Por Facundo Gallego
En aquellos días, mientras se dirigía a Jerusalén, Jesús pasaba a través de Samaría y Galilea. Al entrar en un poblado, le salieron al encuentro diez leprosos, que se detuvieron a distancia y empezaron a gritarle: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!».
Al verlos, Jesús les dijo: «Vayan a presentarse a los sacerdotes». Y en el camino quedaron purificados. Uno de ellos, al comprobar que estaba curado, volvió atrás alabando a Dios en voz alta y se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra, dándole gracias. Era un samaritano.
Jesús le dijo entonces: «¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?». Y agregó: «Levántate y vete, tu fe te ha salvado».
Palabra del Señor
Comentario
Hermanos y hermanas: ¡feliz domingo! Que la paz, la caridad y la fe de parte de Jesucristo, el Señor, esté ahora y siempre con todos nosotros; y que la Virgen María nos lleve de la mano hasta el Cielo. ¡Amén, amén!
Hoy, estamos celebrando el vigésimo octavo domingo del tiempo ordinario, con una gracia muy grande, además. Hoy se cumple un nuevo aniversario de la última aparición de Nuestra Señora de Fátima en Portugal. ¡Gran día para celebrar no sólo el amor de Dios sino también el amor de nuestra Madre María!
En esta oportunidad, la Iglesia nos propone meditar juntos un fragmento del Evangelio según San Lucas, que los biblistas llaman genéricamente “sobre los diez leprosos”. Esta escena es una verdadera invitación a vivir la fe como una verdadera fuente de gratitud para con un Dios que nos salva y nos entrega toda clase de bienes.
Confines (vv. 11-3)
Narra este pasaje del Evangelio que, mientras Jesús se dirigía a Jerusalén para entregar su vida y resucitar por nosotros, pasó por el límite entre Samaría y Galilea.
Como sabemos, Galilea era la provincia de Jesús, allí se encontraba su lugar de origen,
llamado Nazaret. En el inicio de su vida pública, el Señor no predicó en otro lugar que no fuera Nazaret y Cafarnaúm (Lc 4,16.31); sin embargo, su fama se había extendido por toda la región (Lc 4,14). Durante un tiempo, permaneció y predicó en ese pequeño y apartado rincón del mundo conocido; hasta que un día “se decidió firmemente en ir a
Jerusalén” (Lc 9,51) para ser entregado a sus verdugos, quienes habrían de darle muerte
en la Cruz.
Sobrevinieron algunos días de caminata, en los que había enviado setenta y dos discípulos (Lc 10,1-16) y les había felicitado porque “sus nombres estaban escritos en el cielo” (Lc 10, 20); y hasta había proclamado parábolas tan hermosas como la del “buen samaritano” (Lc 10, 29-37) o las tres parábolas de la misericordia (Lc 15, 1-32); había enseñado a orar a sus discípulos con el Padrenuestro (Lc 11, 1-4) y había enseñado a sus discípulos a perdonar y a servir con humildad desde la fe, pequeña como un gran de mostaza (Lc 17, 3-10).
A partir de este momento, Jesús ya no se encuentra en territorio amigo. Samaría era una provincia hostil a los judíos. Ellos se mostraban siempre mal dispuestos a ayudar y dar posada a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén, por eso se buscaba evitar el territorio, bordearlo, caminar lo más cerca posible del Río Jordán para evitar contacto con los samaritanos. Este detalle no es un detalle menor: se retomará más adelante. Baste ahora con señalar que en ese límite entre Samaría y Galilea, Jesús se encuentra con los diez leprosos.
La lepra, para los judíos, era cualquier enfermedad de la piel. De hecho, un vistazo al capítulo 13 del libro del Levítico, en el Antiguo Testamento, nos da la pauta de que se consideraba lepra todo tumor, erupción, mancha, úlcera, quemadura, calvicie o manchas en la cabeza. El sacerdote levita, es decir, quien ofrecía los sacrificios en Israel, debía examinar estas afecciones y decretar la impureza del enfermo. Se consideraba que éste había pecado grandemente para recibir el castigo divino de la lepra. Su pobre norma de vida era bastante cruel: debía ir por las calles gritando “¡Impuro, impuro!”, cubrirse totalmente le cara y vivir aislado de toda la sociedad (Lv 13,45-46). Por eso, se entiende que no es casual que una decena de leprosos vivieran en una frontera de provincias palestinas, alejados de todos los demás hombres y mujeres, echados a su suerte, viviendo de limosnas y privados de todo contacto humano.
