«Mi mamá estaba en un velatorio, acá mismo, en el Bajo Flores, cuando empezó a tener contracciones. Mi papá no pudo ir al hospital, hacía un tiempo que estaba preso. Así empieza mi vida», dice Lucas Velásquez. ¿Cómo sigue? Haciendo contorsiones para esquivar los estigmas con los que suelen cargar los hijos de presos: «Este también va a ser chorro», «de tal palo tal astilla», «que las manzanas podridas no pudran al resto».
Es que para Lucas, que ahora tiene 20 años, su destino no tenía por qué estar marcado por la herencia. Y ahora, cuando sale al pasillo del barrio con su contrabajo -acá al lado de la villa 1.11.14- se nota por qué tenía razón. Es el contrabajo con el que llegó al Teatro Colón.
Es lunes, son las 10 de la mañana y en los pasillos del barrio no hay nadie a la vista. Pero es verano y las piletas de lona -armadas de las puertas hacia afuera de las casas- son el sujeto tácito de los niños de vacaciones.
«Cuando era chico, las etiquetas me afectaban mucho. En la escuela decían: ‘Cuidá tus cosas que éste viene del Bajo Flores’; yo lo escuchaba. No entendía lo que estaba pasando en mi casa pero sí que cuando la maestra preguntaba: ¿De qué trabaja tu papá?, yo no sabía qué contestar», recuerda. Viviana, su mamá, lo interrumpe mientras sirve jugo con hielo: «Es que yo había vivido en una mentira. Yo me di cuenta de que mi marido no trabajaba en el correo recién cuando lo detuvieron».
Un compañerito del colegio -también hijo de padres que delinquían- le contó a Lucas que su papá robaba. Pero él no quiso creer: «Me gustaba la mentira, me gustaba pensar que teníamos los mismos problemas que los demás chicos. No sé, si les habían regalado la Play anterior y no la última, por ejemplo». Su papá quedó en libertad cuando él iba a salita amarilla pero siguió entrando y saliendo del penal, una y otra vez.
«Yo veía que mi papá no había tenido oportunidades ni contención, pero yo sí las tenía. Lo tenía a él, que a pesar de todo me quería. No era el chorro que muestran las películas, al que no le importaba nada. Yo además tenía el apoyo de mi mamá», dice Lucas. Empezó a leer compulsivamente -leyó a Kafka en primaria- y en séptimo grado se dio cuenta de que quería tocar un instrumento. Una chica del barrio le enseñó a tocar la batería, «pero no pudo seguir, tuvo que salir a trabajar, viste como es acá».
Hasta que alguien le dijo que abriera los ojos: a pocos metros de su casa, ensayaba una orquesta. Lucas se levantó a las 8 de la mañana, despertó a su mamá y fue a anotarse. Ahí se encontró, por primera vez, con un contrabajo. El instrumento se veía gigante en un chico de su tamaño.
Al año siguiente, se anotó en un secundario especializado en música por fuera del barrio, en Saavedra. «Empecé a vivir entre dos mundos. Volvía al barrio y les contaba a los chicos que me había convertido en músico pero ellos me decían: ‘¿y de qué vas a trabajar?’. Porque en estos barrios de emergencia trabajar es romperte la espalda, eso hacen los hombres», dice, y hace comillas con los dedos.
Un año y medio después de haber empezado a tocar, pasó algo imposible para «una manzana podrida». Diez adolescentes que estudiaban en el Proyecto de Orquestas Infantiles y Juveniles de la Ciudad fueron becados para estudiar en un prestigioso conservatorio en Berlín.
«Leyeron uno a uno los ganadores. El último era yo. No lo podía creer. Me tuvieron que agarrar el contrabajo porque casi me desmayo». A los 14 años Lucas conoció Alemania. Y en esa misma época, su papá -que ya tenía problemas con el alcohol-, se enfermó. A la vuelta, él y sus hermanos empezaron a desayunar y a almorzar en un comedor comunitario.
La música empezó a poner en notas lo que él no podía poner en palabras. Tocó una Elegía (un lamento) cuando murió su tío y tocó Bach en el velatorio de su padre, que murió hace 3 años. «Era como una canilla que había estado tapada. Con la música, todo lo que sentía, fluía», dice, mientras sus hermanos más chicos se asoman desde las cortinas que hacen las veces de puertas de sus habitaciones y lo escuchan con fascinación.
