Las agujas del reloj señalan las 20 en el barrio 12 de octubre. Hay charcos de sangre en el suelo, cartas salpicadas por el furioso rojo corporal, rostros temerosos en las calles y un olor a pólvora que invade las cavidades nasales. Los trece balazos que escupió la 9mm de los pistoleros retumbaron en ese angosto empedrado al oriente de Cali. Albeiro Usuriaga pelea por su vida; el «Palomo» entrega sus últimos esfuerzos. Un dúo de sicarios a bordo de una motocicleta acaba de terminar la historia de uno de los jugadores más exóticos que tuvo el fútbol argentino durante la década del 90.
Hace 15 años atrás, el delantero que necesitó de un puñado de partidos con la camiseta de Independiente para dejar una huella indeleble estaba jugando a las cartas y al dominó con sus amigos en ese barrio –que lo vio nacer y nunca lo dejo ir– de calles estrechas, fachadas con mixturas de revoques y ladrillos y asuntos espesos. Albeiro había sido testigo indiscreto de un ajuste de cuentas; o quizás un jefe criminal de esa zona de pandillas estaba relacionado con una mujer que en el pasado había sido su pareja. No quedó demasiado claro el móvil, aunque de poco importó. Tres días más tarde debía viajar a Japón para vivir su última experiencia deportiva a los 37 años. No lo dejaron levantar vuelo por última vez.
«Era muy querido y respetado. No era de Independiente solo, era de todos. Era ídolo. ¡Los pibes venían a ver al Palomo! Era una cosa impresionante», recordó Miguel Brindisi, su DT, sobre este hombre que se puso la camiseta roja por primera vez en marzo de 1994 ante River y acumuló 63 presentaciones, 20 goles y tres títulos durante dos períodos por Avellaneda.
Su cuerpo de 1,92 metros con movimientos de una desorganización coordinada asombrosa atraparon al exigente pueblo rojo. Extravagante dentro y fuera del campo, tenía un sueño desde el día que lo forzaron de niño a probarse en el fútbol aunque él pensaba con ser jugador de básquet: «Quería ser portada de El Gráfico de Buenos Aires», contó un amigo de la infancia en el documental «La Jaula del Palomo» que se estrenó en los últimos días. Lo cumplió en agosto de 1994, cuando tuvo una actuación descollante en el 4-0 sobre Banfield que dejó al «Rojo» a un paso del título. Las estadísticas indicarán que en aquella jornada marcó un gol y dio dos asistencias, pero los rivales saben que ese día el «Palomo» estuvo iluminado. «El colombiano Usuriaga fue figura», rezaba la bajada de aquella portada.
Las estadísticas quizás sean injustas en Argentina. No reflejan el legado que sembró. Sus logros se conjugaron con su forma de tratar al balón y su estilo fuera del campo. Refinado con la pelota, de excéntrica cabellera y con estrafalario look, Usuriaga es el punto de comparación para cualquier colombiano –especialmente atacante– que arribó a Independiente luego de su estadía. Nadie logró cubrir su lugar.
Menospreciado en una Colombia que tenía a jugadores de la talla de Valderrama, Rincón, Asprilla y Valencia, impuso su huella al anotar el único gol en el Repechaje ante Israel que clasificó a su país por segunda vez en la historia a un Mundial. Maturana, a pesar de eso, no lo convocó para Italia 1990 y generó una grieta que así definió el periódico Semana durante esos meses: «A pesar de su difícil caráctery de que se le han subido un tanto los humos, buena parte de los comentaristas deportivos estuvieron de acuerdo con que se convocara al «Palomo», así fuera como suplente pues en cualquier momento podía ser la carta salvadora del equipo, como ya lo demostró en varias oportunidades».
Salió del América de Cali, pero también anduvo por el Deportes Tolima, el Cúcuta, Atlético Nacional, Bucaramanga y Millonarios. Le costó encajar en sus tierras. Fue difícil que lo entiendan en el mundo del fútbol. Un fuera de serie. «¿Sabés cómo aprendí a manejar? Compré mi carro y le pregunté al que me la vendió cuál era la primera. Me fui manejando», aseguró sobre aquella camioneta que a las dos cuadras chocó.
Nunca se fue de su barrio, le dolía estar lejos. Regalaba ropa a los vecinos del 12 de octubre y pagaba estudios de varios jóvenes. Todos sabían que Usuriaga estaba por arribar al campo de entrenamiento porque el ritmo que amplificaban los parlantes de su lujosa camioneta podía escucharse a varias cuadras de distancia. Un par de motos a su lado y otros muchachos colgados del vehículo completaban la escena. «El periodismo en Colombia cuando salgo del entrenamiento en vez de hacerme una entrevista se van detrás de uno. Están más pendientes de uno que del fútbol«, lo resumió él mismo.
