«Seño Fer»: la historia de la mujer que cocina en un lavarropas para darles de comer a 60 chicos

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Fernanda acomoda el lavarropas en el pasto, pone una olla encima y, antes de salir a buscar leña para prender el fuego, se sienta a conversar con Infobae. Enteramente vestida de rosa, una nena aparece por atrás, le tapa los ojos y la hace adivinar. La nena es una de las 60 chicas y chicos que vienen a comer lo que la «seño Fer» les cocina en el lavarropas. Hambre no es lo único que tienen: esa nena tenía una hermana que fue abusada sexualmente hasta que, a los 11 años, se suicidó.

Fernanda Ludueña tiene 44 años, cuatro hijas y tres nietos. No es docente pero los chicos de Derqui le dicen «seño Fer» por el lugar que ocupa en sus vidas. Derqui es la parte de Pilar en la que no hay barrios cerrados ni céspedes prolijos sino calles de tierra, zanjas de agua podrida, familias indocumentadas y niños cirujeando. Nadie le paga a Fernanda para venir, ninguna gran empresa le hace una gran donación, ningún municipio aporta, siquiera, fideos sin marca.

«Yo siento que tengo que venir. No me da lo mismo, si no vengo capaz los chicos no comen», cuenta. «Hace dos meses llegué a no tener nada para darles. Llegaba acá y ellos no me decían: ‘¿seño, qué comemos hoy?’, me decían ‘seño, ¿comemos hoy?'». Viene desde hace nueve años, cuando en esta esquina no existía la casilla de madera y comían a la intemperie. Acá los chicos meriendan y cenan, todos los días; los sábados también almuerzan.

Pero no sólo se trata de comer. Acá ella pudo mirar un dibujo y sospechar que una nena estaba siendo abusada sexualmente. «Es que acá los chicos conviven con la violencia. Cuando llegué al barrio, los varones arrastraban a las nenas de los pelos y ellas se reían. Cuando una nena les gustaba ¿sabés que hacían? Les pegaban. Los chicos reproducen lo que viven en sus casas».

La de ella no es la clásica historia de la mujer que no tuvo de comer: Fernanda tuvo la exclusividad de ser hija única, fue a una escuela privada en Capital y su mamá la anotó siempre en extraprogramáticas. Fue ella, de grande, quien decidió venir al barrio en el que habitan «los nadies», dice. Y cita el poema del uruguayo Eduardo Galeano:

«Sueñan las pulgas con comprarse un perro/ Sueñan los nadies con salir de pobres/ que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte/ que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca/ ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen/ (…) Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada. Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos (…)»

Son chicos más propensos a sufrir la violencia policial, como cierra Galeano su poema: «Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata».

A Fernanda no le sobra el tiempo libre. Trabaja de mañana en una «casa de abrigo» (que funciona como refugio de mujeres y a donde llegan chicos que sufrieron alguna forma de violencia o están en situación de calle), y viene al predio por la tarde. De su sueldo sacó, por ejemplo, el dinero para comprar las pinturitas con las que maquilló a las nenas el Día del niño. De ahí también sale la plata para cargarles la SUBE a quienes van a ayudarla.

«Para muchos, lo que hago es una locura. Hay gente que vivió una época en la que el esfuerzo era suficiente, pero ya no es así, algunos han tenido oportunidades y otros no. Acá han llegado chicos sin saber leer, hijos de mamás que tampoco sabían leer», cuenta Fernanda, con tristeza.

Y sigue: «Son los nadies, son familias invisibles, personas que crecieron en el anonimato, sin dar un paso adelante. Nunca nadie les preguntó qué querían, qué les pasaba, con qué soñaban. A veces les pregunto a las mujeres cuál es su sueño y se quedan calladas. Creen que tener hijos es lo máximo a lo que pueden aspirar».

Fernanda pide, con un gesto, interrumpir la entrevista: alguien, en la puerta de la casilla, está buscando remedios para un chico. Fernanda le avisa a una de sus hijas, que viene al Barrio Toro a ayudarla con su beba en brazos. Quien también viene es su marido, que trabaja formalmente como técnico en refrigeración pero se dio maña para construir la casilla.

¿De dónde salió la idea de usar el tambor de un lavarropas para hacer el fuego? «La tomé de Manu, un vendedor ambulante del barrio. A él lo vi haciendo tortillas en un lavarropas para darle de comer a sus siete nietos. Así los mantiene, porque su hija murió apenas nació su último hijo», cuenta.

«Eso también hacemos acá. En aquel momento acompañamos a esa mujer porque le decían que no tenía nada y no la querían internar. Tenía cáncer en los huesos y metástasis. Murió un mes después de la internación. Ahora acompañamos a sus hijos, que se quedaron huérfanos».

A la noche, cuando todos hayan comido, Fernanda volverá a empujar el carro para que el lavarropas duerma protegido. Lo hará ella, aunque los chicos insistan en ayudar: «No quiero que lo hagan, no quiero que trabajen. Así después puedo darles charlas sobre los derechos de los niños para que sepan que está mal que un chico trabaje. Tienen que jugar e ir a la escuela, eso es todo lo que está bien».

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