La emotiva carta que conmovió a Pampita

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Una muerte inexplicable, injusta, muy triste y sobre todo, muy dolorosa. La hija mayor de Carolina “Pampita” Ardohain y Benjamín Vicuña murió el sábado pasado tres estar nueve días internada. Blanca, de seis años, «se fue rodeada de amor y luz» como explicaron sus padres en un comunicado.

En Chile y Argentina hubo muestras de amor y apoyo para la modelo y el actor, quienes deberán aprender a convivir con esta lamentable pérdida, «una herida que nunca se va», como graficó Maru Botana. Por ende, es difícil expresar en palabras el inmenso dolor y sufrimiento que esos padres padecen. Pero hubo alguien que lo intentó. Y conmovió a Pampita: el poeta y conductor de televisión chileno Cristián Warnken publicó una columna en el blog del diario trasandino El Mercurio, sobre la muerte de la pequeña. Y estremeció a la modelo, quien decidió compartirla con todos sus seguidores en Twitter a través de un retweet.

Warnken escribió con el alma y el dolor que sólo una persona que perdió un hijo puede llegar a entender. El 24 de diciembre de 2007, el poeta sufrió la pérdida de Clemente, su hijo de tres años, al caer en la pileta de su casa y morir ahogado. Tan sólo tres días después, decidió escribir una emotiva columna en la que despidió su hijo, palabras que sorprendieron y conmovieron a todos en Chile. Y ahora, tras el fallecimiento de Blanquita, Warnken volvió a emocionar con su pluma.

A continuación, la emotiva carta que Cristián escribió sobre la hija de Pampita:

Blanca Vicuña Ardohain: los niños vienen al mundo para hacernos preguntas que no podemos contestar. Una de las tempranas señales claras de que la primera infancia está llegando a su fin, se da cuando nuestros niños comienzan a hacernos preguntas que ya podemos responder fácilmente sin quedarnos con esa sensación tan incómoda de que nuestras respuestas son predecibles, obvias o ramplonas.

Debiéramos registrar en una bitácora las primeras preguntas de nuestros hijos, esas preguntas locas, a las que uno puede constantemente volver, cuando nuestra existencia corre el riesgo de volverse opaca y banal. Esas preguntas insólitas y vivas, que nuestros niños más pequeños nos han hecho en los momentos más inesperados, muchas veces nos salvan.

Nos salvan porque nos vuelven a poner en contacto con el asombro, ese estado originario del hombre. Sin asombro, sin extrañeza empezamos a darles la espalda a los amaneceres, los atardeceres, a la novedad que está en todo lo que somos y nos rodea, pero que se nos ha vuelto rutinario y sin resplandor alguno. Los niños nos hacen ver el rostro de nuestra amada de nuevo, los niños nos hacen recordar los nombres propios de los pájaros de nuestro jardín, los niños nos hacen tirarnos de espaldas en el pasto en la noche para mirar el cielo por lo menos una vez al mes.

Hay preguntas de los niños muy difíciles de contestar, sobre todo si queremos ser honestos con nosotros mismos y con ellos, y no simplemente contestar por contestar. Son preguntas que siempre serán infinitamente superiores a nuestras respuestas. Sí, las preguntas que nos hacen nuestros niños son muchas veces difíciles o imposibles de contestar, pero constituyen un regalo porque nos desinstalan de nuestras cómodas y estériles certezas, y nos abren un cielo de dudas y perplejidades que hacen que esta vida merezca la pena de ser vivida, y no «sobrevivida».

Pero hay una pregunta que es la más difícil de todas, la más dura, la más radical de todas: y es la que a veces nos hacen ciertos niños al partir antes que nosotros de esta tierra. Esa pregunta sí que no tiene respuesta, esa pregunta es un hoyo negro en nuestro costado, un hoyo negro más vasto y vertiginoso que los hoyos negros del cosmos. Esos niños son de la raza de El Principito, que dejó solo al aviador en pleno desierto, sin haberle advertido nunca que se iría para siempre. No hubiéramos esperado eso de nuestros niños: que nos dejaran al descampado con una pregunta que quema, que duele, que clama al cielo. Entonces miramos alrededor nuestro buscando responderla, y todos nos ofrecen respuestas hechas, y nos pasamos rápidamente al bando de los niños desilusionados de las respuestas muertas.

Y ahí comienza el milagro: que la ausencia de nuestros niños nos hace niños otra vez. Tenemos que nacer de nuevo, de golpe. Desde el dolor de no poder contestar. Tal vez esos niños y niñas vinieron a la tierra para que comenzáramos a llenarnos de preguntas imposibles. Preguntas que tal vez lograremos contestar cuando nuestro corazón se haga niño, pero ése es el órgano que más demora en volver a nacer. ¡Ahí nos damos recién cuenta de lo duro que se ha vuelto nuestro corazón!

Nuestros niños que partieron antes tienen que tenernos paciencia, tienen que esperarnos hasta que lleguemos al punto del misterio donde están ellos. Y digo misterio, no digo verdad. Los niños son del misterio, no de la verdad.Pero, ¿podremos desaprender tanto que nos llenemos un día, sin darnos cuenta, de preguntas nuevas y limpias, como un árbol se llena súbitamente de pájaros? Yo tengo la esperanza de que eso ocurrirá, porque hay un dolor que también es luz. Es la estela de luz que dejan tras de sí los niños que partieron, niños cometas, niños estrellas fugaces. Es la única luz que puede iluminarnos cuando las preguntas angustiosas se agolpan dentro nuestro y no nos dejan dormir. Y esa luz es una luz sin porqué, una luz sin cuándo, una luz sin cómo, una luz tan blanca…

Ciudad.com

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