Sebastián Abad: «Se reactivó el mito de que el Estado es una máquina oscura, corrupta y fea»

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Una persona es contratada por el Estado. Como cualquiera, lleva sobre sus espaldas una experiencia previa, ideas, concepciones. ¿Es lo mismo haber sido empresario, militante barrial, árbitro de fútbol, académico especializado o, incluso, estrella de rock? ¿Cómo capacitarlo para que desempeñe correctamente su tarea? ¿Dónde y quiénes lo tienen que formar? ¿Hay un modo de pensamiento estatal que precise ser motivado? ¿Todo esto importa? Son algunas de las preguntas que se hace Sebastián Abad en El fantasma de la máquina (Editorial Hydra), un trabajo que intenta reactualizar un debate clásico de la política y que sale a la luz en un contexto particular, en la que se anuncian recortes del gasto público y del funcionariado del Gobierno nacional.

Sebastián Abad es licenciado en Filosofía y es director de Hydra Formación. Cuenta con una vasta experiencia en coordinar programas de capacitación para funcionarios del sector público y referentes del ámbito privado. Desde su rol de académico, le incomoda pensar los temas de la pelea política cotidiana sin una investigación sistemática detrás. Y advierte a Infobae que el desafío de fondo es reflexionar sobre algo tan persistente como el Estado cuando «dejó de ser el centro de la vida política» y aún persiste, en la sociedad, un sentimiento de rechazo vinculado a «lo sombrío, lo oscuro y lo corrupto» de las instituciones estatales y sus funcionarios.

— En uno de tus trabajos, mencionás que el Estado implica una subjetividad, unos modos de pensar y sentir. ¿Cuales sería esta sensibilidad bajo el gobierno actual? ¿Hay una sensibilidad de época?

— Aunque no son mi especialización estos temas de coyuntura, me parece que hay un reflujo y una desconfianza muy grande frente al Estado. Hay un sentido común en la sociedad que se hace más intenso en algunos momentos respecto de lo complejo, peligroso y oscuro que es el Estado. La experiencia de la dictadura militar es la piedra fundacional de todo esto. Cada vez que se reactiva la sensibilidad anti estatal, hay una conexión subterránea con el Estado como máquina de muerte. Y hay que tener mucho cuidado con cómo se tira de la piola de esa anti estatalidad, porque conduce inmediatamente al Estado como un lugar inhabitable. Nuestro trabajo es un intento por desactivar, aunque no negar, ese sentido común que hace imposible que una persona pueda alegremente querer trabajar en el Estado, porque siempre está chocando como si fuera una máquina oscura, corrupta y fea. Me parece que en este momento hay un riesgo de reactivar esa mitología, esta idea de que en el Estado hay posibilidades de hacer cosas ilícitas, aún cuando este sentimiento tenga un correlato en la historia real. Pero una cosa es la experiencia histórica, y otra es lo que hay que poner en juego para poder avanzar hacia un proyecto.

— Con respecto a esta percepción de que el Estado es una máquina «oscura», muchos han dicho esta idea de que el gobierno anterior se convirtió en «una banda» para robar o cometer delitos. Desde tu perspectiva de análisis, ¿te parece posible esto en un Estado moderno como el nuestro, o es una definición exagerada?

— Ya voy a tu pregunta, pero esto me recuerda a un texto de Borges muy significativo que quedó en el olvido titulado «Nuestro pobre individualismo». En ese texto, Borges dice que mientras un alemán como Hegel puede pensar al Estado como «la realización de la idea ética» o la representación de la forma de vida de una comunidad, el argentino lo piensa como una coacción externa de la que cual es mejor librarse. Es mucho más fácil pensar que el Estado como algo sucio y malo, que está fuera de mí. Creo que es una marca de la experiencia contemporánea sobre el Estado. Ahora bien, la cuestión empírica de si hay cinco o diez personas que robaron o no en esta coyuntura, creo que solamente tiene sentido si lo puede hacer desde un discurso preciso. No puedo hacer esa evaluación en el plano de la opinión.

— Las responsabilidades por la tragedia de Once, los hechos de corrupción política, el caso Santiago Maldonado y ahora la desaparición del submarino ARA San Juan. ¿Pueden entenderse como parte de este mismo sentido común que decís, que apunta al Estado como un lugar sombrío e inhabitable?

— Yo diría que estos ejemplos son casos objetivos de fallas graves en el funcionamiento del Estado. Entiendo que el sentido común anti-estatal es una construcción antigua, de muchas capas, como si fuera un palimpsesto, que como toda construcción es selectiva en su memoria e historización. Tal sentido común, si bien parcial y seriamente discutible, encuentra en estos ejemplos el alimento que le permite seguir vivo, y asignar al Estado lo malo y quedarse para sí lo bueno. Lo extraño de esta división es que el Estado, si bien es relativamente autónomo de la sociedad civil, surge y se reproduce históricamente a partir de ella. Si es así, ¿cómo puede ser que la sociedad sea buena y el Estado malo?

