Enmudecí. No conseguí escribir una línea más. Este libro, en el que estaba poniendo entusiasmo y trabajo, fue la primera víctima de mi mudez. Una bala en la sien del fiscal Alberto Nisman impidió su informe ante los diputados en el Congreso Nacional sobre las investigaciones que sustentaron su gravísima denuncia contra la Presidente, el canciller Héctor Timerman, el diputado Andrés Larroque, el piquetero Luis D’Elía y el líder de Quebracho, Fernando Esteche, «por encubrimiento» del atentado contra la Asociación Mutual Israelita Argentina, la AMIA.
En el discurso público invocamos la muerte con insultos, agresiones verbales, ofensas y descalificaciones personales, pero frente a una muerte real, dramática, misteriosa como la del fiscal Alberto Nisman, me quedé sin palabras. Nos pasó a muchos. Mudos e impotentes ante la inevitabilidad del futuro con el que nos amenazamos siempre. La arrogancia de creer que tenemos control sobre el devenir nos paraliza por el temor sin la confianza en la vida, que siempre es más pródiga. No existe en la historia un ADN que fatalmente nos determine, pero tampoco erradicamos lo que nos desquició. Los espías del Estado no se subordinaron a la democracia. Desde el poder se mató simbólicamente la reputación de aquellos que osaban ejercer sus derechos a decir, opinar, criticar y oponerse a un gobierno que se apropió del Estado como un botín de guerra y nos alineó de manera irresponsable en la dialéctica amigo-enemigo.
La bala que mató al fiscal Nisman fue, también, un tiro por elevación al Congreso de la Nación, en ese momento en su receso de verano y que permaneció cerrado pese a que los legisladores de la oposición tratamos de conseguir su apertura para una sesión especial. En su lugar, el Club Político Argentino, una organización integrada por personalidades de prestigio, nos reunió en la sede de un sindicato de los organismos de control del Estado. En aquellos días, la mayoría de los dirigentes de la oposición desfilamos por la Asociación de Magistrados para reafirmar nuestro compromiso con la Justicia independiente. Gestos de doble valía.
La necesidad de expresar la solidaridad y la preocupación por una muerte que estremeció las bases democráticas pero, a la par, desnudó la fragilidad institucional. La muerte del fiscal al que el presidente Néstor Kirchner le había encomendado investigar el mayor atentado terrorista de lademocracia, el de la AMIA, debería haberse instalado en el Parlamento, donde dialogan las fuerzas políticas de un país.
Sus puertas cerradas silenciaron, asimismo, el desamparo y el desasosiego de la sociedad. Un símbolo, también, de la impotencia política. Una vez más, los argentinos caminábamos peligrosamente hacia nuestro peor enemigo, nosotros mismos. La muerte del fiscal Nisman, un magnicidio de los tiempos democráticos que nos retrotrajo como fantasmas a ese infernal círculo de violencia política. Tan parecido a sí mismo en su matriz de impunidad y mentira. Miedo por que los jueces no puedan hacer justicia por todos nosotros y garantizar procesos jurídicos, libres de extorsiones, para que la verdad y la justicia no desaparezcan en farsas jurídicas de impunidad. El gobierno pareció acorralado en su propio relato: conspiraciones, culpas afuera y la doble muerte del fiscal, asesinado también por las descalificaciones y sospechas sobre su vida personal. La insensatez nos terminó arrastrando.
Cuanto más nos alejamos de los tiempos del terrorismo de Estado menos audible se hace aquel grito de «nunca más» que como consigna de esperanza inauguró la democracia. Fuimos más lejos que nadie en la condena de la dictadura, lo que no significa, hoy lo sabemos, que el Estado terrorista se haya reconvertido en un auténtico Estado de derecho
democrático.
Vivimos como normal que nuestros teléfonos estén «pinchados» o que se hagan «operaciones» de prensa. La nefasta herencia de los tiempos de oscuridad que tiene en la voladura de la AMIA la brutal metáfora de lo que supimos conseguir: la impunidad, el autoritarismo y el asesinato político.
La muerte del fiscal Nisman sacó a la luz lo que vive en las sombras, los espías del Estado al servicio de los gobernantes y no subordinados a las leyes de la democracia que, precisamente, protegen al ciudadano de la prepotencia del Estado.
Reina el pragmatismo, exaltado como virtud política, que cancela el debate público. Así sucedió con la desafortunada imposición del «Memorándum de Entendimiento con Irán», legalizado en el Congreso por la mayoría oficialista, deslegitimado por el rechazo de las víctimas, por las organizaciones judías y por la oposición política. Eso es fruto de una práctica autoritaria, personalista, de las decisiones, tomadas entre cuatro paredes, que favorecieron el crecimiento de los aventureros que se arrogan ser portavoces de lo que nadie ve ni escucha, ya que la comunicación presidencial depende más de la isla de edición de los propagandistas de su gobierno y su persona que de aquellos que deberían ser su mayor preocupación: los argentinos.
