La increíble aventura del fotógrafo que retrató la rendición de los ingleses

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¿Cuánto tiempo es para siempre? Alicia, el personaje central de Lewis Carroll en el País de las Maravillas, le hace esa pregunta al Conejo Blanco. Y el animalito, metáfora psicodélica de la ansiedad humana y las ataduras al Tiempo, le responde: «A veces, solo un segundo».

¿Y cuánto dura un instante? ¿Qué cosas se pueden hacer en una 125 parte de un segundo? A Rafael Wollmann le bastó para gatillar su cámara de fotos y le sobró para quedar en la historia, y eternizar su trabajo. En ese breve impulso de su dedo índice derecho, la luz de una mañana helada de abril de 1982 en las Islas Malvinas se filtró por el obturador de su cámara y reflejó y selló en la memoria colectiva los rostros y las siluetas de la humillación de tres soldados ingleses.

Era el instante preciso en el que, brazos en alto, todavía con sus armas y las caras engrasadas, los británicos se rendían ante los anfibios argentinos que acababan de desembarcar en Puerto Argentino con intenciones de que fuera para siempre.

Wollmann tenía 24 años recién cumplidos cuando se encontró en el lugar justo y en el momento indicado. Había llegado a las islas el día de su cumpleaños, el 23 de marzo, para hacer un fotos «geográficas» encargadas por una agencia francesa y de repente se encontró con sus cámaras cargadas el 2 de abril en el corazón de un conflicto inesperado: el prólogo de la guerra.

Rafael, de rulos crecidos y bigote negro, llevaba dos semanas en las Islas y había entrevistado a su gobernador, Sir Rex Hunt, dos veces cuando la tarde del 1° de abril escuchó salir su voz de los parlantes de la radio del pub del hotel. Un silencio estruendoso invadió el lugar. La radio era el medio por el que se comunicaban los isleños: avisos clasificados, mensajes entre amigos, noticias, era lo común. Por eso, al oir a Hunt, que hablaba desde su residencia, todos apoyaron sus vasos de cerveza sobre la mesa y prestaron atención al tono grave.

«Tenemos evidencias aparentemente sólidas de que militares argentinos podrían aproximarse a Port Stanley en la madrugada de mañana», reveló a la población, respetando las exactas palabras de un telegrama que había recibido ese día, a las tres y media de la tarde, desde la Foreing Office de Londres. El fotógrafo recuerda que el movimiento siguiente de la gente del pub fue mirarlo a él, el único argentino del lugar.
Rex Hunt dio órdenes precisas. Se suspendían las clases y nadie saldría de sus casas. Y los malvinenses se lo tomaron en serio. Le creyeron. Wollmann no tanto. Intuyó que el gobernador podría haber malinterpretado alguna noticia, ya que unos días antes se había desatado un conflicto en las Islas Georgias del Sur con unos argentinos que desarmaron una ballenera allí sin permiso. Además, Rafael estaba convencido de que Argentina no podía invadir ni recuperar nada.

Pero Hunt tenía razón.

El propio gobernador se acercó a Wollmann y a otros colegas ingleses -que habían llegado un día antes por lo de las Georgias del Sur- y les dijo que se tenían que ir del hotel, que los alojarían en la casa de su chofer y que no salieran de allí porque los marines tenían órdenes de disparar a matar.

Esa noche nadie durmió. La radio local, que usualmente cortaba la transmisión a las 21, se mantuvo en línea toda la madrugada. Hunt se quedó escondido debajo de su escritorio y sacó a su familia de la residencia de Gobierno. Por la onda corta llegaba información confusa desde la BBC en Londres. «Está pasando algo en Malvinas pero no sabemos qué», decía el locutor británico.

Wolmann y todos los que estaban en Puerto Argentino sí sabían qué. A metros de la ventana de la casa del chofer resonaban los gritos en inglés, y los disparos, y los estruendos de las granadas y, con el correr de las horas, la presencia de voces en castellano se hacía cada vez más clara.

Los anfibios argentinos desembarcaron a la medianoche, los buzos tácticos tomaron una base en la playa y luego comenzaron a avanzar. La noche fue larga. Con las primeras luces del día, Wollmann se asomó por una ventana y vio aparecer al vicecomodoro argentino Héctor Gilbert con una bandera blanca, que iba hacia la casa de Hunt a pedirle la rendición.

Primero disparó su cámara. Y casi simultáneamente un soldado argentino o inglés le disparó a él.

La bala que podría haber decretado el fin de esta historia reventó uno de los cuatro vidrios de la ventana desde donde fotografió Rafael. Su vida no se terminó en ese instante por centímetros. «Confundieron la lente con algún arma, seguramente. Me asusté mucho y bajé arrastrándome, pero lo gracioso es que en la planta baja de la casa estaba el chofer preparándonos el desayuno, huevos revueltos, todo, como si afuera no pasara nada», ríe ahora el fotógrafo argentino.

Pero el aire helado de las Malvinas era una masa cargada de cientos de años de tensión que podía rebanarse con un cuchillo desafilado. Hunt insultó a Gilbert y a los «malditos argentinos» y luego se rindió. Se puso su traje de gala y salió de su casa con destino a Montevideo, a bordo de un avión de la Fuerza Aérea. El 5 de abril ya estaba en Gran Bretaña, aportando información a las tropas que horas después partieron desde Portsmouth a la guerra en el Atlántico Sur.

