Juan José Aranguren desconfía de Mauricio Macri y de sí mismo, ¿debemos confiar en él?

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El ministro de Energía Juan José Aranguren, ya se sabía, se caracteriza por su impulsividad y frontalidad. Dos rasgos que muchos festejaban cuando lo llevaron a chocar reiteradas veces con los Kirchner, mientras la mayor parte de los empresarios y directivos de empresas de este país bajaban la cabeza y callaban.

Se sabía también que tenía depósitos en el exterior, y por unos cuantos millones: es de los funcionarios más ricos de este gobierno, está apenas detrás de Gustavo Arribas y algo por delante de Nicolás Dujovne en el monto de sus inversiones externas.

Lo que no se sabía es que a pesar de haber estado ya más de dos años en la gestión y en la palestra no sería capaz de cambiar de actitud en el manejo de sus ahorros ni aprender nada de comunicación y política. Pese a las muchas señales que hubo en cuanto a que ambas cosas podían meterlo en problemas. Y que debieron también haber registrado sus jefes: como les sucedió ya varias veces con los Bullrich, como le ha pasado con el propio Jaime Durán Barba, es raro cómo un gobierno que controla tan celosamente quién habla, de qué y en qué momento, deja en ocasiones que sus voceros más probadamente deficientes incurran en reiterados papelones.

Pero volvamos a Aranguren. Es evidente que metió la pata porque lo traicionó su sinceridad. Interrogado sobre sus depósitos en el exterior no intentó escabullirse con excusas sino que confesó lo que íntimamente piensa: este país no se sabe si en serio va a cambiar, es probable que no, así que mejor tener cuidado con dónde uno pone sus ahorros hasta que esa incertidumbre se despeje, que vaya a saber cuándo sucede.

Su argumento no sólo ofreció una flaca imagen del país, sino de su propio gobierno: equivalió a decir que no está seguro de que Macri vaya a lograr encaminar a Argentina en la senda del capitalismo serio y predecible, donde uno pone su plata en el banco o la invierte en alguna actividad y nadie se la saca cambiando las reglas de juego, ni le prohíbe moverla a otro destino con cepos ni nada parecido; puede que en un par de años volvemos a las andadas y los intentos hechos en esta etapa sean recordados como otro efímero experimento para hacer de este país lo que no es.

No es el único que piensa en estos términos en el gabinete, aunque sí fue el más explícito y directo. Unas semanas atrás una sentencia apenas más moderada había lanzado Dujovne en España cuando lo interrogaron también por sus depósitos en el exterior, justamente mientras invitaba a empresarios extranjeros a invertir en el país. No salió muy bien parado del brete y al intentarlo se metió en uno peor: quiso dar vuelta el argumento de sus interrogadores y explicó que afuera «hay confianza en Macri, pero dudas sobre la Argentina». El problema no sería el gobierno, sino todos los demás argentinos. Aunque cabe inferir que por lo menos el jefe de Hacienda confía un poco más en el presidente, y también en sí mismo. Es algo.

Por ahí es mejor su tesitura que la de Aranguren, aunque peque un poco de soberbia, porque nadie quiere estar en manos de gente que no pondría las manos en el fuego por sí misma, por lo que hace y las opciones que toma, y se ataja anticipando que las cosas pueden salirle muy mal. Si uno está en un barco cuyos capitán y oficiales se dedican a cargar en un bote salvavidas todas sus pertenencias más bien que se va a alarmar, y si puede intentará hacer lo mismo, con lo cual nadie se va a esforzar demasiado en que el barco llegue a puerto.

Dar el ejemplo es parte del arte de conducir. Y no es optativo cuando se trata de asuntos cardinales de un gobierno, como lo es para el de Macri generar confianza en la economía y atraer inversiones. El mandatario igual defendió a su ministro, pero más que el gesto de no repatriar su dinero debió molestarle el argumento: si hasta Aranguren ve todavía vacas que lo hacen llorar, ¿cómo no darle la razón a los millones de argentinos que dudan de la palabra oficial cuando afirma que estamos en el camino correcto, que lo peor ya pasó, que hay luz al final del túnel?

Es un poco hipócrita criticar la fuga de capitales cuando la practica un empresario o un rico, pero justificarla cuando lo hace la clase media o cualquiera que mete dólares en un colchón. ¿Por qué deberían arriesgarse más los que más tienen, por qué deberían ser más nacionalistas que el resto? La falta de confianza en las reglas económicas que nos damos, en nuestra moneda y en el gobierno de la economía en general es un problema que trasciende a las clases sociales. Por eso es más difícil y a la vez más necesario y urgente combatirla. Romper el círculo vicioso que la reproduce: como no hay confianza en las reglas, la eficacia de los instrumentos de política económica es escasa y la probabilidad de que fallen aumenta, todos lo saben y siguen desconfiando. Es lo que nos viene pasando con la inercia inflacionaria, como se está viendo en estos días, muy difícil de detener. Así que cualquier esfuerzo extra al respecto debería ser bienvenido, y más metidas de pata al respecto no ser fácilmente disculpadas.

Tal vez sería bueno que el gobierno haga un poco más de esfuerzo por poner a su gente en línea. Sin sobreactuaciones inútiles: una patética y estéril que resulta oportuno evocar es la de Cristina Kirchner cuando a poco de iniciado el cepo cambiario convirtió a pesos un depósito en dólares. Lo hizo justamente para contradecir a uno de sus ministros de entonces, Aníbal Fernández, que como Aranguren esta vez se había mostrado desafiante ante periodistas que lo interrogaron sobre unos ahorros que tenía en moneda norteamericana. El gobierno de Cristina incluso inauguró a raíz de ese entuerto una lista de «pesificadores de depósitos» que fue puro circo y cayó pronto en el olvido. Esas cosas no sirven, no hace ni falta aclararlo. Pero tampoco el extremo opuesto de que los funcionarios como personas particulares pueden hacer lo que quieran con sus bienes y suponer que eso no va a tener efectos políticos. ¿Son o no son los que están al mando del barco?

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