Sin embargo, el impacto por la muerte del fiscal Nisman lanzó a las calles a miles de personas que en una verdadera procesión cívica marcharon bajo la lluvia, en un silencio atronador, heredero de la mejor tradición pacífica de un país movido a muerte. Ahí estaba la parte de la ciudadanía que no se resigna a que la desconfianza y el cinismo nos desentiendan de lo que nos pertenece, las cuestiones públicas.
Allí donde el poder es arrogante y los ciudadanos se aíslan, la política queda en manos de los aventureros. Nuestra herida democracia se construyó sobre silencios: el de los pañuelos blancos que increparon al poder cuando la mayoría tenía miedo; el que mientras el sol se escondía tras las montañas de Catamarca, en una mezcla de marcha cívica y procesión, rugía sin palabras por el crimen de María Soledad; el que levantó las cámaras fotográficas en recuerdo de José Luis Cabezas. El silencio que calla para no gritar. Cuando las palabras no dicen porque gritan, lastiman, mejor es el silencio, para no ahondar peligrosamente esas trincheras que algunos intentan construir. El silencio también es una expresión de sabiduría. Porque como dice el refranero popular, a los bueyes se los une por los cuernos, a los hombres, por las palabras. Pero cuando las palabras matan porque amenazan, cuando lastiman, agreden, odian, es mejor hacer silencio.
Cuesta argumentar sobre lo obvio. Cada una de las descalificaciones con las que se nos intentó amedrentar son una muestra de lo que advertimos hace ya tanto tiempo, el carácter antidemocrático de un gobierno que confundió Estado con gobierno, invocó los derechos humanos e ignoró la universalidad del derecho a manifestar; criticó la dictadura pero despreció la democracia. Si la marcha por la muerte del fiscal Nisman unió a los opositores, ¿cuál es el problema? Calificar la expresión ciudadana como delito fue la mejor confirmación de que vivíamos bajo un régimen antidemocrático. En cada descalificación personal apareció descarnada la cultura autoritaria de comisarios políticos que patrullaban ideológicamente lo que pensábamos o hacíamos.
–La Cámara Federal rechazó el pedido de la DAIA para que se reabra la causa por la denuncia de Nisman
–Germán Moldes, sobre el rechazo a reabrir la denuncia de Nisman: «Hay que desratizar el poder judicial»
Pero si estas descalificaciones no resisten los principios democráticos que legitiman los derechos, el hecho de que se invocara tanto al golpismo entraba en el orden de la psicología, la teoría del inconsciente que sostiene que proyectamos, ponemos fuera, todo lo que deseamos. Ante tanta invocación del golpismo que nos atravesó como mal histórico, parecía que se lo deseaba, que se buscaba la interrupción de lo que, después de doce años de gobierno, era pura responsabilidad por esa cuesta abajo en la rodada de la popularidad, de los desmanejos de la economía, pero sobre todo por haber desatado lo que creíamos haber dormido, el odio entre hermanos, vecinos, amigos: el que grita «Viva la Patria» pero quiere matar al compatriota, ese otro que vive bajo el misterioso cielo del destino compartido pero al que le negamos su igualdad ante la ley, sostén filosófico jurídico de la democracia.
Los argentinos ya aprendimos que las crisis económicas se superan con años, pero las crisis de violencia nos consumen generaciones enteras. Observo que los que fuimos víctimas directas del terrorismo de Estado no insultamos. Porque el dolor es más fuerte que la ira, aprendimos que ese buscar poder para conseguir una sociedad mejor desemboca siempre en una preparación para la guerra, la propia, la más dañina. Esa «violencia cómoda» que mata en nombre del dogma, como sucedió con tantos revolucionarios de cartas abiertas que sostuvieron ese poder en lugar de increparlo.
En vez de invocar tanto el golpismo deberían haberle puesto el entendimiento a ese silencio que rugía en las calles. No fuera que aquellos que se dicen perseguidos de la dictadura cargaran sobre sus conciencias la persecución de los demócratas que solo claman por vivir en paz.
Ojalá la indignación a tiempo evite las furias y los llantos posteriores. Los argentinos, finalmente, debemos reconocernos también en ese silencio que sobreviene tras las muertes y nos obliga a redimensionar la vida. Como sucedió con la dictadura que nos vivificó la idea de democracia, tan ajena a la tradición populista de la política. La muerte de Alberto Nisman debería servir para reafirmar el rumbo democrático.
Paradójicamente, fueron el terrorismo de Estado, el miedo, los secuestros y los desaparecidos los que al inicio de la democracia nos hicieron intuir que la salvación política estaba en la división de los poderes que se controlan mutuamente y en los derechos humanos que nos protegen de la prepotencia del Estado. Si la democracia naciente le debe mucho al silencio de aquellas mujeres que eran inicialmente unas pocas, el silencio por la muerte del fiscal Alberto Nisman, multiplicado en los miles de corazones que marcharon bajo la lluvia un mes después de su muerte, nos augura un camino definitivo a la democracia. Siempre y cuando sepamos que la violencia es incompatible con el sistema de las libertades y la pacificación.
Fuente: Infobae