Curación (vv. 13-14)
Estos leprosos, acostumbrados ya al desprecio de la gente, gritaron desde lejos: “¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!” (v. 13). Un Padre de la Iglesia llamado Teofilacto, nos deja ver lo hermoso de este pequeño versículo: “esperan desde lejos como avergonzados por la impureza que tenían sobre sí. ¡Creían que Jesucristo los rechazaría también, como hacían los demás! Por esto se detuvieron a lo lejos, pero se acercaron con sus ruegos. El Señor siempre está cerca de los que le invocan de verdad.” Pensemos: ¿nos sentimos heridos por el pecado? ¿Nos consideramos tan pecadores y tan llenos de miserias, y nos pesan tanto nuestras culpas y dolores del alma como para no gritarle a Dios: ‘¡ten compasión de nosotros!’? Entonces recordemos bien esta escena: Jesús no se asquea ni rechaza a estos pobres hombres que imploraban curación. Gritémosle bien desde lejos, desde el fondo de nuestra miseria tan humana y tan pecadora: “¡Jesús, ten compasión de mí, que soy un pecador!”; y Él mismo comenzará a obrar su misericordia en nuestras almas.
Retomando el relato del Evangelio, Jesús les ordena que vayan a cumplir con la Ley de Moisés: presentarse al sacerdote para que constate las curaciones. El libro del Levítico, en su capítulo 14, prescribía que los que se curaban de la lepra, debían volver a presentarse al sacerdote para que éste comprobara la purificación, hiciera unos ritos y unos sacrificios de expiación y de acción de gracias para reinsertar al otrora leproso en la sociedad. Por eso, Jesús mismo había enviado ya al leproso de Galilea (Lc 5,12-14) a que se presentara al sacerdote levita y le hiciera la ofrenda por su purificación, para que le sirviera de testimonio de curación.
Mientras ellos iban caminando, comprobaron que su lepra había desaparecido: Jesús había obrado en ellos y los había librado de su “castigo”.
Gratitud (vv. 15-19)
De los diez leprosos, uno era samaritano. Se desconoce el origen de los otros nueve. Pero el detalle no es menor. Habíamos dicho más arriba que los samaritanos odiaban a los judíos; pero Jesús tenía un concepto diferente de estos paganos. En la parábola del capítulo 10 de Lucas, Jesús describe la caridad que practica un samaritano con un hombre al que ni siquiera conocía, pero que lo veía derribado y golpeado, a punto de morir. Además, Jesús mismo se sienta a la vera de un pozo y le pide a una samaritana que le dé agua para saciar su sed, pidiendo que le practique la caridad en vez de discutirle sobre el verdadero lugar de adoración a Dios (Jn 4,1-42).
Este samaritano, pues, regresa contento y lleno de gratitud a postrarse frente a ese galileo que lo había curado de su lepra. Había descubierto que de nada valía ir con los sacerdotes judíos para que verificaran su purificación: ¡Jesús ya la había obrado! Por eso, acordándose de sus culpas, avergonzado, alegre, lleno de temor, colmado de gratitud y humildad… con toda esa mezcolanza de sentimientos, llega hasta Jesús, al trote y dando gloria a Dios con gritos y lágrimas.
Jesús es determinante: “el único que vino a dar gloria a Dios es este extranjero” (v.18) que había reconocido la divinidad de Jesucristo, y no los que siguieron su camino. Así, el samaritano demuestra que tenían una gran prontitud para recibir la fe.
Nosotros también estamos llamados a esto: a reconocer las maravillas que Dios obra en nosotros y por nosotros. En medio de nuestras dificultades y problemas, siempre tenemos a Dios presente en nuestras vidas, buscando llamar nuestra atención para sacarnos a flote de las aguas que a veces nos llegan hasta el cuello. Sobre todo, es deber nuestro reconocer esas pequeñas “curaciones” (a veces, enormes) que Dios nos ha regalado. ¿Quién no ha vencido un pecado con la gracia de Dios? ¿Quién no ha podido salir de una situación angustiante o desesperante gracias a la oración?
Invitación
La invitación para esta semana es tratar de hacer una pequeña lista espiritual con todos los favores que Dios nos ha concedido y nos va concediendo a lo largo de estos siete días que tenemos por delante. El primero de ellos debe ser el don de haber sido bautizados.
El bautismo es la “primera curación” que Dios ha hecho en nosotros: nos ha limpiado del pecado original y nos ha regalado el don de la fe. Jesús la dice al samaritano: “levántate y vete, tu fe te ha salvado.” A nosotros también, Jesús nos ha dicho lo mismo el día de nuestro bautismo: la fe en la que has sido bautizado, la fe de tus padres y padrinos, la fe de este sacerdote… ¡la fe de la Iglesia!: esa es la fe que te ha salvado. ¡Cuántas gracias debemos darle a Dios por habernos hecho hijos suyos por este sacramento admirable! Ojalá que todos estos días, al levantarnos, podamos decirle al Señor: “Gracias te doy por haberme hecho cristiano, por permitirme ser hijo del Padre, hermano de Cristo, templo del Espíritu Santo.”
¡Feliz domingo para todos!