Wollmann salió al patio y se encontró con la escena de su vida. Varios de los 80 marines que había en la Isla, y que estaban escondidos en la zona, fueron obligados rendirse. «Estaban marchando hacia el patio de la casa del gobernador donde hacían la entrega de armas. Luego pasaron al jardín y los sentaron. Ya eran prisioneros de guerra», relata Rafael, que tuvo plena conciencia del lugar que ocupaba y de los riesgos que corría por estar en la línea de fuego.

Por eso apenas usó dos rollos de película fotográfica. «Tuve mucha precaución, y no quería que me metieran preso o me sacaran la cámara, así que disparaba una foto y me iba de la escena, sin saber qué me iba a encontrar al momento de revelar», explica Wolmann, que andaba con dos cámaras, una con rollo color y otra, con blanco y negro.

Con el correr de las horas la tensión se dispersó. La tarde del 2 de abril los anfibios desaparecieron y algunos militares que quedaron tomaron la radio y les hablaron al pueblo malvinense. «Pero lo hacían en español y yo les decía, ‘al menos háblenles en inglés para que les entiendan’. Era parte de las escenas surrealistas que vi ese día», comenta, como cuando notó que los argentinos tomaban los vehículos militares ingleses con el volante a derecha y manejaban de contramano permanentemente.

Ese día Wollmann tomó dimensión de su aventura. «Me di cuenta que tenía grandes fotos, y a la vez no. No sé si era del todo consciente del lugar privilegiado en el que había estado».

Eso ocurrió con el paso del tiempo. Años después el Museo de Houston, Estados Unidos, la eligió como una de las 25 fotos más importantes en la historia universal de la guerra, en una exposición con más de 400 imágenes históricas. Y la periodista francesa Marie-Monique Robin la seleccionó para su libro sobre las 100 fotos del siglo XX.

El 3 de abril Wollmann se coló en un avión de la Fuerza Aérea que regresaba al continente con un maletín en el que llevaba sus tesoros sin revelar. Recién el 8 volvería un fotógrafo oficial a las islas. Cuando aterrizó en Comodoro Rivadavia, contó a los colegas que ya estaban allí lo que había vivido y las fotos que tenía y todas las agencias de noticias del mundo pujaron por comprar sus imágenes, aun sin verlas.

Editorial Atlántida, que lo había despedido cuatro meses antes, en diciembre del ’81, le puso un jet privado a disposición, abrió su laboratorio, reveló sus fotos color y blanco y negro, y le dio los originales a la agencia francesa Gamma, que había contratado a Wollmann para el cándido trabajo de retratar la vida en Malvinas.

En Francia las revistas VSD y Paris Match se enfrentaron en una compulsa por ver cuál ponía más dinero para publicarla. Ganó VSD. Y al poco tiempo lo invitó al fotógrafo a su redacción para brindar. «Nunca habían pagado tanto por una foto», cuenta Rafael.

El 3 de abril Wollmann regresó a Buenos Aires en un avión privado de Editorial Atlántida
VSD tituló «Inglaterra humillada» y L’Espresso, de Italia, «Manos arriba, Inglaterra!». Algunas hipótesis incluso sostienen que esas imágenes impulsaron a Margaret Thatcher a enviar tropas al Atlántico Sur. Con los años, él lo pensó muchas veces. «Para los ingleses las fotos fueron terribles, muchos lloraron, fueron fuertes», reconoce 35 años después Wollmann.

La foto de la rendición fue un giro en el guión de la vida de Wollmann. Nunca dejó de publicarse. Y él quedó enganchado con la cuestión Malvinas: «No me obsesioné pero quise mantenerme cerca». Entonces en 1992 recorrió el país para la revista Noticias y retrató a los héroes olvidados.

En 2002 y 2012 finalmente volvió a las islas. Se reencontró con el chofer del gobernador, con la señora del hotel, con algunos isleños con los que había entablado una relación cordial y respetuosa porque nunca violó el precepto impuesto allá en el sur. Y fotografió a las mismas personas, en los mismos lugares, 20 y 30 años más tarde: «Antes de la guerra se podía ir todas las semanas a Malvinas. Por eso había un cartel en el aeropuerto que decía que éramos bienvenidos pero que no habláramos de soberanía. Y yo cumplí siempre».

En una de sus célebres reflexiones, el pensador británico John Berger escribió que «cada fotografía es, en realidad, un medio de comprobación, de confirmación y de construcción de una visión total de la realidad».  El año pasado Rafael, que vive en Pinamar, presenció en Buenos Aires «Campo minado», la obra de Lola Arias donde actúa Lou Armour, el marine protagonista de la foto de la rendición, que se encarna a sí mismo.

En la pieza teatral la directora recrea el momento de la foto, con el comando anfibio argentino Jacinto Batista apuntando a Armour, y un actor hace de Wollmann en el momento de la foto. A Rafael lo estremeció verse desde afuera, cuando él siempre ve todo desde adentro. Malvinas es una experiencia tan íntima para los que estuvieron allí que el golpe de observarse se siente como una desnudez emocional.

Lo que vio en el teatro ya no se trataba de la secuencia propiamente dicha, la 125 parte de un segundo. Era una imagen perpetuada, no sólo por su carga simbólica, sino porque además estaba Lou, la humanización posible de su experiencia. Wollman temía que Armour al verlo lo insultara, le transmitiera su dolor por la imagen de la humillación. Rafael sonríe con un gesto de alivio cuando lo recuerda: «Temí todo eso pero no. Nos dimos un abrazo, nos reímos, y nos emocionamos».

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