La carta del profesor uruguayo que conmueve al mundo de la educación

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Con mi música y la Falacci a otra parte

Después de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez.

No dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún
día a dictar clases en una licenciatura en periodismo.
Me cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook.  Me ganaron. Me rindo. Tiro la toalla.

Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante
muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa
de recibir selfies.

Claro, es cierto, no todos son así.
Pero cada vez son más.

Hasta hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de
lado durante 90 minutos –aunque más no fuera para no ser maleducados–
todavía tenía algún efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya
desgastado demasiado en el combate. O que esté haciendo algo mal. Pero
hay algo cierto: muchos de estos chicos no tienen conciencia de lo
ofensivo e hiriente que es lo que hacen.

Además, cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodismo
ante gente que no lo consume ni le ve sentido a estar informado.

Esta semana en clase salió el tema Venezuela. Solo una estudiante en
20 pudo decir lo básico del conflicto. Lo muy básico. El resto no
tenía ni la más mínima idea. Les pregunté si sabían qué uruguayo
estaba en medio de esa tormenta. Obviamente, ninguno sabía. Les
pregunté si conocían quién es Almagro. Silencio. A las cansadas, desde
el fondo del salón, una única chica balbuceó: ¿no era el canciller?

¿Saben quién es Vargas Llosa? ¡Sí!
¿Alguno leyó alguno de sus libros? No, ninguno.

Conectar a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es
como enseñar botánica a alguien que viene de un planeta donde no
existen los vegetales.

Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les nacieron solos.
Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra que dejó
de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más
o menos lo mismo.

No quiero ser parte de ese círculo perverso.
Nunca fui así y no lo seré.

Lo que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible.
Justamente, porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase
grandes ejemplos del periodismo, esos que le encienden el alma incluso
a un témpano.

Este año, proyectando la película ‘El Informante’, sobre
dos héroes del periodismo y de la vida, vi a gente dormirse en el
salón y a otros chateando en WhatsApp o Facebook.

¡Yo la vi más de 200 veces y todavía hay escenas donde tengo que
aguantarme las lágrimas!

También les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la
vida resultó. Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente:
primero tenés que contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de
las Malvinas, en qué momento histórico la corajuda periodista italiana
se sentó frente al dictador.

Les expliqué todo. Les pasé el video de la Plaza de Mayo repleta de
una multitud enloquecida vivando a Galtieri, cuando dijo: «¡Si quieren
venir, que vengan! ¡Les presentaremos batalla!«.

Normalmente, a esta altura, todos los años ya había conseguido que la
mayor parte de la clase siguiera el asunto con fascinación.

Este año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando
su Facebook. Todo el año estuvo igual.

Llegamos a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Ellos querían que terminara la clase.
Yo también.

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