«Estoy muy contento. Después de tantos años de trabajo, hacer una obra y que te dé placer subir al escenario y ver además la reacción de la gente, es muy gratificante», dice Rodolfo Ranni por su protagónico en Aeroplanos, Entre Ríos.
La obra de Carlos Gorostiza transcurre entre anécdotas, bromas y confidencias, donde dos entrañables personajes con sesenta años de amistad transitan el temor a la muerte, la pérdida de la independencia y la esperanza de disfrutar sus últimos años de vida.
«Aeroplanos» se presenta hasta el 31 de Marzo en el Teatro Centenario, en Colón, Entre Ríos.
—¿Cómo sos como amigo?
—Soy un muy buen amigo. Soy un gran anfitrión de mis amigos. Los quiero mucho, me preocupan. Soy muy leal.
—¿Qué preferís que digan tus compañeros de trabajo: que sos un gran profesional o un gran tipo?
—Y… lo bueno es que digan las dos cosas (risas). En general tengo muy buena relación con mis compañeros, sé que me quieren y yo los quiero. Siempre te llevás mejor con uno que con otro, o tenés más afinidad o compartís cosas. En general tengo muy buena relación, me respetan y me quieren mucho.
—¿Tenés amigos adentro de la industria?
—No, muy pocos. No viví la parte social de mi profesión. En general yo trabajaba y mis amigos no tenían nada que ver con mi trabajo.
—¿Por qué elegís seguir trabajando?
—Uno no puede dejar de trabajar en esto. Yo podría dejar de trabajar si fuera ferretero, pero el trabajo del actor es hasta que uno se muera.
—Alguna vez dijiste: «Me hice actor para ganar guita, pero me equivoqué».
—Sí, sí, totalmente. A mí me gustaba muchísimo cantar cuando era chico, y de hecho me gusta todavía. Tiene que ver un poco con mi historia, con la llegada al país con mi familia. Al año de estar acá muere mi padre, yo soy el hermano del medio y Dios me mandó al teatro para contenerme. Mi fantasía era volver a mi pueblo (Trieste, en el norte de Italia) importante, conocido, brillante; y con guita. Entonces dije: «¿Qué hago: canto o me hago actor? Primero me voy a hacer actor y después, si quiero, canto, porque los actores ganan mucha guita». Y Dios me mandó el teatro. No era vocación artística. «Me voy a hacer actor», decía, como si fuera fácil, ¿no?
—Querías volver a Europa con plata.
—Claro (risas). Me quería hacer la América.
—¿Y ganaste mucho dinero?
—No. He vivido bien, he mantenido bien a mi familia, a mis hijos, pero nada más. Pero de verdad, porque la gente fantasea con lo que los actores ganan fortuna. De pronto tenés un éxito y hacés diez años de teatro; sino, trabajás como todo el mundo.
—¿Con los años volvió a aparecer la fantasía de volver al pueblo o ya hiciste propio a éste país?
—El país me hizo propio. Hay gente que me dice «Tano» y no sabe que soy italiano. Soy muy porteño. De hecho, me crié en el barrio de Retiro.
—¿El primer lugar al que llegan es a Retiro?
—Sí. Llegamos a Retiro a la casa de un tío mío, hermano de mi papá.
—Vienen después de la Segunda Guerra Mundial, tras 35 días en barco.
—En el 47 llegamos. Sí, exactamente, después de la guerra.
—¿Qué quedó de ese nene que vino escapando de un presente durísimo?
—Sí, la post guerra es lo peor de la guerra porque la guerra hasta casi es divertida. Con mi hermano, cuando había bombardeo salíamos a la vereda y mirábamos cómo caían las bombas. A la mañana uno se levantaba, y desde la ventana de mi cuarto veíamos los cadáveres flotando, y uno no sabía si eran alemanes, si eran yugoslavos, si eran beduinos. Después venían los prisioneros, los tenían atados con cadenas y nos mirábamos. Y tengo una imagen: yo no me olvido nunca de ese tipo, unos prisioneros alemanes atados, barbudos, y nosotros los mirábamos; yo tenía siete años, ocho. Siempre me quedó grabada la cara de un señor, que ojalá se haya reencontrado, pero yo imaginaba que me decía: «¿Yo volveré a ver a mis hijos?». Me miraba con una cara… Pasaban esas cosas. Pero lo peor es la post guerra. Es terrible.
