La Presidente lo hizo de nuevo. Como en su reaparición en La Rosada después de la primera vuelta electoral, ahora, en la re-inauguración del Polo Tecnológico, Cristina Kirchner volvió a exhibir su estrategia: reivindicar el modelo, sus logros y los de su marido, y ningunear al candidato propio mientras ataca al de la oposición para hacerlo crecer.
Hasta el momento en que fue ungido como único candidato del Frente para la Victoria, si Daniel Scioli tenía una importante imagen positiva entre sectores independientes, ello se debía en buena medida a que era blanco pasivo del desprecio -cuando no de violentos ataques- del kirchnerismo puro y duro. Esa diferenciación instalada en el imaginario público era su principal capital y lo que le daba ventaja sobre otros posibles candidatos oficialistas.
Pero Cristina Kirchner ya no lo ataca más. Todos sus dardos están dirigidos hacia el candidato de la oposición. Cada crítica a Mauricio Macri se traduce en más votos de las franjas medias y de sectores no encuadrados políticamente que anhelan un gobierno «tranquilo», que no quieren padecer más la omnipresencia mediática de funcionarios chicaneros ni mucho menos seguir soportando las monsergas presidenciales vía cadena nacional.
Se anhela una etapa que se podría llevar muy bien con el carácter y la personalidad que se le atribuía a Daniel Scioli. Pero hete aquí que el candidato oficial es menos Scioli que nunca –al revés de lo que prometió- y el lugar de víctima lo ocupa ahora Mauricio Macri. Peor aún, el propio gobernador bonaerense se sumó al pelotón de atacantes.
Las personas beneficiarias de subsidios, planes y empleos estatales ficticios, a las que se dirige el discurso de la militancia kirchnerista tras la primera vuelta –y con un frenesí acorde a su desesperación-, ya votaron en su mayoría a Daniel Scioli. Tal vez por genuino agradecimiento y no por el miedo al cual se apela con escasa consideración hacia su dignidad.
Pero no es ésa la franja en la cual Scioli necesita convencer, sino entre quienes optaron por otro candidato opositor que surgió y creció políticamente como contradictor de Cristina Kirchner.
Paso a paso hacia el hundimiento final
Ahora bien, el proceso de ser «menos Scioli que nunca» no empezó ahora. Fue casi un plan deliberado de Cristina Kirchner. En etapas.
Un primer hito fue la fórmula. La elección de Carlos Zannini como candidato a vicepresidente fue una obra maestra del maquiavelismo: desde ese momento, se instaló la teoría del cerco, que demostró ser resistente a los argumentos más racionales, como que el régimen argentino es hiper-presidencialista, que el primer mandatario es el que tiene la lapicera y que el vice está dibujado, etcétera… Ni la experiencia en carne propia de Gabriel Mariotto, vicegobernador de Daniel Scioli que también fue designado por el dedo malévolo de la Señora, sirvió para contrarrestar el cepo de tener a un personaje del riñón K en la fórmula.
Luego vino la funesta resolución de la interna bonaerense. A Cristina, el dedo que le sirvió para investir a Zaninni, bajar a Florencio Randazzo de la presidencial y vetar otras precandidaturas bonaerenses no le alcanzó al parecer para hacer lo propio con Aníbal Fernández y consagrar directamente a Julián Domínguez u otro. Una tropa verticalista como la que la sigue no hubiera protestado. Sin embargo no lo hizo.
Hay políticos que pueden ser buenos operadores o funcionarios relativamente eficaces. No por ello son buenos candidatos. En particular si cargan con el desgaste de varios años de exposición pública. Es lo que pasó con Aníbal Fernández.
Su mala performance en la provincia de Buenos Aires disimula la de otro salvavidas de plomo, algo menor, que Cristina le alcanzó a un Scioli ya medio hundido: el de Axel Kicillof como cabeza de la lista de diputados en Capital Federal.
Luego vinieron las cadenas nacionales a repetición en las semanas previas a la veda electoral. La futilidad de los motivos acentuaba la intencionalidad provocativa.
A las candidaturas impresentables, se sumaron otras ofensas menores hacia el candidato finalmente ungido, como el veto a Gustavo Marangoni –uno de los más sinceros promotores de la campaña de Scioli -, figura mucho más potable que otros precandidatos a jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, al que un obediente Jorge Landau, apoderado del PJ, no dejó inscribir por orden de la Jefa.
Ya cumplida la tarea de potenciación de la candidatura de Mauricio Macri, en su último discurso, Cristina Kirchner evocó el 2001; no una vez, sino varias, mostrando su juego. «Y ahora estoy preocupada. Porque la ciudad tuvo tres jefes de Gobierno. Dos se candidatearon a presidente y uno fue electo. Y ése que fue electo, en 1999, se tuvo que ir en 2001 en helicóptero, dejando muertos. Estoy preocupada de que en 2015 alguno que tenga esa misma visión y venga del mismo lado pueda también llegar a sentarse en el sillón de Casa Rosada», dijo.
Y remató: «Yo sé como viene la mano después: vienen todos histéricos gritando que se vayan todos».
Tras autoelogiar una vez más su gestión, pidió: «Que nos reconozcan estos logros, no para que nos voten, que voten a quien quieran (sic)».
Digamos que la lógica hubiese indicado un: «Voten a Daniel que es la garantía de la continuidad de esta política». Pero no lo dijo.
Por el contrario, bajándoles el precio a todos, Scioli incluido, siguió: «No van a elegir entre San Martín y Belgrano porque no están. (…) Hay que elegir entre dos modelos de país. De esto se trata lo que viene: debate de ideas, de modelos y de en qué país queremos vivir».
Un discurso que hace acordar a esos colores engañosos que generan interminables discusiones: unos ven amarillo donde otros ven verde. ¿Pidió o no Cristina el voto para su fuerza? Fue deliberadamente ambigua, con la intención de quedar al margen del desastre –»a mí me votó el 54 por ciento»- pero también por si Daniel Scioli lograra, pese a ella, revertir la tendencia.
Va por el filo de una cornisa de la que la realidad la puede hacer caer muy fácilmente.