La muerte de Amadeo Jacques

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LA TUMBA. “La levantamos con nuestros pobres recursos de estudiantes”, narra Miguel Cané. LA GACETA / FOTO DE ARCHIVO

Por Carlos Páez de la Torre H

En “El amor en los tiempos del cólera”, el doctor Juvenal Urbino llega a la habitación de Jeremiah de Saint Amour. Ni bien abre la puerta, el olor del cianuro le índica que su amigo “se había puesto a salvo de los tormentos de la memoria”, quitándose la vida. Ignoro por qué, de la inmensa cantidad de tránsitos que componen la historia argentina, pocos me han impresionado tanto como el de Amadeo Jacques. No es disparatado pensar que su memoria solía atormentarlo. Pero lo dramático es que la muerte le llegó justo en la época en que su vida de desterrado empezaba a corregirse, y vislumbraba, por fin, un horizonte con promesas.

Aunque es conocida -o debiera serlo- la trayectoria de Jacques, suena pertinente reiterarla en un breve resumen.

El exilio

En París, ciudad donde nació en 1813, inició lo que parecía una fulgurante trayectoria académica. Se doctoró en Letras y se licenció en Ciencias Físicas en la Sorbona. Enseñó en la Escuela Normal Superior y en el Liceo “Louis Le Grand”. Se encargó de eruditas ediciones de Fenelon, de Leibniz y de Clark. Redactó la introducción y el capítulo de Psicología del “Manual de Filosofía” de Jules Simon y Emile Saisset, libro que tendría sostenida celebridad como texto de los colegios.

Era hombre de ideas progresistas, que iban a contrapelo con las oficiales: corrían los tiempos de Napoleón El Pequeño. En 1850, el gobierno clausuraría su revista “La liberté de penser”, que Jacques había fundado en 1847. Además, lo cesanteó de sus cátedras y le prohibió que enseñara en Francia. No le quedaba más camino que el exilio. Eligió el Río de la Plata. Con una carta de recomendación que firmaba nada menos que el famoso Alejandro de Humboldt, llegó a Montevideo en julio de 1852.

Fotos y panes

El gobierno uruguayo le mostró gran respeto, pero no recordó que el sabio tenía que mantenerse. Pasó a Paraná: se proveyó de una máquina para tomar aquellas primitivas fotos llamadas daguerrotipos, que eran el embeleso del momento, y se dirigió a Buenos Aires. Con su compatriota Alfredo Cosson, empezaron a ganarse el sustento como fotógrafos, porque las comisiones oficiales y los cursos no les daban de comer. Rumbeó entonces a Santiago del Estero. Allí ejerció la agrimensura, intentó empresas de colonización y se casó (noviembre de 1857) con Martina Augier, una bella joven hija de franceses.

Pasó a Tucumán. Él y Cosson siguieron con los daguerrotipos, y puso además una panadería, “La Perfeccionada”, asociado con otro compatriota, Tranchard. El gobernador Agustín Justo de la Vega lo sacó de esas extrañas tareas, y lo nombró director del flamante Colegio San Miguel. Allí, formaría una generación de tucumanos hasta 1862, año en que se trasladó a Buenos Aires llamado por el tucumano Marcos Paz, vicepresidente de la República. En 1864 asumió el rectorado del Colegio Nacional porteño, donde introdujo memorables innovaciones y fascinó a sus discípulos, como lo confirma el cálido testimonio de Miguel Cané.

Tiempos mejores

Jacques empezó entonces a sentirse bien. Era considerado y respetado; no solamente enseñaba -que era su máximo anhelo-, sino que tenía oportunidad de modificar de raíz todo el sistema educativo del Colegio, de acuerdo al proyecto que le habían encargado. Tenía una esposa y tres hijos, dos varones y una mujer. Podemos pensar que los “tormentos de la memoria” (la gran carrera truncada en París y los fracasos que venía arrastrando en la Argentina) comenzaban, por fin, a batirse en retirada.

Paul Groussac, su compatriota, llegó a Buenos Aires cuando ya no existía Jacques, para quien iba recomendado en una carta del rector del Liceo de Toulouse. Pero fue un admirador fervoroso de la tarea del maestro, y sobre su vida y obra publicó dos excelentes artículos en Le Courrier Francais de 1918.

Dice en uno de ellos que Jacques, “de alta estatura, robusto y sanguíneo, había ya recibido advertencias inequívocas del peligro que corría si prolongaba sus trabajos nocturnos”.

Noche de teatro

La noche del 12 de octubre de 1865, después de comer, sintió “la cabeza pesada”. Para distraerse, partió al Teatro Argentino, “donde un buen elenco francés de subprefectura representaba, esa noche, el ‘Médecin malgré lui’ de Moliere. Fue así que, sobre la última réplica graciosa de Sganarelle a Martina (el nombre de la propia esposa de Jacques) este agonizante sin saberlo regresó a su casa, pasada la medianoche. A la mañana siguiente, su hijita de siete años lo encontró muerto en la cama”.