—¿Se curan esas heridas?
—Sí, la vida cura todo.
—¿Pero se deja de tener esas imágenes? Los cuerpos en algún momento se van.
—Sí. ¿Sabés qué pasa? Si vos nacés en eso es como que es normal. Vos preguntale a un chico de Afganistán qué es la palabra paz; no la conoce.
—Y hoy, ¿la felicidad por dónde pasa?
—Estoy muy bien mirando las gallinas (Ranni tiene un campo y es un gran amante de la vida allí). Estoy bien viendo a mis hijas que están bien en su vida; una que está embarazada, la otra que tuvo un bebé, que me agarró el abuelazo mal con este último nieto. Yo era cero abuelo y tengo trece nietos. Tenía la siguiente teoría: creo que hay gente que nace para papá, gente que nace para tío, gente que nace para amigo, gente que nace para padrino…
—Y vos, ¿para qué naciste?
—Yo nací para papá. Como papá era perfecto. Es más, cuando veía a amigos míos que me decían: «No, porque mis nietos me tienen…», les decía: «¿Cómo te pueden tener así? ¿Estás pagando culpas porque no les diste bola a tus hijos?». Pero sí, me agarró mal. Eso (de ser abuelo) me hace muy feliz.
—Entonces la felicidad hoy pasa por el campo, los hijos, los nietos.
—La felicidad pasa porque esté bien tu familia, tener trabajo, que tus amigos estén bien. Si un amigo tuyo pasa por un momento malo de salud, que se cure y se mejore, que esté bien.
-Gerardo Rozín dice que ustedes están en el club de las bermudas.
—Ah sí, sí, sí (risas). En bermudas a todas partes. A mí me resulta comodísimo. Si tengo que ponerme pantalón largo y zapatos para mí es un compromiso terrible, en contra de mi comodidad. Lo hago, pero me incomoda muchísimo.
—Para el casamiento de los hijos…
—Mi hija me permitió que fuera en bermudas, cosa que no hice. Como se casó en una quinta, me dijo: «Papá, si querés venir en bermudas, podés». Porque era muy informal el casamiento. Pero no. Un día estaba trabajando en Santiago del Estero, estábamos con mi mujer comiendo, y estaba Iñaki Urlezaga. Vino a saludarme. «Te quiero preguntar algo», me dijo. «¿Por qué usás bermudas? ¿Vos no querés crecer, o tenés un problema? ¿Vas al psicólogo?». Le digo: «No, me gustan las bermudas». La gente hace una fantasía con un pantalón. Es imposible.
—¿Pero eran amigos?
—No, no nos conocemos. Sabemos quiénes somos, pero se acercó a saludarme.
—¿Cómo estás viendo este momento donde hay muchos actores peleados entre sí por cuestiones políticas?
—No está bueno. Pero bueno, hay gente que toma posición. Vos viste lo que pasó en el Congreso el otro día; lo vimos todos
—En el Congreso afuera. Y también adentro, los que nos representan.
—Yo no me siento representado por ninguno de los que están ahí. Si esos son los representantes del Pueblo que lo único que hacen es insultarse y pelear, y yo soy eso, porque él es mi representante, yo soy eso, no… Yo no quiero ser eso, no quiero.
—¿Te parece que nos vamos a amigar entre nosotros?
—Es necesario que lo hagamos. Lo que pasa es que uno escucha siempre las mismas frases. Yo escucho, y todos dicen exactamente lo mismo. La Iglesia dice: «Hay que sacarles a los que más tienen»; se la escucho desde que nací, que fui monaguillo. Y acaban de nombrar a un obispo de Orán como administrador de cinco mil propiedades de la inmobiliaria del Vaticano. Estoy harto de escuchar siempre lo mismo y que la gente se pelee por cosas… Porque si yo tengo una idea y te quiero convencer a vos de algo, es hablando, pero si yo te quiero convencer prepoteándote, hablando de lo que vos hiciste mal, yo ya lo sé, como ciudadano yo sé, no me lo cuentes, solucionalo, viejo. ¿De eso van al Congreso a hablar? ¿A pelearse cada uno con el otro? ¿Insultándose de esa manera? No, no es así.
