La decisión de Mauricio Macri de designar por decreto a dos jueces de la Corte Suprema, en comisión y sin acuerdo previo del Senado, se convirtió en el primero de sus tropiezos desde que asumió la Presidencia, hace diez días. Para tropezar, es demasiado pronto.
En una sociedad en su mayoría harta de que la gobiernen a palos, el decreto que impulsó a la Corte a los juristas Carlos Rosenkrantz y Horacio Rosatti trajo ecos del fatal estilo del anterior gobierno. En una Argentina que pretende el cambio, los jueces no se nombran a decretazo limpio, sino como lo señala la Constitución.
¿Qué necesidad había? ¿Quién aconsejó al Presidente para que tomara esa decisión en el segundo día hábil de su gobierno? ¿Cuál fue su verdadera intención? Como los motivos reales permanecen ocultos, las especulaciones abarcaron un amplio espectro que fue desde un intento de fijar límites al titular de la Corte, Ricardo Lorenzetti, hasta un elíptico mensaje de concordia al Senado, dada las simpatías políticas de los designados, pasando por un cierto recelo de la Casa Rosada a que la actual Corte, con tres miembros, no falle por unanimidad, como debe hacerlo, ante una causa que llegue a sus manos por medidas adoptadas por el Gobierno.
De inmediato estalló un intenso debate que ocupó toda la pasada semana y que tapó en parte algunas de las decisiones del Gobierno, entre ellas declarar la emergencia eléctrica y la de seguridad y levantar el cepo al dólar. También quedó casi de lado el regreso de una práctica casi olvidada: los ministros dan conferencias de prensa, contestan preguntas, conocen a los periodistas por sus nombres, los invitan a sentarse… Un milagro en comparación con el pasado reciente.
El debate sobre la designación de Rosenkrantz y Rosatti no tenía mucho futuro: son juristas reconocidos, intachables y con extraordinarios antecedentes. La discusión sobre si su nombramiento por decreto es o no constituciona, tiene la mitad de la biblioteca a favor. Pero el error de Macri no fue ni jurídico ni constitucional: fue político.
Ahora la tormenta pasó. El Presidente dijo estar dispuesto a corregir lo que haya que corregir, aunque lo hizo después de la amenaza de los senadores peronistas de no dar quórum si Rosenkrantz y Rosatti juran antes de tener el acuerdo; Lorenzetti se reunió con Macri, comieron perdices y todo parece encaminarse hacia la normalidad.
Pero la deflagración dejó huellas.Primero, terminó en parte con el buen clima que Macri había creado con su discurso de asunción, con la reunión con los gobernadores y con el espíritu amplio y democrático con el que se planteó gobernar.
Luego, los dos juristas designados salieron dañados de la contienda: legales, pero con la legitimidad en duda. Y para un juez, legalidad y legitimidad son lo mismo.
Y, por último, el kirchnerismo tomó el tropiezo presidencial y pretendió convertirlo en caída. La credibilidad del kirchnerismo para hablar de democracia está tan destruida que resultó casi gracioso ver a legisladores y ex funcionarios ejercer una protesta basada nada menos que en la constitucionalidad de los actos públicos.
Quienes durante doce años apoyaron los intentos de la entonces Presidente de avasallar el Poder Judicial, de desguazar a las Cámaras de Apelaciones que fallaban en contra de las medidas cautelares que no favorecían al Gobierno, quienes atacaron e intentaron expulsar de la Corte al juez Carlos Fayt, pasaron de la noche a la mañana a ser una especie de Thomas Jefferson latinos, en supuesta defensa de una Constitución a la que durante más de una década consideraron poco menos que papel pintado.
Que la organización La Cámpora, dirigida por el hijo de la ex Presidente, que en su momento poco menos que celebró la muerte del fiscal Alberto Nisman y que llamó «paraguas asesinos» a los miles de manifestantes que desafiaron una tormenta para protestar por el crimen, haya marchado el jueves en defensa del Poder Judicial, demuestra que la hipocresía ilimitada aún tiene rédito político en el país.
Con la tormenta amainada, es hora de evaluar daños. Es probable que todo lo que pasó no haya sido tan malo. Pero hubiese sido mejor que no hubiera pasado.