Mauricio Macri terminó de consagrar el gradualismo como marca del Gobierno. Lo hizo en el Congreso, con un rechazo explícito a los ortodoxos de la economía y también a quienes lo critican por izquierda. Dicho como lo dijo, es un camino de ida. Las consideraciones económicas sobre esa definición pueden ser muchas, pero hay una, determinante, que es política y conlleva una prueba difícil: cómo sostener y dar respuesta a las expectativas sociales transitando un camino que, andando bien, es lento -gradual, precisamente- y no regala a menudo noticias para el festejo.
La idea del «cambio con gradualismo», según la expresión elegida por el Presidente, tiene un componente de lectura realista y otro implícito, que con demora y sin decirlo admiten algunos referentes del oficialismo. Se trata de exigencias o deudas políticas, en medio de un cuadro complejo en materia estrictamente económica. Existen datos para nada menores sobre mejoras de la economía, pero al mismo tiempo persisten elementos corrosivos; el principal de ellos, la inflación.
Hay un componente central que asoma contradictorio pero no lo es. El sostenimiento del gradualismo expone una decisión política, pero no es producto directo de las limitaciones políticas de una gestión que en las dos cámaras del Congreso carece de mayoría propia. El ejercicio de la búsqueda de acuerdos, en todo caso, ha funcionado con vaivenes pero de modo significativo. No es ese el punto. El motor de la decisión del Gobierno tendría en todo caso relación directa con la realidad más amplia de la sociedad.
La sustentabilidad social es un componente básico de la política económica en los procesos democráticos. Es un concepto bastante extendido en estos tiempos, con excepciones como las del puñado de economistas anclados en una ortodoxia inoxidable. El punto, en todo caso, es su alcance. Y los difíciles equilibrios, porque también esa sustentabilidad depende de otra, macroeconómica.
«Legitimidad política y sustento social», señala como partes sustanciales de la ecuación para sostener el gradualismo un ex legislador oficialista de largo recorrido político y formación económica. Aclara que parafrasea a un Nobel de economía y lo proyecta sobre el cuadro actual, en la perspectiva de los dos años que restan hasta el nuevo paso por las urnas.
La legitimidad política del Gobierno tiene reciente revalidación electoral. Y el sustento social –y más aún, su mantenimiento en el tiempo- es quizá el mayor desafío del gradualismo y, por consiguiente, de la gestión de Cambiemos.
Por supuesto, pasado el efecto electoral en el análisis interno, y recién entonces, en medios oficialistas empezó a hablarse de manera más o menos abierta sobre las dificultades y complejidades del camino restante. Como en casi todos los órdenes, el diagnóstico suele ser el primer paso. Y en este caso, se trataba de advertir que si bien el 2018 es un año no-electoral, nada indicaba que podía presentarse como un año de baja intensidad política.
Difícil, además, que la economía por sí sola cubriera las expectativas, sobre todo frente a los pronósticos de inflación sostenida por lo menos en el primer trimestre del año y a las planificadas alzas de tarifas. Hubo errores de cálculo.
Nada, sin embargo, es lineal. A contramano de lo que supone cierto lugar común en el análisis, la marcha cotidiana de la economía no determina mecánicamente los resultados electorales. O mejor dicho: no siempre un cuadro económico difícil, duro, determina derrotas para los oficialismos.
Lo registró Carlos Menen, también Cristina Fernández de Kirchner, en algún turno electoral. Hubo, claro, combinaciones de elementos: temor al cambio, reacciones conservadores frente a señales de crisis, apuesta a la recomposición, pésimas ofertas electorales de la oposición del momento. Distintas percepciones sociales.
En este último rubro, el de las percepciones, los factores que pesan suelen ser variados. Cambiemos se impuso en las últimas elecciones -consolidó y aumentó su proyección nacional- frente a una realidad económica que no daba para las celebraciones. Sin embargo, además de la polarización con el kirchnerismo duro y el agregado de un peronismo fragmentado, pesaron las expectativas.
Entre las muchas encuestas que circulan –algunas, de dudoso rigor-, el gráfico más estudiado por los principales funcionarios políticos de Macri es precisamente el de las expectativas, antes que los números sobre imagen.
En medios oficialistas, se admite la erosión sufrida en ese renglón, aunque según algunas fuentes es una curva que se ha ido frenando y se revierte. Hay otro dato significativo: las mediciones refieren a dos meses donde el Gobierno exhibió además escasa iniciativa política.
Macri inauguró el jueves la temporada legislativa con un discurso que apuntó a trabajar sobre ese terreno. Fuera de su conocido repertorio de argumentos a favor del optimismo, dio dos señales claramente políticas: la primera, el impulso a proyectos entre los cuales se cuentan algunos de efecto social previsible; y la segunda, un temario que globalmente debería generar acuerdos con la oposición, especialmente con el peronismo de los gobernadores.
El mensaje es evidente: evitar en la medida de lo posible los temas que puedan unificar a la oposición en el rechazado cerrado, con eje en los sectores kirchneristas. Casi, podría decirse, que en la misma línea de la energía puesta en las arenas gremiales para aislar a Hugo Moyano y el sindicalismo más duro.
El ejemplo que cuadra para la dinámica del Congreso y la relación con el sindicalismo es la decisión de desarmar la llamada reforma laboral. Desarticulada en varias iniciativas, sólo el proyecto sobre trabajadores informales fue incluido entre los anuncios del Presidente. La idea general de un blanqueo laboral tiene respaldo del grueso del sindicalismo e incluso de sectores empresariales. Por supuesto, habrá que terminar de negociar la letra chica.
Macri, además, y esta vez de manera personal, abrió la puerta al tratamiento de la despenalización del aborto. Destacó que está a favor de una discusión postergada largamente y reiteró que no está de acuerdo con los proyectos de interrupción legal del embarazo, apelando a la frase de la «defensa de la vida». Un giro nada feliz para destacar su decisión de allanar el camino al debate, un movimiento en sí mismo potente e inesperado.
Sin dudas, la despenalización del aborto se destaca en las primeras líneas de la agenda pública. Y, con menos relieve, otros puntos empujados por el Gobierno anticipan fuerte repercusión. El referido blanqueo laboral, la extensión de la licencia por paternidad y tal vez alguna norma sobre igualdad de género en materia salarial se anotaron en las propuestas presidenciales. También, las reformas del Código Penal y del Código Procesal, además del postergado proyecto de extinción de dominio para que el Estado recupere fondos y bienes perdidos a manos de la corrupción.
Las palabras estuvieron orientadas en la misma dirección. «Lo peor ya pasó», dijo Macri y volvió a la carga con la idea de que se están construyendo «bases firmes» para el crecimiento. Una horas más tarde, en un discurso más encendido, María Eugenia Vidal decía ante la legislatura bonaerense algo similar: «El cambio ya empezó, está pasando».
Por supuesto, las palabras no alcanzan, solas. La gobernadora bonaerense no ahorró en respuestas implícitas a la oposición dura, básicamente kirchnerista, y salió también al cruce de los gremios docentes de la provincia. La batalla sobre el inicio de las clases siempre tensa la cuerda: una prueba repetida con eje salarial pero con proyección más amplia.
La política y la recreación de expectativas se nutren no sólo de datos concretos, sino también de gestos, iniciativas y señales, algunas desafiantes y otras conciliadoras. Lo único no recetado es la inacción.