Lucas siguió contándole a los chicos del barrio que existía el «libre albedrío», que podían elegir otra cosa, «pero ya los habían convencido: tanto te machacan con que ‘el hijo del chorro va a ser el próximo el chorro’, que se lo terminaron creyendo».
No lo sabía pero el Teatro Colón ya había entrado a su vida años antes, cuando uno de sus profesores lo había invitado a ver «Onegin, el ballet», con música de Tchaikovsky. «Esa vez, mi mamá me puso un traje de mi papá, tuvo que achicarlo todo porque yo iba a la primaria. Recuerdo que iba al Colón y miraba para arriba, donde está la cúpula. Escuchaba a los chicos del coro y no sabían dónde estaban, sentía que eran ángeles que me estaban rodeando».
Hasta que, en 2015, alguien le insistió para que intentara entrar al Instituto Superior de Arte del Teatro Colón. «Yo misma -interrumpe su mamá- le decía que esas cosas eran para la gente de plata». Lucas audicionó mal y pasó un mes encerrado en esta casa, angustiado. Hasta que decidió pasar el verano entero estudiando: como las clases particulares eran caras (cuestan unos $500) tocaba, se grababa, se escuchaba, encontraba el error y volvía a hacerlo. Volvió a audicionar. A los 18 años entró al Colón.
A la derecha, Lucas, en el Colón con su contrabajo prestado.
En el Instituto se encontró con chicos «que no eran como yo». Muchos tenían contrabajos de 200.000 pesos, sus padres les alquilaban un departamento para poder estudiar en la Capital, sabían idiomas y tenían dinero para pedir comida. Lucas tenía un contrabajo chino prestado (de 20.000 pesos), se subía al 44 y lo bajaban: los choferes le decían «no pibe, con eso no. Pedite un flete o tomate un taxi». Llegaba tarde a clase porque caminaba para ahorrarse un pasaje y picoteaba de la pizza de los demás porque no tenía plata para cenar.
«Yo iba igual. A veces llegaba tarde o me cagaba de hambre, pero yo iba igual».
Volvía al Bajo Flores casi a la medianoche. Hasta que una noche, sucedió: le robaron el contrabajo. Su vida se puso todavía más áspera porque la Justicia acusó a la pareja de su mamá de haber cometido un delito para recuperarlo. «El día que cumplí 19 años terminé tirado ahí en el piso, con la bota de un policía sobre mi cabeza».
Seguía sin contarle a nadie lo que estaba pasando en su casa, ni siquiera cuando los profesores le decían «Lucas, sos un vago, estás siempre desconcentrado». «Pensá que había que llevarle plata a él, que estaba detenido y tuve que declarar en el juicio». Además, había que mantener a una familia en la que ya había cinco hermanos. Pero siguió adelante.
Viajaron a tocar a Brasil y se presentaron en el Teatro Coliseo con «El Lago de los Cisnes», dirigido por el bailarín Iñaki Urlezaga. Y están por salir de gira a Mar del Plata. «El esfuerzo no es físico, es mental, porque la cabeza te quiere comer todo el tiempo. Yo quiero ir a estudiar al conservatorio en Alemania o al de España y a veces mi cabeza dice ‘no, eso no es para alguien como vos, hasta acá llegaste’, porque uno tiene que tener plata y su propio instrumento, o conseguir una beca».
Por las dudas, Lucas ya se anotó en el Centro universitario de Idiomas de la UBA para aprender alemán. Y tiene el apoyo de la Plataforma NNAPES, que se dedica a empoderar a los hijos de padres encarcelados.
«Tanto ellos como la gente de las orquestas me cambiaron la vida: me mostraron que sí había otro camino. Quisiera que acá en los barrios las ONG pudieran estar más conectadas y que se capacite a las maestras para que no etiqueten a los chicos con padres detenidos. Siempre pienso en ese chico de la primaria que tenía a los dos padres presos. Hoy lo veo todo drogado, con una 22 en la cintura y me pregunto: ¿qué habría sido de su vida si no lo hubieran convencido de que estaba condenado a ser un chorro?».