Durante todo el domingo, las fotos que los venezolanos y algunos corresponsales extranjeros publicaban en las redes sociales mostraban colegios vacíos, inclusive aquellos donde debía votar el mayor número de electores. “Hay más filas en los supermercados y en las paradas de colectivos que en los centros de votación”, relataba una periodista de la cadena alemana Deutsche Welle. En algunas escuelas, las autoridades de mesa, sin nada para hacer, dormían sentadas al lado de la urna.
Por la tarde, encuestadores y dirigentes de la oposición señalaban que la abstención rondaba el 80%, pero, en la pantalla de Telesur, un José Gómez Fuentes con acento caribeño aseguraba que “vamos ganando” y, en su cuenta de twitter, el dictador Nicolás Maduro publicaba un video en el que se lo veía saludando efusivamente a una multitud invisible. Cuando en Caracas ya eran nueve y media de la noche, la sede del Consejo Nacional Electoral (CNE) permanecía en silencio. No había, más de tres horas después del horario de cierre de las mesas, ninguna información oficial sobre la participación –en rigor, la única cifra que importaba– o sobre resultados.
Mientras tanto, en nombre del gobierno, quien daba una conferencia de prensa era el ministro de Defensa, Vladimir Padrino López, vestido con uniforme militar y rodeado de generales. La pantalla colorida de verde oliva no parecía una escena típica de un país democrático en el que acaban de celebrarse elecciones. “Las Fuerzas Armadas estuvieron revisando el comportamiento de los venezolanos –dijo Vladimir– y fue una jornada exitosa, en la cual ha ganado Venezuela”.
Pero, seamos francos: en Venezuela no hubo elecciones. Los periodistas deberíamos revisar el uso que hacemos de determinadas palabras porque, a veces, la forma en la que nombramos un acontecimiento puede esconder la noticia que deberíamos contar. No podemos llamar “elecciones” a esa farsa que Maduro le mostró ayer al mundo.
Imaginemos, por un instante, que lo de ayer hubiese sido la final del mundial y el equipo favorito hubiese sido obligado a salir a la cancha con el arquero vendado y esposado, y cinco jugadores en vez de once, seleccionados por el DT del equipo adversario que, además, hacía de referí. Fue más o menos así que Maduro, que solo pierde en impopularidad con el golpista brasileño Michel Temer, fue “reelecto” con el 67% de los votos en un proceso casi tan transparente como las “elecciones” de Irán, Siria y la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires (UTPBA).
No era apenas un juego de cartas marcadas; en rigor, no había otros jugadores. Como periodistas, debemos llamar a las cosas como son. Una elección es otra cosa.
Maduro, la mentira de competir contra sí mismo
No participaban, ayer, los principales candidatos de la oposición, porque algunos están presos y otros inhabilitados por la justicia del régimen. Los principales partidos de la Mesa de Unidad Democrática (MUD) fueron prácticamente ilegalizados por no haber participado de la Constituyente trucha que Maduro inventó para reemplazar al Parlamento, que tiene mayoría opositora desde la última vez que hubo una elección de verdad y el gobierno la perdió por paliza.
Sin oposición, con las reglas de juego manipuladas y la autoridad electoral controlada por el partido de gobierno, lo de ayer fue un golpe para extender el mandato del presidente por seis años más y hacer de cuenta que lo decidía el pueblo. Sería imposible que Maduro ganara en las urnas con una inflación que el año pasado fue de 2616% (este año podría superar el 10 000%), un PBI que cayó 15 puntos en 2017 y una situación alarmante de desempleo, pobreza, desabastecimiento, falta de remedios, represión y violencia.
Henri Falcón, el único dirigente opositor –un exchavista– que se prestó a ser el candidato adversario de Maduro en la farsa de ayer, tal vez haya creído que, excluidos los políticos más populares, podría haber un vuelco masivo al voto útil (su consigna era “Con tu voto, se va”) que le diera una inesperada victoria. En 1988, después de 15 años de una sangrienta dictadura, Pinochet permitió la realización de un plebiscito para decidir su continuidad, en el que parecía imposible que fuese derrotado, porque había diseñado las reglas a su gusto y tenía todo el aparato estatal y las fuerzas represivas a disposición, como Maduro. Sin embargo, con una participación del 97,53% de los electores, la victoria del “No” al tirano fue de 55,99% y Pinochet tuvo que dejar el poder poco más de un año después. No era imposible.
A la hora en la que los centros de votación debían cerrar, la situación era desesperante: no había votado casi nadie. El CNE comenzó a ganar tiempo, manteniendo las escuelas abiertas. Y, hasta las diez y media de la noche, no había un único dato oficial. Finalmente, a esa hora, la titular del consejo electoral, Tibisay Lucena, con su característico uniforme cuasi militar, subió al podio para anunciar, en pocos minutos que había votado el 46% del padrón –una cifra bajísima en comparación con el 79% de la última elección presidencial, en 2013 –pero muy superior a la que calculaban la oposición y observadores independientes– y que Maduro estaba reelecto con el 67%, un total de 5.823.728 votos de los 20.759.809 de electores habilitados. Si esos datos -para nada creíbles- fuesen ciertos, significaría que apenas el 28% de los venezolanos apoyaron la reelección del presidente. Pero ni eso parece ser verdad.
La información oficial, sin mayores detalles, fue dada verbalmente por la funcionaria. Habría que confiar en su palabra, y Lucena prometió que después, en algún momento, pondrían la información completa en la web. El candidato Henri Falcón, al que ni siquiera le dibujaron una derrota digna, denunció fraude y dijo que no reconocía esos resultados. El resto de la oposición ya había advertido tiempo atrás que la elección era una farsa y la mayoría de la comunidad internacional tampoco la reconocerá.
Queda claro también –lo digo con mucha tristeza– que la Venezuela bolivariana camina a ser, en los años venideros, el Muro de Berlín de la izquierda latinoamericana del siglo XXI. Una tragedia política que pagarán muy caro aquellos que continuaron aplaudiendo como focas al dictador cuando ya no podían decir que no sabían lo que estaba pasando.
Algunos aún lo hacen, y dan vergüenza ajena.