Una tarde fue elegido como figura en uno de sus primeros encuentros profesionales. El premio era un canje de ropa en una reconocida casa de indumentaria colombiana. Fue caminando porque no tenía plata ni para tomar un ómnibus. Sus ojos se abrieron como dos faroles cuando llegó al lugar. Quería ese traje blanco inmaculado que brillaba en la vidriera. «¡Ahí viene el Palomo!», le gritaron sus amigos cuando apareció con su flamante vestuario de futbolista sin saber que estaban creando una marca registrada.
«Acá me siento como en casa», afirmó durante su doble pasaje por Avellaneda (94/95 – 96/97) un personaje que juró a un amigo que sólo se iría muerto del barrio que lo vio nacer. Todavía continúa gambeteando rivales dentro del área de la Doble Visera en lo que fue uno de sus mejores goles –a Germán Burgos– con la casaca de Independiente ante Ferro. También su enganche cortito y las zancadas a pura velocidad son un tatuaje en la memoria de los futboleros. El climax lo alcanzó en aquel 1994, cuando fue elegido como parte del mejor equipo de América junto con sus compañeros Sebastián Rambert y Gustavo López.
También su legado dejó presentes los excesos de velocidad, las fiestas, el alcohol y la controversia con las drogas. Los problemas lo persiguieron; no quiso o no supo esquivarlos. En 1997, todo explotó: en el análisis de orina que le realizaron encontraron muestras de cocaína. Recibió una dura sanción de dos años sin poder jugar. Cambió sus números telefónicos, se recluyó en su barrio caleño y se hundió en una profunda depresión sólo acompañado por su recién nacida hija Lady Daiana. Su abogado, Fernando Burlando, debía comunicarse con él por intermedio del representante. «Él no es técnicamente un consumidor habitual, sino un experimentador», explicó el letrado en declaraciones de aquel año que también expresó ante el juez. «Albeiro es un consumidor casual. No es drogadicto. Es más, lo puedo demostrar: jugó en Colombia, España, México, Ecuador, Brasil y Argentina. Siempre salió negativo en las pruebas. Entonces, no se puede decir que es drogadicto un jugador que lleva 10 años en primera división», reforzó la idea su representante Vázquez en una nota con El Tiempo de Colombia.
Reapareció a los dos años con el pelo corto y teñido de rubio en el Torneo Argentino A con la remera de General Paz Juniors de Córdoba. «Todos hemos cometido errores. Nunca fui adicto, fue un problema que tuve. Fueron las ganas de probary justo me tocó el control antidoping. Fue la única vez que consumí. No me sentí apoyado, pero me ayudaron Maradona, Caniggia, el «Cabezón» Ruggeri», expresó ante el diario Olé a comienzos del nuevo milenio. En su historial tenía dos condenas a prisión en Colombia durante estos años, los más tumultuosos: fueron por agredir a un Policía y por haber comprado una moto a 3.000 dólares. Ambos delitos excarcelables, lo que le permitió esquivar la cárcel.
Brilló en el ascenso con los cordobeses, también se puso la de All Boys. Tuvo un breve lapso en Sportivo Luqueño de Paraguay –que sumó estadísticas a su amplia carrera por Málaga, Necaxa, Barcelona de Guayaquil y Santos–, antes de descollar por última vez en el Carabobo venezolano, ya en el epílogo de su trayectoria.
A los 37 años se desplomó sobre el suelo de aquella tierra de pandillas en la esquina de Calle 52 y Carrera. Nunca más volvió a levantarse. La promesa de la amenaza telefónica a su familia en las horas previas se había concretado. La violencia condujo a más violencia y sus asesinos mataron, murieron o terminaron en prisión. Su velorio fue una fiesta: una multitud irrumpió en la Catedral a pura música y lo trasladó al cementerio Metropolitano de Cali como ese ídolo que fue; distinto, irreverente e imperfecto.
El calendario marca el 12 de febrero del 2004. Casualidades del destino. El «Pato» Pastoriza le pide a Independiente reeditar el saludo histórico con los brazos al cielo después de décadas sin hacerlo en el retorno a una Copa Libertadores contra Cienciano. Desde las tribunas un grito unánime también vuelve a brotar a casi 10 años de oírse por última vez. «Usuriaga, Usuriaga», late la Doble Visera como si fuese un regimiento de trompetas acompañando el ingreso a la inmortalidad de ese hombre de sonrisa ancha que la noche anterior había jugado su última carta contra el destino.
Agradecimiento: Maxi Roldán (@maxiiroldan)
Fuente: Infobae