— Hay un clima de época liberal, que si bien estuvo presente en otros gobiernos, adjudica el rol al Estado como aquel que tiene que ayudar y «levantar las barreras» que permitan el libre desarrollo de la iniciativa individual y de las fuerzas productivas. ¿Tiene sentido esta retórica y estos objetivos en una sociedad donde el  «desarrollo» económico y social no son un realidad, y se tiende a exigir la presencia de un «Estado fuerte»?

— Estoy de acuerdo en que es una percepción liberal del Estado, pero no solamente. El pensamiento de izquierda también piensa que el Estado es opresivo y prescindible en el largo plazo para que la vida humana se organice de «una manera no alienada». Tanto en el pensamiento liberal o de derecha, como en el pensamiento de izquierda, creen que el Estado es un problema. Por un lado, unos dicen liberemos las trabas para que la actividad económica se realice, como si las fuerzas productivas a ser liberadas no requieran de un marco jurídico, que es algo que incluso los neoliberales más duros dicen. Del otro lado, el pensamiento crítico extremo plantea sacar las instituciones «para que yo pueda ser libre». Dice: «sacame la escuela, que yo voy aprender solo, no necesito un maestro;  sacame el hospital, porque los locos son un efecto de la alienación capitalista, sacame el ejército, porque podríamos vivir en paz».

Respecto de la liberación de las fuerzas productivas, y esto una opinión personal, una especialista italiana decía que el desarrollo emprendedor en Estados Unidos, como la empresa Apple, es el resultado de un enorme proceso acumulación e inversión previo en tecnología militar e informática del Estado norteamericano. Entonces, incluso el Estado modelo del capitalismo hace inversiones a riesgo, exploratorias, para que luego la economía se desarrolle desde lo privado. No entiendo como en la Argentina podríamos suponer que podría funcionar una mera «liberación de las fuerzas productivas» sin una estructuración estatal, pero no soy economista.

— En el libro, exponés que existen dos visiones opuestas sobre los funcionarios del Estado. Una que hace énfasis en el saber técnico, académico o específico que tienen que tener los funcionarios para que la maquina funcione. La otra, de que tiene que existir un compromiso militante. Sostenés que ninguna de las dos visiones sirve. ¿Por qué?

— Digo que ninguna funciona porque son puramente reactivas a su opuesto y muchas veces olvidan para quien trabajan. Muchas veces los académicos suponen (no lo dicen) que pueden trabajar en su tema o que el saber experto que han logrado los exime de cualquier explicación. Por su parte, la subjetividad militante cree que, por estar en la verdad, puede pasar del llano a la organización institucional del Estado sin pensar cuál es lugar y su tarea allí. Creo que ambas posturas, que finalmente son hermanas (como Caín y Abel), yerran porque no superan su particularismo.

— Con el gobierno de Mauricio Macri hubo una incorporación muy grande al Estado de gerentes del mundo privado. ¿Cómo analizás este proceso en particular? ¿El Estado realmente necesita este tipo de perfil de funcionarios «empresarios»?

— La idea de que el Estado tiene una dimensión técnica es un invento del siglo XVII. No estamos descubriendo nada, se dijo hace 400 años. A comienzos del siglo XX, Max Weber decía que la dominación moderna es de tipo racional y estatal. y que eso requiere de un conjunto de funcionarios capacitados con saberes actualizados y profesionales. En el caso concreto argentino, puede ser que la incorporación de estos perfiles genere irritación por su pertenencia de clase. Me puedo imaginar que, por los enfrentamientos profundos que hubo en nuestra historia, haya una inquina o tirria entre una sensibilidad defensora de lo popular o folclorizante, y una sensibilidad anti popular o aristocratizante.

En esta circunstancia, el tipo de reclutamiento que está haciendo el partido en el poder tiene que ver con afinidades, con un perfil de clase que coincide con quienes lo conducen. Con esto no estamos diciendo que hay un «Estado CEO». Que el Estado necesita competencia técnica está fuera de toda duda. Pero al mismo tiempo, el Estado tiene una conducción política, y la política no es una técnica que uno puede administrar como un saber aislado construido por algoritmos. En el mediano plazo, esto es la verdad de la milanesa. No hay un MBA para hacer política. Los reclutamientos, si se produjeron con personas de clases bajas, medias o altas, es irrelevante al final del proceso. Si Macri logra, habiendo convocado a CEO’s, una experiencia de gestión exitosa y el pueblo argentino lo vota, esta discusión va a pasar al olvido. Pero no pasará al olvido si sucede lo contrario.

Perón en su gobierno reclutaba mucha gente de las fuerzas armadas y de seguridad. En ese momento tal vez algunos militantes anarquistas pensaban «este general fascista estaba juntando todos sus cuadros del ejército, qué barbaridad». De eso no se acuerda nadie. De lo único que nos acordamos es del pueblo peronista vivando en el 50′ en la Plaza de Mayo.

