Por Gonzalo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO
Jueves III de Pascua
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan (6,44-51)
«Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió; y yo lo resucitaré en el último día. Está escrito en el libro de los Profetas: «Todos serán instruidos por Dios». Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí. Nadie ha visto nunca al Padre, sino el que viene de Dios: sólo él ha visto al Padre. Les aseguro que el que cree, tiene Vida eterna.
Yo soy el pan de Vida. Sus padres, en el desierto, comieron el maná y murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que aquel que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo».
Palabra del Señor
Introducción
Hermanos y hermanas: ¡buen día para todos! Hasta ayer, hemos dejado que el Evangelio de Juan ilumine uno de los misterios de nuestra fe: la Palabra de Dios que dirigida a nosotros en la Sagrada Escritura. Como cierre magnífico de aquella primera parte de la catequesis sobre el Pan de Vida, diremos que así como el Hijo ha sido el único en ver al Padre y testimoniarlo con toda su persona, escucharlo a Jesús es escuchar al Padre. Esta fe que tenemos es la que nos ilumina el camino hacia la Vida Eterna.
Hoy, comenzamos una segunda parte, de la catequesis: el Pan de Vida que nos entrega Jesús: su propio Cuerpo y su propia Sangre en el sacramento de la Eucaristía.
El Pan
Los cristianos profesamos una verdad de fe, que es una de las más importantes y centrales: Jesús está presente en el pan consagrado por un sacerdote, en cuerpo, sangre, alma y divinidad.
A este sacramento lo llamamos Eucaristía, porque es la acción de gracias que elevamos al Padre, por el Hijo y en el Espíritu Santo. También se lo llama Comunión, porque es el pan que compartimos todos los que profesamos la fe en el Señor. Incluso, se llama fracción del pan, como le gusta decir a San Lucas en su Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, pues el gesto que se hace de partir el pan eucarístico se ha mantenido como un sello característico de la celebración: es el pan que se parte y se reparte.
En este sacramento eucarístico hallamos el cumplimiento de la promesa del Señor: “El pan que yo les voy a dar es mi carne, para vida del mundo” (v. 51), y también: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
Este es el Pan Nuevo, no como lo esperaban los judíos que escuchaban a Jesús. De hecho, todo el capítulo sexto de este Evangelio de Juan, hace un paralelismo con todo lo que Moisés había obrado en el desierto, cuando el pueblo entero había clamado a Moisés que le diera de comer, y Dios les había concedido el maná. Sin embargo, ese maná era solamente para saciar el hambre corporal, y una vez que los israelitas pudieron comer frutos en la tierra cercana a Jericó, no volvió a aparecer nunca más.
Ahora, no es Moisés el que intercede para que pueblo tenga pan, sino que es Dios mismo quien lo entrega. Pero, además, no es un pan cualquiera, que desaparecerá de un momento a otro; sino que es Dios mismo quien se entrega en apariencia de pan; de un pan que no se agotará nunca y será para siempre, no solamente nuestro compañero, sino también el norte de nuestro camino.
El Santísimo Sacramento
De hecho, porque Dios está presente en ese sacramento admirable, lo llamamos Santísimo Sacramento, porque no solamente contiene la gracia, sino al autor de la gracia. Es el mayor tesoro que tiene la Iglesia, a tal punto que los primeros santos recomendaban cuidar las migajas como si fueran virutas de oro: ni siquiera la más mínima partícula se podía perder.
Este Sacramento es el que celebramos en la Santa Misa, presidida por un sacerdote o un obispo; y es también el que adoramos en la Hora Santa. A lo largo de estos dos días, profundizaremos sobre estos dos grandes acontecimientos de nuestra vida cristiana.
¡Mañana continuamos!