¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?

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1941

Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO

Comentario al Evangelio del Domingo III de Pascua

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas (24,13-35)

Ese mismo día, dos de los discípulos iban a un pequeño pueblo llamado Emaús, situado a unos diez kilómetros de Jerusalén. En el camino hablaban sobre lo que había ocurrido. Mientras conversaban y discutían, el mismo Jesús se acercó y siguió caminando con ellos. Pero algo impedía que sus ojo lo reconocieran.

El les dijo: «¿Qué comentaban por el camino?». Ellos se detuvieron, con el semblante triste, y uno de ellos, llamado Cleofás, le respondió: «¡Tú eres el único forastero en Jerusalén que ignora lo que pasó en estos días!». «¿Qué cosa?», les preguntó. Ellos respondieron: «Lo referente a Jesús, el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y en palabras delante de Dios y de todo el pueblo, y cómo nuestros sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para ser condenado a muerte y lo crucificaron. Nosotros esperábamos que fuera él quien librara a Israel. Pero a todo esto ya van tres días que sucedieron estas cosas. Es verdad que algunas mujeres que están con nosotros nos han desconcertado: ellas fueron de madrugada al sepulcro y al no hallar el cuerpo de Jesús, volvieron diciendo que se les había aparecido unos ángeles, asegurándoles que él está vivo. Algunos de los nuestros fueron al sepulcro y encontraron todo como las mujeres habían dicho. Pero a él no lo vieron».

Jesús les dijo: «¡Hombres duros de entendimiento, cómo les cuesta creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No será necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?» Y comenzando por Moisés y continuando en todas las Escrituras lo que se refería a él.

Cuando llegaron cerca del pueblo adonde iban, Jesús hizo ademán de seguir adelante. Pero ellos le insistieron: «Quédate con nosotros, porque ya es tarde y el día se acaba». El entró y se quedó con ellos. Y estando a la mesa, tomó el pan y pronunció la bendición; luego lo partió y se lo dio. Entonces los ojos de los discípulos se abrieron y lo reconocieron, pero él había desaparecido de su vista. Y se decían: «¿No ardía acaso nuestro corazón, mientras nos hablaba en el camino y nos explicaba las Escrituras?». En ese mismo momento, se pusieron en camino y regresaron a Jerusalén. Allí encontraron reunidos a los Once y a los demás que estaban con ellos, y estos les dijeron: «Es verdad, ¡el Señor ha resucitado y se apareció a Simón!». Ellos, por su parte, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan.

Palabra del Señor

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo para todos! Que la alegría y la paz de Cristo Resucitado esté ahora y siempre con todos nosotros; y que la Virgen María nos lleve de la mano hacia el Cielo. ¡Amén! ¡Aleluya!

Hoy, estamos celebrando el tercer domingo del tiempo de Pascua: han pasado tres domingos desde aquel día de la Resurrección, en el que la Iglesia se ha revestido de luz brillante, y nos ha dado el signo de fuego de Aquel en el que todos vivimos para siempre.

A lo largo de la primera semana de Pascua, nos hemos ocupado de meditar sobre ese “gran domingo”, pues todas las lecturas nos hablaban de ese “primer día de la semana” en el que Cristo resucitó de entre los muertos. En la segunda semana, el evangelista San Juan nos ha acompañado en la meditación del misterio de nuestro bautismo: somos criaturas nuevas, hijos de Dios libres del pecado y libres para vivir el amor con los hermanos.

El viernes hemos comenzado un pequeño ciclo de catequesis sobre el Pan de Vida, iluminando este misterio de fe con los primeros versículos del capítulo seis de San Juan: la multiplicación de los panes. El pan se volvió signo de la presencia abundante de un Jesús no se cansa de repartirse entre los hermanos. Hoy, el Evangelio sobre los discípulos de Emaús, nos ayudará a profundizar un poco más sobre esta realidad tan hermosa y tan significativa para nuestra fe cristiana.

¿Acaso no ardía nuestro corazón?

Cuando hablamos del Pan de Vida, solemos remitirnos directamente al Pan Eucarístico, a la Comunión, a la Hostia consagrada que recibimos al comulgar de manos del ministro. Y a pesar de estar en lo correcto, nos quedamos cortos. La Iglesia, a lo largo de los siglos, “ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo, sobre todo en la Sagrada Liturgia.” (Dei Verbum 21).

La Iglesia nos enseña que hay que tener igual veneración a la Eucaristía como a la Sagrada Escritura, la Biblia, la Palabra de Dios. Por eso, cuando asistimos a Misa, participamos en primer lugar de la Liturgia de la Palabra: ministros lectores y el sacerdote se ocupan de proclamar la Palabra de Dios al Pueblo, tomada de algún pasaje de la Sagrada Escritura.

La Palabra de Dios es ese pan que se reparte en primer lugar: nuestra fe surge porque alguien nos  ha predicado antes la fe que ella despierta. Esta Palabra es capaz de hacernos entender la vida, el mundo, a los hermanos y a Dios de una manera nueva, en clave de amor y misericordia. Ella nos da una luz especial en nuestro camino de vida.

Miremos el ejemplo de los discípulos de Emaús: ellos conocían los hechos a la perfección, y le aseguraban a ese “forastero” que Jesús había muerto y que nadie entendía lo que había pasado. Le narraban lo sucedido con lujo de detalles. Pero hacía falta que Jesús, les fuera explicando “lo que decían de Él todas las Escrituras” (v.27). Solamente así, a la luz de un Dios que les habló al corazón, pudieron comprender en profundidad algo que les había tocado muy de cerca.

Como a los discípulos de Emaús, Cristo nos habla hoy también en su Evangelio: Él es ese pan de sabiduría cotidiano, que no puede faltar en la vida de un cristiano. Es ese desayuno que no podemos evitar, el almuerzo que nos fortalece para el trabajo, la merienda que nos hace compartir en familia, la cena que nos distiende y nos prepara para el día siguiente.

Ojalá que no nos pase como habitualmente sucede en las sociedades apuradas en las que vivimos: no nos  “salteemos las comidas”, no dejemos pasar mucho tiempo sin abrir la Biblia o escuchar las lecturas en la Misa. ¡Dios tiene un mensaje para nosotros, todos los días! Solamente hay que escucharlo con la fe en que lo que Dios tiene para decir en ese momento es una Buena Noticia dirigida hacia mí, hacia mi familia, hacia la Iglesia y hacia el mundo.

Lentamente, día tras día, podremos experimentar cómo la luz de la fe, la antorcha de la esperanza y el fuego de la caridad se encenderán dentro de nosotros, y podremos exclamar con los discípulos de Emaús: “¿Acaso no ardía nuestro corazón cuando nos hablaba en el camino y nos iba explicando las Escrituras?”

Invitación

La invitación para este día es hacer un firme propósito: meditar el Evangelio cotidiano. Puede ser por este medio o por cualquier otro, pero no dejemos de tener contacto con la Palabra del Señor. Preferentemente, abramos la Biblia: conozcamos cómo está ordenada, hurguémosla, leámosla. Lo más recomendable es comenzar por los Evangelios (y, a mi gusto personal, por el de Lucas, escribano de la Misericordia de Dios).

Que Él, el Maestro, el Verbo Encarnado, el Pan de Vida, sea quien nos guíe en nuestro camino; y que el Espíritu Santo nos dé la docilidad y el amor necesarios para escuchar al Sagrado Corazón de Jesús latiendo de amor en cada palabra de la Sagrada Escritura.

¡Feliz domingo! ¡Que Dios los bendiga ahora y siempre! ¡Amén!

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