En esos momentos, cuenta Miguel Cané en “Juvenilia”, los estudiantes del Nacional vagaban por el patio, extrañados de que Jacques, habitualmente puntualísimo, no hubiera llegado todavía. De pronto, se oyó un grito en la portería y Cané reconoció la voz de Eduardo Fidanza, uno de los mejores alumnos. Corrió hacia ese lugar y encontró a Fidanza “pálido, desencajado”, que repetía una y otra vez: “¡M. Jacques ha muerto!”.

Maestro querido

Hicieron a un lado al portero, que intentaba detenerlos, y corrieron a la casa del rector. Jacques “estaba tendido sobre su cama, rígido y con la soberbia cabeza impregnada de una majestad indecible. La muerte lo había sorprendido al llegar a su casa después de una noche agitada. El rayo de la apoplejía lo derribó vestido, sin darle tiempo para pedir ayuda. Pendía su mano derecha fuera de la cama; uno por uno, por movimiento espontáneo, nos fuimos arrodillando y posando en ella los labios, como un adiós supremo a aquél a quien nunca debíamos olvidar”, narra emocionado Cané.

Agrega que “lo llevamos a pulso hasta su tumba y levantamos en ella un modesto monumento, con nuestros pobres recursos de estudiantes. Duerme el sueño eterno al abrigo de los árboles sombríos, no lejos del sitio donde reposan mis muertos queridos. Jamás voy a la tumba de los míos sin pasar por el sepulcro del maestro y saludarlo con el respeto profundo de los grandes cariños…”

Duelo público

Por su parte, informa Groussac que la muerte de Jacques constituyó un verdadero “duelo público” y que “sus alumnos lloraban en la calle en torno al féretro”. En el cementerio hablaron los doctores Guillermo Rawson y Eduardo Costa, en nombre del gobierno. El joven Nicolás Avellaneda lo hizo por Tucumán, lugar “del que su elocuencia juvenil recordaba la exuberancia”: es lástima que no se haya publicado ese discurso. Elogiaron también al maestro sus compatriotas Alfredo Cosson, Alberto Larroque y Légoux. Años más tarde, en 1898, Groussac, apoyado por Cané, convocó a un homenaje de los ex alumnos, que se le tributó ante esa tumba.

Realmente, es difícil de creer el modo absolutamente fantasioso y denigrante con que Jacques sería recordado en París, varios años después de su muerte. Según el Journal de los hermanos Goncourt, en una comida del 11 de noviembre de 1879, a la que asistían personajes como Hippolyte Taine y Gaston Maspero, este último repasó los años argentinos de Jacques y su muerte.

Disparates

Dijo que “habiendo contraído un enfermedad en las minas, y habiendo sido recogido por nativos del país, se había casado con una muchacha muy hermosa, pero muy salvaje, que sólo sabía montar a caballo. Las tribulaciones matrimoniales que el filósofo tuvo con su centaura lo precipitaron al vino de la zona, un vino que contiene tres cuartos de agua de vida y que le produjo un ataque de delirium tremens. Tras el ataque, se escapó de su casa, se refugió en una pequeña ciudad, donde se creó un colegio especialmente para él. Pero allí, un buen día, fue recapturado por su esposa, volvió a beber y finalmente murió de un segundo ataque de delirium tremens”. Copiamos la traducción del trozo publicada por Patrice Vermeren, en 1998; parece más ajustada que la de El Orden de Tucumán, de 1892.

Estos disparates decía el egiptólogo Maspero, quien conocía la Argentina y había publicado el estudio “Sobre algunas singularidades fonéticas del español hablado en las campañas de Buenos Aires y de Montevideo”.

¿Asesinado?

Hay más. En 1889, su amigo y coautor Jules Simon decía, según la Revue de Famille: “¿Y mi pobre Amadeo Jacques? Partió pagando con gran trabajo su pasaje de proa y contando con algunos rudimentos de español y su respetable aspecto. Llegó a Montevideo y no halló cómo dar lecciones. Empleó sus últimos centavos en comprar un aparato fotográfico y recorrió el país comiendo con él al hombro cuando Dios quería. Su muerte fue aún más triste que su vida. ¿Lo asesinaron? Era un gran escritor y un filósofo del mayor mérito”. El diario tucumano El Orden publicó también la traducción de este trozo, el 24 de mayo de 1892.

He visitado varias veces la Recoleta, para tomar fotografías de estatuas y anotar fechas. Me he detenido siempre en la tumba de Amadeo Jacques. No lleva cruz: es una pirámide truncada que remata en un cantero y tiene fijadas varias placas. Creo que en una consta que allí están también los restos de su hija Francisca, quien lo encontró muerto en 1865, y que fue después una muy prestigiosa profesora. En cuanto a su esposa Martina Augier, se casó de nuevo en 1869 con Rafael de la Plaza, hermano del presidente Victorino de la Plaza. Tuvieron por lo menos un hijo, Rafael.

Fuente La Gaceta

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