?’. Él respondió: ‘ustedes lo dicen: Soy Yo’.”

En el ámbito público, frente a la autoridad romana de Pilato, dependiente directamente del Rey de Roma, los judíos lo acusan de haberse proclamado Rey y de estar en contra de Roma y de sus pretensiones políticas. Pilato mismo le pregunta: “‘¿Eres tú el Rey de los judíos’, y Él le respondió: ‘sí, tú lo dices’.” (Lc 23,3)

Vemos aquí que Jesús mismo no niega lo que es: verdaderamente es Cristo y es Rey, pero no de una falsa concepción religioso-política que tenían los judíos expectantes de la liberación, sino de una forma mucho más radical… Por eso, verdadero cordero inocente, es contado injustamente como uno más entre los culpables.

Los ultrajes

El Evangelio nos narra cómo, una vez crucificado, los jefes del pueblo de Israel se burlaban de Jesús y le decían: “Ha salvado a otros: ¡que se salve a sí mismo, si es el Mesías de Dios, el Elegido!” (v. 35). También hacían lo propio los soldados romanos: “Si eres el rey de los judíos, ¡sálvate a ti mismo!” (v. 37). Además, uno de los dos ladones le insistía: “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros.” (v. 39).

Todos estos ultrajes ciertamente lastimaban el corazón de Cristo. Mientras tanto,  permanecía callado y soportaba pacientemente y con mucho amor las burlas y humillaciones; soportaba el dolor físico y el dolor de la injusticia… y repetía con amor: “¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…!” (v. 34).

El “buen ladrón”

Mientras uno de los malhechores se contentaba con burlarse también de Jesús y sumirse en la desesperanza; el otro reconoce la justicia de su propio castigo y confiesa que Jesús es inocente.

De repente, con un arrebato de amor y arrepentimiento por sus pecados, Dimas, que intuía algo en Jesús que iba más allá de lo que se veía, le dijo: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino.” (v. 42) Jesús, que conocía el corazón de Dimas y cuánta confianza ponía en Dios en el momento de su muerte, le respondió: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (v. 43) El “buen ladrón” quizá no entendía nada de todo lo que venimos meditando nosotros… quizá hasta compartía a medias esa visión religioso-política del Mesías. Lo que es seguro y nos llena de consuelo es que él supo reconocer a Cristo Rey, reinando con amor extremo en el trono de la cruz, humillado, desnudo, abandonado. Él fue capaz de reconocer al Rey allí, en la situación límite, a punto de morir ajusticiado. Y le pidió un “pequeño favor”, que Jesús cumplió con creces, porque no se deja nunca ganar en generosidad.

Hay un Rosario meditado por San Josemaría Escrivá que dice: “¡Pedir como el ladrón arrepentido! Reconoció que él sí merecía aquel castigo atroz… y con una palabra le ‘robó el Corazón a Cristo’ y se abrió las puertas del Cielo.” Un ladrón astuto que supo robarse el tesoro más preciado: un tesoro vivo que no hace otra cosa más que amar a los hombres.

¿Por qué?

Ahora bien, cabe preguntarse por qué hemos meditado este Evangelio en el día de Cristo Rey… Hay un fragmento del Evangelio según San Lucas que nos puede ayudar a responder este interrogante.

En medio de la Última Cena, se había producido una discusión entre los discípulos para ver quién era el mayor entre ellos. Jesús les dijo: “los reyes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los que las oprimen se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe suceder así… ¿Quién es el mayor, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Pues yo estoy en medio de ustedes como el que sirve.” (Lc 22,25.27)

Jesús está entre nosotros como el que sirve. “Él, que siendo de condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios. Al contrario, se humilló a sí mismo, y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, obrando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz. Por eso, Dios lo levantó sobre todo y le concedió el nombre sobre todo nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra y en el abismo; y toda lengua proclame, para gloria de Dios Padre, que JESUCRISTO ES EL SEÑOR” (Flp 2,6-11)

Así, Cristo ha dejado bien en claro que el verdadero reinado está en el servicio, en la práctica de la caridad, en el considerar a otros mayores que nosotros. Podemos tenemos diez títulos, los mejores y más llamativos talentos, podemos ser predicadores atrayentes y grandes ejemplos de habilidad… “pero si no tengo amor, no soy nada” (1 Cor 13,2)

