La poeta y cantautora María Elena Walsh, inolvidable creadora de Manuelita y formadora del imaginario de varias generaciones de argentinos, fallecía hace un año, el 10 de enero de 2011.
Si bien estaba grande y enferma desde varias décadas atrás debido a un cáncer que la había retirado de la escena y obligado a refugiarse en la poesía, la narrativa y alguna columna periodística, se sabía que estaba allí, en su piso del barrio de Palermo, que seguía siendo testigo.
La historia había comenzado en Ramos Mejía, el 1 de febrero de 1930, cuando nació la hija del jefe de la estación del Ferrocarril del Oeste, una chica avispada criada por empleadas sajonas -su padre era irlandés- que pronto empezó a cultivar un mundo interior al que volvería durante toda su trayectoria.
Para ella, ese mundo infantil que traducía en sus canciones y poemas con un humor zumbón que nunca renunciaba a la poesía, fue el que nutrió una obra que despejó para siempre el arte y el teatro para chicos.
Hasta su llegada, las pequeñas plateas habían sido tratadas como hatos de imbéciles a quien había que hablar a los gritos y con vocalizaciones escolares, pero con la aparición de personajes como Manuelita la Tortuga o las canciones de Tutú Marambá y Dailan Kifki hubo un portazo a aquella tendencia.
Instalada en Capital, a los 12 años ingresó en la Escuela de Bellas Artes Manuel Belgrano -donde fue condiscípula de Sara Facio, su compañera de los últimos años, y otros futuros notables- y a los 15 publicó su poema «Elegía» en la revista El Hogar.
Tras la muerte de su padre, a los 17 sorprendió con el poemario Otoño imperdonable, que resultó segundo Premio Municipal de Poesía con un jurado que confesó no haberle dado el primero -entregado al reincidente Pedro Miguel Obligado- «por ser (ella) demasiado joven».
El volumen fue bien recibido por muchos mayores -Jorge Luis Borges y Pablo Neruda entre ellos- y en 1949 fue invitada por Juan Ramón Jiménez a su casa de Maryland, los Estados Unidos, aunque la convivencia con el autor de Platero y yo no fue lo plácido esperado.
Según el testimonio de María Elena, el español le hizo sentir que el grande y glorioso era él. «Cada día tenía que inventarme coraje para enfrentarlo, repasar mi insignificancia, cubrirme de una desdicha que hoy me rebela; me sentía averiguada y condenada», recordaba.
Entre 1951 y 1963 formó el dúo Leda y María junto a Leda Valladares, su primera pareja estable además, con la que recuperó gran parte del cancionero antiguo español y plasmó temas para los más chicos, en un periplo que abarcó San José de Costa Rica, París y el regreso a Buenos Aires.
De esa época son los álbumes «Canciones para mirar» y «Doña Disparate y Bambuco», que se convirtieron en espectáculos teatrales eternos, representados hasta hoy en muchos países, y canciones como Manuelita, El reino del revés, El twist del Mono Liso, La reina Batata.
Esos títulos dedicados al público infantil se mezclaron con otros para los mayorcitos, como los reunidos en el casi olvidado LP «Juguemos en el mundo» (1968), que incluía Los ejecutivos, Diablo, ¿estás?, El 45 y las entrañables Zamba para Pepe y Serenata para la tierra de uno.
La mujer que en la peor época de la Argentina moderna sacudió a todos con el artículo Desventuras en el País Jardín-de-Infantes (Clarín, 16 de agosto de 1979) nunca militó partidariamente pero siempre estuvo atenta al devenir político.
Aparte de sus posturas feministas y de definición sexual, que en su época se citaban en voz baja,Walsh se manifestaba hastiada por las pequeñas bajezas del mundo intelectual, donde se mezclaban las pequeñas almas con obras como la suya.
Otro elemento que la irritaba era la polarización que vivió desde 1945 con la dicotomía peronismo-gorilismo, al cual adhirió durante su juventud -«¿Te acordás, hermana, qué tiempos aquellos/ cuando el-que-te-dije salía al balcón?»-, aunque la realidad de los últimos tiempos le hizo dar un volantazo.
Se dice que en el universo de María Elena Walsh convivía un espíritu romántico casi dieciochesco y europeo con una picardía proveniente de esa niña que no habría dejado de ser, aunque su aspecto adusto y a veces distante intentara ocultarla.