“¿Ustedes piensan que la gente se va a olvidar de mí?”.
La pregunta brotó varias veces de la boca de Diego Maradona, y repiqueteó en los oídos de su círculo íntimo. Lo revelaron, por ejemplo, su hermana Ana y su ex abogado Matías Morla durante su visita a Esquina, Corrientes hace unos días. “Diego siempre preguntaba si el pueblo lo iba a querer para siempre”, subrayaron.
La inquietud lo perseguía a Pelusa incluso después del reconocimiento en continuado que representó su gira como director técnico de Gimnasia La Plata por los estadios del país.
“Los homenajes, en vida, maestro”, era una de sus máximas, aunque seguramente, desde donde esté, se habrá emocionado con la multitudinaria despedida que le dedicaron los fanáticos en cada rincón del mundo al que llegó su magia con la pelota.
Esa sensación de que el lazo que había construido con el pueblo, con los fanáticos que hoy ya son sus fieles, podía quebrarse era uno de los pensamientos que atormentaban al ex capitán de la Selección durante los últimos días antes de su muerte. “Una de las cosas que mejor le hacían era cuando los chicos, que por ahí no lo habían visto jugar por un tema de edad, le demostraban su admiración. Eso para él era una caricia, porque se daba cuenta de que había trascendido más allá de las generaciones que pudieron seguirlo en una cancha”, cuenta alguien que lo acompañó en los últimos años.
En algún punto, la raíz del temor radicaba en que el campeón del mundo en México 1986 sabía que dibujaba sueños con la pelota. Y en los últimos tiempos, por los achaques físicos y la operación en su rodilla derecha, solo podía hacerlo con el pizarrón, desde el banco de suplentes. Quizá nunca llegó a tomar dimensión del tamaño de su legado futbolístico. Y lo mantenía siempre a mano, cerca de sus ojos, en el “altar” que había armado en una de las paredes del salón principal de su casa en el barrio privado Campos de Roca, en Brandsen.
El “altar” no refiere precisamente a algo religioso. Es el nombre que su círculo íntimo le había puesto al espacio que Diego decoraba con recuerdos especiales. Fotos históricas, con sus padres, doña Tota y Chitoro (a los que añoraba profundamente); cuadros, óleos y dibujos que le regalaban fanáticos y artistas; hasta una réplica de la Copa del Mundo, que representaba la envidia de todos los que llegaban a su hogar o la veían en alguna imagen. Sin embargo, pocos tenían la posibilidad de tocarla.
Lo contó Fatura Broun, arquero y referente de Gimnasia La Plata: “Una vez, Diego me mandó una foto de él en el sillón de la casa con la Copa del Mundo. Nunca me quiso decir cuánto pesaba, porque decía que iba a usar esa información para algún chanchullo mío”.
El altar era una de las maneras mediante las que mantenía vivo el fuego de su vínculo con la gente. Una forma íntima, la autocaricia. La otra: las redes sociales. Mucho se dijo en este tiempo respecto de cuánta incidencia tenía en las publicaciones de su cuenta de Instagram. Pero cada vez que quería expresar algo, tomaba el teléfono y lo pedía con un mensaje de audio a quienes le manejaban las herramientas tecnológicas.
Y estaba el cara a cara, claro; algo que la pandemia le quitó. El aislamiento fue uno de los factores que incidieron fuertemente en el bajón anímico de Pelusa. Mario García, su ayudante de campo en Dorados de Sinaloa, describió ese ida y vuelta que tenía con los aficionados en México. “Cuestionaba a los que se le acercaban a pedirle un autógrafo si no sabían de cuándo era la foto que le daban a firmar. Él decía estadio, rival, cuántos goles hizo… Creo que solo le faltaba la hora del partido. Así era Diego. No le negaba autógrafos a nadie, y menos su firma en las camisetas”, recordó.
Con los autógrafos, por otro pensamiento que lo atormentaba, Diego tenía un lazo oscilante. “Yo no voy a terminar como Gatica firmando autógrafos por guita en un bar”, repetía, como un dogma, a pesar de que su rúbrica ya se había transformado en símbolo, tatuaje, y hasta adornaba el parabrisas de uno de sus tres BMW coupé.
La comparación nace del epílogo del mítico boxeador, quien en su declive supo oficiar de RRPP en la cantina Nocaut, ofreciendo su leyenda para una firma o una foto. El Diez, que murió el pasado 25 de noviembre en la casa que alquilaba en el Tigre, logró gambetear aquel destino al que le temía, tal vez basado en aquella infancia de privaciones y sacrificios de sus padres para que a sus hijos no les faltara para comer.
“Pero no le tenía temor a volver a la pobreza; no pasaba por ahí esa frase, porque sabía de los bienes, cuentas y negocios que tenía, y sabía que dinero no le iba a faltar. Lo que no quería era ser una pieza de museo. Quería ser parte activa de la historia hasta su último día”, echa luz sobre la raíz de la sentencia una de las personas que lo escucharon pronunciarla.
De alguna forma, lo había conseguido: como orientador de Gimnasia, estaba otra vez en el concierto, sobre el escenario. Otra vez el COVID-19 apareció como villano: se lo quitó. Al tratarse de un paciente de riesgo, su presencia en las practicas se vio raleada. Y el partido amistoso frente a San Lorenzo, en el que tuvo contacto con Nicolás Contín (luego se confirmó que padecía coronavirus) hizo sonar todas las alarmas. Pero al mismo tiempo lo aisló más de su pasión. Y no le permitió seguir con la pluma en sus manos, escribiendo la historia, tal como deseaba con fervor.