Carlos Carabajal solía caminar de su casa, ubicada en calle Alberdi, hasta su querido barrio Los Lagos para ver a su madre. Sus pasos jamás fueron apurados, al contrario se tomaba el tiempo para pensar y hasta para charlar con algún conocido.
En su casa reinaba la sencillez, nunca hubo grandes lujos, sí muchos platos en la mesa porque a parte de la familia siempre llegaba alguien al que se le hacía un «lugarcito».
En las siestas o a la hora de la oración (como se decía antes) se escuchaban los acordes de su guitarra en el quincho; melodías que muchas veces tenían como «jurado» a grandes personalidades del folclore como Jacinto Piedra, Juan Carlos Carabajal, Pablo Raúl Trullenque y miles más. De allí surgirían muchos de los temas que hoy conforman el denominado Cancionero Popular Santiagueño.
La vida para Carlos estaba marcada por la música, pero su familia era sumamente importante. El pilar sin dudas fue su eterna compañera Zita quien se encargó de sus hijos, de su hogar y hasta de evaluar sus obras.
Nunca se sintió el «Padre de la Chacarera» como lo había bautizado su amigo Carlos Saavedra, en La Banda era un vecino más, el padre de Graciela, Peteco, Enry, Demi, Roxana, Valeria y del resto de sus nietos.
«Me gustaría que me recuerden como un tipo bueno, al que le gustaba cantar chacareras» supo declarar a la prensa al momento de presentar su último trabajo discográfico.
Sin dudas se lo recuerda por haber sido uno de los organizadores del «Cumpleaños de la Abuela», fiesta que hizo junto a sus hermanos para homenajear a su madre María Luisa y que sin planificarlo le regaló a La Banda un encuentro cultural y turístico que crece año a año.
También fue creador, junto a su hermano Agustín, de un festival que supo ser el más importante de la provincia «La Chacarera» en un escenario que recibió a los más grandes folcloristas del país.
Carlos Carabajal pasó por esta vida dejando huellas, aromas, melodías, chacareras. Se fue un 24 de agosto, a la hora de la oración para que lo despidan con una vidala; hasta el Señor San Gil vino desde su Sacha Pozo al ritmo de los bombos a agradecer por su escondido; los lapachos florecidos le hicieron un cordón a su paso y las guitarras sollozando le dijeron adiós.
Hoy se lo recuerda como el quería y se lo siente fuerte en el pecho porque «un adiós nunca mata un cariño, no mata una pena, no mata un querer».