Peteco y los otros en Jesús María

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PETECO. Marcó la diferencia en Jesús María (LaVoz

Hacía falta un inicio como el de anoche, un momento de música, folklórica pero moderna, osada pero arraigada, vibrante y por ende capaz de decir cosas. Después de un jueves tirando a chato, que recién remontó en intensidad y agite al final con Soledad, la noche de viernes tuvo un comienzo inmejorable, gracias a Peteco Carabajal. Secundado por una banda poderosa y con matices, integrada por Daniel Patanchón (guitarra), Juancho Farías Gómez (bajo), Homero Carabajal (guitarra), Ricardo Carabajal (percusión) Martina Ulrich (batería) y Andrea Leguizamón (violín), el santiagueño desafió la lógica de los festivales, ese credo que indica que en estos territorios conviene ir a lo seguro y abusar de la generosidad del público, y usó en cambio su tiempo para presentar los temas de El viajero, su último disco. Comenzó cuando todavía la televisión no había encendido sus reflectores, paró unos minutos para dar lugar al rumoroso rito de la apertura y el inicio de la transmisión, enseguida volvió al escenario para seguir cantando. Recién al final de su actuación habló, apenas para saludar, presentar a sus músicos y despedirse con gatos y chacareras que encontraron bailarines en distintos puntos de las plateas.

Cintia Mariel con un repertorio litoraleño, Los Diableros de Orán con uno salteño y un partido de pato, deporte tan nacional como raro, por parte de suboficiales de la Gendarmería Nacional de Jesús María, señalaron la continuidad del programa.

El público numeroso que poblaba las tribunas -se vendieron casi 10 mil entradas- aplaudía a apreciaba lo que sucedía en el campo y en el escenario. Pasada la una de la madrugada Carlos Franco desparramó adjetivos para presentar al grupo Markama, que dio un toque latinoamericano útil para hablar de variedad. Apenas iniciada la actuación del conjunto Mendocino, después de los clásicos Señora chichera y La bolivianita, un periodista riojano subió al escenario con una bandera que decía «El famatina no se toca». Los músicos, sin inmutarse ni mostrarse sorprendidos, adhirieron al reclamo. Enseguida comenzaron las corridas de algunos agentes de policía hacia la parte trasera del escenario para indagar sobre lo sucedido y comenzaron las discusiones entre las distintas partes de la «seguridad» sobre por qué pudo llegar hasta el escenario una persona ajena al festival. Sea como sea, queda claro que si el Famatina no se toca, menos aún se toca la libertad de expresarlo.

El final de la noche sería todo riojano, con Sergio Galleguillo, una especie de apostol de la chaya. Galleguillo es de los que logra una intensa comunicación con el público, sabe qué fibras tocar y las toca. Cantó lo que se le conoce, con ese estilo enfático, de trazo grueso, y ornamentó su actuación con una labia afilada. Entre el palabrerío, leyó la geografía emotiva que se enunciaba en los carteles del público y también se refirió al Famatina en varios momentos de su actuación. «Estoy con el pueblo de Famatina y no con los oportunistas», dijo como para fijar su posición mientras bajaba a cantar al campo de la jineteada, hasta llegar al pie de las tribunas que están del otro lado del escenario. La transmisión televisiva terminaba y Galleguillo seguía haciendo bailar a los que se habían quedado. «El Famatina es vida y no se toca», repitió el riojano antes de irse.

El humor de Jorge Tisera llegaba en la noche que se diluía y trasladaba lo que quedaba de sus posibilidades a la región bolichera, detrás del anfiteatro. Una noche que al final resultó atractiva, que distribuyó emociones variadas. No deja de ser una buena fórmula para una noche festivalera: el inicio para escuchar y el final para bailar.

Fuente: La Voz del Interior

 

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