—¿Te acordás del peor trabajo de tu vida?
—Me crié en Charcas y San Martín. A mí, cuando me dijeron que veníamos a América pensé que era Nueva York…
—Vos pensaste que llegabas a Broadway.
—Claro, dónde están los rascacielos. Tuve la fortuna de vivir debajo del edificio Kavanagh. Yo era monaguillo en el Santísimo Sacramento, iba en patines desde mi casa hasta la plaza San Martín. En la esquina de Florida y San Martín había una librería y yo siempre que pasaba me compraba una galletita Tita, que costaba cincuenta centavos. Entonces pensé: «Si trabajo acá y me llevo una Tita no me la van a cobrar porque estoy trabajando acá». Entonces pregunto: «¿No necesitan alguien que trabaje?». Yo recién llegado de Italia, hablaba casi en italiano, nada más. Y me dice: «Sí, te puedo dar un trabajito, vení todas las mañanas». «¿Y cuánto me va a pagar?». «Te voy a pagar cincuenta centavos». «¿Y una Tita?», le digo yo. «Está bien, cincuenta centavos y una Tita». Entonces, al otro día voy y le digo a mi mamá: «Voy a trabajar en la librería». «¿Qué vas a hacer?». «No sé, me dijo que vaya, yo voy». Llego: «Hola, ¿qué tal?». «Ah, muy bien, vení que te voy a enseñar qué es lo que tenés que hacer. ¿Ves ese baldecito que está ahí? Bueno, como no hay baño acá, yo hago pis ahí. Todas las mañanas vos tenés que venir, levantar el balde y tirarlo en la alcantarilla». Ese fue mi trabajo. No sé si es tan feo, pero ese fue mi primer trabajo en la Argentina. Y yo todas las mañanas agarraba el baldecito y se lo tiraba en la alcantarilla.
—Un sinvergüenza.
—Sí, un sinvergüenza. Pero a mí me parecía un tipo simpático. De todas maneras no te asustes pero en muchos teatros, en giras, nosotros…
—Pero decime que no contratás a ningún nene para que te tire el baldecito.
—No, no lo contrato. Pero me pagaban cincuenta centavos y una Tita (risas), ¿qué me importaba a mí?
—¿Tenés ganas de hacer tele?
—Y… la tele no es más nuestra televisión. No es la televisión que hicimos nosotros en los 90 hasta el 2000. Y de los 80 a los 90, y de los 70 a los 80, con una gran creatividad, con grandes programas, grandes autores, grandes directores.
—¿Falta plata?
—No, yo creo que es mundial. Son modas. Antes, por ejemplo, no funcionaban bien los programas cómicos. Y de pronto hubo un tiempo que no habían programas cómicos, si salía un programa cómico y tenía éxito otra vez todos los canales ponían programas cómicos. Ahora parece que no prende eso porque hay grandes ficciones como «Un gallo para Esculapio» que está magnífico, y yo no veo que haya un movimiento. Se ha perdido un poco la mística televisiva. Nosotros grabábamos «Zona de riesgo», los lunes hacíamos exteriores y los martes hacíamos piso, grabábamos un programa de una hora y media en dos días. Y antes de eso «Nosotros y los miedos» y «Atreverse» los grabábamos en siete horas cincuenta. Si te pasabas, cobrabas encima. Entonces, todo había que hacerlo en siete horas cincuenta. Programas magníficos.
—¿Y ahora?
—Y ahora hay un estilo cinematográfico y eso ha depreciado un poco no sólo a los actores, porque antes pensar qué me iban a un poner un motorhome a mí para cambiarme… Nos cambiábamos en los baños.
—Con el balde.
—(Rié) Con el balde.