— Algunos analistas políticos sostienen que es necesario que el funcionario del Estado sea neutral y tenga autonomía de los poderes fácticos o económicos. ¿No hay un riesgo de, como se dice ahora, haya «conflicto de intereses» o que los intereses particulares capturen al Gobierno?

— Toda persona que recién ingresa al Estado o a la política formó antes parte de alguna corporación económica o de la sociedad. Este interés previo, esta historia, lo puede condicionar. Esto, por supuesto, es mucho más intenso cuando la corporación es económica, pero también aparece en otras organizaciones sociales que tienen vínculos con el Estado, como las ONG’s. Creo que la dimensión funcionarial implica una distancia dentro de lo que se pueda y que hay que producirla políticamente, tanto simbólica como materialmente. Los agentes tienen que estar entrenados para ser «neutrales». Hay un trabajo enorme de formación por hacer, el problema es cómo se hace. Cuando esta neutralidad no se produce, hay instrumentos legales como la ley de ética pública para denunciar los conflictos de intereses. Pero creo que hay que analizar las circunstancias concretas y objetivas, y no verlo emotivamente. Para mí las personas que ocupan estas jerarquías tienen que construir institucionalidad estatal, y lograr que el Estado sea una plataforma de ejecución de una política que se mantiene en el tiempo, independientemente de los gobiernos.

— ¿Donde debería construirse esa distancia? ¿Es una función que deberían recuperar los partidos políticos o es una atribución del Estado y de sus institutos de formación?

— En el último libro hicimos un cuestionario y le preguntamos a un conjunto de conjunto de especialistas sobre cómo se formar un agente estatal. Uno de los puntos apunta a esta discusión. Yo veo que los partidos políticos, como dicen los viejos sociólogos, son formas de organización de la sociedad para acceder a los resortes del Estado. No le pediría a un partido político que sea el lugar central desde la que se arme la cabeza estatal, sino de la cabeza política. Tiene que haber en los partidos espacios en los que se preparen para entender el sistema judicial o el sistema educativo. Cuando algunas de las personas de los partidos llegan al Estado, cruzan el Rubicón, o como me gusta decir a mí, «cruzan el río Matanza». Y ese río es decisivo: ya estás en el «universal», porque ya no podés pensar solamente en qué vas a hacer políticamente, sino que tenés que gestionar un espacio que es representativo, que es una instancia superior a la sociedad civil. El Estado, en el sentido de la administración pública, es lugar que tiene que producir los cuadros que requiere la administración, mientras que los partidos políticos tienen que producir los políticos que puedan gobernar la sociedad.

— Actualmente, vuelven a resonar las ideas de que es necesario «modernizar» y «desburocratizar» el Estado. Por lo general, estos planes apuntan a reducir la planta y ajustar el gasto público. ¿Cómo analizas estas reestructuraciones de personal, desde tu perspectiva?

— No sé si se puede hablar en general de la modernización y la desburocratización. Diría dos cosas: que ambos procesos sólo se entienden y justifican a través del lineamiento estratégico que los subordina. En segundo lugar, no creo que pueda analizarse una política de reestructuración si no se la lee junto con una estrategia de desarrollo. Si ambas cosas van por separado o la idea de desarrollo no existe, entonces modernizar significa ahorrar. Y a veces ahorrar conlleva gastar el doble en el corto plazo.

— Con el cambio de gobierno en 2015, da la impresión de que fue más fácil de lo que se creía desmontar varias de las políticas de la gestión anterior. ¿Qué opinión tenés al respecto de este «péndulo»?

— Creo que solo está presente en algunas cuestiones coyunturales. Por ejemplo, los subsidios a las personas que no pueden acceder al mercado de trabajo, una política que no inició Cristina Kirchner, no solo continúan, sino que tienen más financiamiento. Uno podría pensar conspirativamente que el Gobierno es neoliberal y va a cortar todo eso, pero no lo cortó. Otro ejemplo clásico es la sensibilidad del PRO con respecto a los derechos humanos, que es sumamente irritativa por ser totalmente distinta a la que tenía el peronismo kirchnerista.  Y sin embargo, no veo que estén modificando los lineamientos generales. Por supuesto, hay voces en el oficialismo que quieren cortar el proceso de juicios de memoria, verdad y justicia, y algunos lo aprovechan, pero el museo de la ESMA sigue funcionando junto a otros espacios de memoria. De hecho, el secretario de Derechos Humanos se mudó y está trabajando desde la ESMA. Otro caso es en Educación, con un conjunto de retóricas muy irritantes que implica un choque de sensibilidades entre esta administración y la anterior, pero tampoco veo que haya una modificación real, pura y dura de la planificación y financiamiento. Para mí, el «péndulo» se verifica más en el plano emotivo que en el de las estructuras permanentes del Estado. La enorme tensión está en esa discursividad cotidiana.

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