“Ustedes tienen que renacer de lo alto”

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Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO

Lunes II de Pascua 

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan (3,1-8)

Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, que era uno de los notables entre los judíos. Fue de noche a ver a Jesús y le dijo: «Maestro, sabemos que tú has venido de parte de Dios para enseñar, porque nadie puede realizar los signos que tú haces, si Dios no está con él». Jesús le respondió: «Te aseguro que el que no renace de lo alto no puede ver el Reino de Dios.»

Nicodemo le preguntó: «¿Cómo un hombre puede nacer cuando ya es viejo? ¿Acaso puede entrar por segunda vez en el seno de su madre y volver a nacer?».

Jesús le respondió: «Te aseguro que el que no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne es carne, lo que nace de Espíritu es espíritu. No te extrañes de que te haya dicho: “Ustedes tienen que renacer de lo alto”. El viento sopla donde quiere: tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo el que ha nacido del Espíritu».

Palabra del Señor 

Intuición

Los cristianos hemos recibido el sacramento del bautismo. Algunos, siendo niños. Otros, siendo ya adultos. Pero algo es común e inevitable para todos: llegan los días previos y comenzamos a pensar en las invitaciones, souvenirs, gestiones para el local de fiestas, comidas, ropa, estipendio… A mí me gusta pensar que, detrás de todo este afán por que todo salga de la mejor manera, está la intuición cristiana de que el bautismo es algo importante. No nos parece simplemente un rito más, que viene de generación en generación; tampoco lo concebimos exclusivamente como un evento social, hasta con fotos publicadas en los diarios digitales. Nos parece también que el bautismo tiene su razón de ser en nuestras vidas, aunque no sepamos explicar bien el por qué.

Por eso, comenzamos hoy un pequeño ciclo de catequesis sobre los misterios más significativo de nuestra fe cristiana. En esta oportunidad, y a lo largo de estos días, dejaremos que el Evangelio según San Juan sea el que ilumine este sacramento tan importante para nuestra vida, y tan poco valorado por muchos de nosotros.

Nacer de nuevo

El Evangelio comienza con un diálogo muy interesante, donde Jesús recibe a un judío notable, llamado Nicodemo. Y le dice: “el que no nazca de nuevo no puede ver el Reino de Dios”. El notable, sin embargo, compara su lógica tan humana con la lógica divina: “¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?”.

En Nicodemo podemos ver reflejados dos grupos de personas: los que llamamos catecúmenos, que son quienes no han sido bautizados aún y se acercan a conocer a Jesús para iluminar las tinieblas de su mente y de su corazón; y también los bautizados que todavía no comprendemos a fondo el sacramento que hemos recibido.

El bautismo nos hace renacer de lo alto para ver el Reino de Dios. Cuando nacemos, todos sufrimos la esclavitud del pecado original, heredado desde Adán y Eva para todo el género humano. Por eso, antes del bautismo somos esclavos del pecado. Luego de recibir el sacramento, esa cadena que nos ata a la muerte eterna se rompe por la acción de Dios. De esa manera, no somos ya simples criaturas, sino verdaderos hijos de Dios, libres del pecado y libres para vivir la vida buena. El bautismo nos da una dignidad distinta: Dios es nuestro Padre, y tenemos derecho a participar de la herencia de Jesús, en quien todos somos hijos de Dios. Todos tenemos una herencia para cobrar en el Cielo.

Nacer del agua y del Espíritu

Ahora bien, este bautismo que recibimos es administrado por la Iglesia, que continúa la obra redentora de Cristo a lo largo de la historia y a lo ancho del mundo. En ella, un sacerdote nos llama por nuestro nombre de pila (pues nos acercamos a la pila bautismal), y nos derrama agua en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, mojando nuestra frente.

Los bautizados hemos nacido del agua, por eso, el antiguo símbolo bautismal era un pescado. Todavía hoy, algunas confesiones cristianas lo usan. El pez, según los santos de los primeros siglos, es signo de nuestra fe cristiana, porque nace en el agua del río, como nosotros nacemos a la fe en el agua bautismal.

Otro autor de los primeros siglos, llamado Tertuliano, decía: “Primero fue el pueblo liberado de Egipto que atravesando el agua escapó al poderío del rey egipcio; el agua sepultó al mismo rey y a todas sus tropas. ¿Qué figura más iluminadora del bautismo puede pedirse? Los que se bautizan son liberados del mundo y lo son por el agua; abandonan al demonio, su antiguo tirano, ahora sepultado por el agua.”

Además, el agua del bautismo es signo de la muerte de Jesús, en la que hemos sido bautizados, como explica San Cirilo: “Fueron conducidos de la mano a la santa piscina del divino bautismo, como Cristo fue conducido de la cruz a la tumba. Y entonces se le pregunta a cada uno si cree en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Y ustedes hicieron la confesión salvífica, e inmediatamente fueron sumergidos tres veces en el agua, emergiendo luego, para significar simbólicamente la sepultura de tres días de Cristo.”

Al bautizarnos, “bajamos ciertamente al agua bautismal llenos de pecados e impurezas, y salimos de ella llevando fruto en nuestro corazón, es decir, con el temor y la esperanza de Jesús en nuestro espíritu”, como dice una antigua carta cristiana llamada “de Bernabé»

En síntesis

El bautismo nos hace nuevos, nos hace renacer de lo alto, del agua y del Espíritu. Cuando se derrama el agua bautismal en alguien que pide ser bautizado, se la sepulta en la muerte de Cristo y se la resucita con la Resurrección del Señor. Por eso, no somos más esclavos del pecado, sino hijos de Dios, resucitados con Cristo para una vida nueva y eterna.

Y no olvidemos que el bautismo administrado por la Iglesia Católica es un verdadero bautismo cristiano, que se hace en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. La Iglesia es la que nos ha engendrado como hijos de Dios y nos enseña la fe. Por eso decimos con otro gran santo de los primeros siglos, llamado Cipriano: “nadie puede tener a Dios por padre si no tiene a la Iglesia como madre”.

¡Continuamos mañana!

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