Nosotros los bautizados, hemos recibido un triple ministerio: la de ser sacerdotes (ofreciendo oraciones y sacrificios por los hermanos), profetas (llevando y viviendo la Palabra de Dios a todos los ambientes) y reyes. Esta realeza se ejerce cuando imitamos a Jesús. Es como si nos dijera: “ustedes creen en mí, y saben que soy Dios, pero yo no quiero ser servido, sino servirles. Eso es lo que tienen que hacer”. Y todos los días semejante Rey nos sirve a nosotros, dándonos su gracia, sus sacramentos, su vida eterna, la salvación definitiva… Él repite todos los días el Sacrificio de la Cruz en la Santa Misa: es ahí cuando demuestra que el mayor servicio que nos ha hecho ha sido morir por amor a nosotros y por nuestra salvación. Y nosotros, ¿qué podemos hacer por los demás hermanos?

Cristo reina

En esta clave hay que comprender el misterio que hoy celebramos, en que Cristo es Rey y viene a reinar mediante el servicio, no por la fuerza ni con la opresión.

En primer lugar, debe reinar en nuestros corazones. Él abandonó el Cielo y abandona todos los días los copones sagrados para venir a tomar posesión del trono más preciado que tiene: cada uno de nosotros. Procuremos, ante todo, dejarnos “servir por el Señor”, dejémonos sentirnos amados por Él. Preguntémonos cada cuánto hablamos con este Rey, qué favores necesitamos pedirle y cuántas razones tenemos para darle gracias. Dejemos que Él se pasee por nuestro corazón y expulse todo aquello que no lo deja reinar en paz: el pecado, el vicio, el rencor, la amargura, la soberbia…

En esa misma actitud de Cristo servidor, nosotros los bautizados debemos también servir al mundo, para que Cristo reine en nuestras sociedades. Muchas veces, Cristo está presente en una familia por la oración confiada de un solo integrante; otras veces reina entre los amigos por uno sólo de ellos que quiere manifestar su amor desde la oración de intercesión. También se manifiesta cuando un trabajador decide cumplir su trabajo en tiempo y forma, cuando un apoderado rechaza una coima, cuando un juez hace justicia verdadera, cuando un gobernante se interesa por su pueblo, cuando un médico salva una vida…

No puedo dejar de señalar los constantes abusos que se han hecho en nombre de Jesús y con una Biblia en la mano. Hay que dejar bien en claro que Cristo no es un partido político ni un totalitarismo. Él no viene a reinar por la fuerza, no viene a imponerse ni a reducir nuestra libertad. Él viene a amar.

Somos los principales agentes de ese amor, somos quienes pueden hacerlo presente en esta sociedad, en el ámbito educativo, institucional y político… Ya es grave (aunque personalmente no le tengo mucho miedo) que quieran avasallar el derecho a la libertad de culto sacando los símbolos religiosos de los lugares estatales y públicos. Pero mucho más grave (y a eso sí le tengo muchísimo miedo) es que seamos nosotros, los rescatados por Cristo, quienes decidamos sacarlo de nuestra alma. No divorciemos la fe de la vida cotidiana: estemos donde estemos, hagamos lo que hagamos: confesemos a Cristo Rey. No nos comamos ese verso de que la religión es “de la puerta para adentro”. ¡La fe se vive desde el testimonio y desde el servicio!

La invitación para esta semana es tratar de imitar al buen ladrón, reconociendo a Cristo como el único Rey que viene a salvar nuestra alma del dominio del pecado y nos lleva a la vida eterna. Imitémoslo también denunciando las injusticias cuando sea necesario, principalmente defendiendo la vida del inocente, para que la sociedad no pierda nunca de vista que Cristo está del lado de aquel que no puede defenderse.

Imitémoslo, sobre todo, en la confesión de nuestros pecados. Pensemos en esta escena ahora, y animémonos a acercarnos al sacramento de la Confesión, que tanto bien hace porque nos abre las puertas del Cielo: no nos acercamos a un simple hombre, pecador como todos… nos acercamos como Dimas al mismo Cristo: el culpable pidiendo perdón al inocente, el inocente derramando su sangre por el culpable… el Rey amando a su súbdito. ¡VIVA CRISTO REY! ¡AMÉN!

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