«Arte de intimidad el suyo, atmósfera…» diría o habría dicho ya Pompeyo Audivert para perfilar la obra de aquella joven mujer, cuya sala de penumbrosa frescura nos acogía esa mañana de prematuro verano.
La niñez suele tener bordes temporales muy frágiles cuando la memoria, después de rebasados esos márgenes, intenta reconstruir imágenes y sonidos con la sola ayuda de la suma de sensaciones que se va acumulando con los años. Sin embargo…
La casa hacia esquina entre las calles 25 de mayo y Absalón Rojas, con sus ladrillos desnudos al frente, las altas puertas macizas y las ventanas con postigos interiores casi siempre cerrados, celosos de intimidad o cómplices de la curiosidad, según de donde se observe.
Tampoco eran muy eficaces a la hora de impedir la filtración del polvo que los carros o los automóviles oscuros levantaban de la calle de tierra, a la que el riego vespertino convertía en remedo de campo mojado por lluvia a nuestro olfato. Cruzando la 25 de mayo, los que restaba de la finca de Ramos luchaba por evadir la chincha de los rieles brillando a uno y a otro lado de la lengua de terreno arbolado; la estación La Banda del ferrocarril alzaba su británica réplica tres cuadras al sur de la casa de Juanita Briones, en la que mi asombro de diez años trataba de compaginar los saltos de mis pupilas desde la pesada mesa de algarrobo a la sutil simetría del dibujo de los visillos de crochet de las ventanas, desde el atenuado resplandor de los objetos de plata que ofrecia el aparador, en un ángulo del cuarto, a la luz que emanaba del boceto- una cabeza infantil- apoyado en el atril vertical que dominaba el aposento»… figura y espacio en su yo tan propio, todo ello surge del encierro de sus limitados espacios en sus telas y la luz iluminaba el aire a mi alrededor parecía originarse en aquel dibujo al pastel (Lo sabría después), la figura de una niña en cuyos ojos una serena melancolía susurraba raigales ausencias, una forma contenida y plena de decir en silencio el paisaje interior, el San Ramón natal, con sus acequias de verde frescura, con sensuales alfalfares de mórbida blandura inspiradora, con cielos canoros de montanaz pajarearía; agua, tierra y cielo alternandose o sumiéndose unos en otros para gestar formas y colores que , vendrían después a hacerse lenguaje en los buriles y pinceles que, dóciles, poblaban el taller de la artista bandeña, el ámbito de creación que habría abandonado quizá para satisfacer, aunque brevemente, el pequeño orgullo de mi madre por el embrionario pintor que veía (o creía ver) en su hijo,yo, autor de las planas prolijamente ordenadas por ella en una carpeta para la ocasión, para la de esta mañana en que el tránsito cotidiano de ida y vuelta al mercado Unión por la casi angosta vereda de ladrillos alteraría su rutina y haría detenernos, a mi madre ya mi, ante el umbral de aquella antigua puerta de tableros, con el llamador de hierro que tocamos, trasponer el breve zaguán y entrar a la sala comedor ubicada a su izquierda, allí donde yo estaba ahora respirando un tiempo móvil, de mítica circularidad, en un espacio de magia apenas disimilada por la presencia de muebles y objetos de uso diario, para mi convertidos en conos reverenciales , rodeado de un silencio que excedía el rumor de la conversación _ (la imagino amable) que mi madre y Juanita construían aparte, mientras condescendía a hojear aquella carpeta de incipientes figuraciones, en tanto me sentía invadido por una gozosa ansiedad que me inmovilizaba en el punto donde la amabilidad de la dueña de casa me había colocado; sólo mi mirada osaba contornear las sillas de respaldo labrado asomándose por encima del carpetón con se protegía y adornaba la mesa, trepar por los cristales biselados del vasar, más atrás contra la pared de imperfecta lisura elevándose hasta los tirantes y alfajias que tramaban el alto techo, apenas vislumbrado…Lejos, como de otro mundo, ladridos en sordina y pregones ensalzando los frutos de la tierra…
No sé el lapso que permanecí en ese estado de anonadamiento hasta que las mujeres se acercaron a mi con las palabras anunciadoras de la despedida. Mi madre apretaba la carpeta contra su blanca blusa bordada; Juanita estiró su abrazo hacia mi cabeza con cariñoso gesto, o acaso sus dedos sensibles tocaron levemente mi espalda ayudándome a atravesar el umbral de la puerta de calle, hacia el mundo exterior de lumbre solar y ruidos y olores familiares, exponiéndonos a los estragos del tiempo, de la realidad… ¡Era menos real acaso ese otro mundo, detrás de las paredes de ladrillo sin revocar?
¿Sus habitantes, en su sereno silencio, estaban menos vivos que nosotros?
¿Cuantas realidades existen dentro y fuera del papel y el lienzo pintado?
¿Cuales son los límites?
Pero desde esa mañana en que fugazmente había accedido al mundo mágico de Juanita Briones, ya no seria lo mismo, y me sentía agradecido como el guijarro que, despedido de la honda, conoce por única vez el vuelo, y aunque mi habilidad para el dibujo se reduzcahoy a una otra lámina escolar
Santiago del Estero 1998
Autor Carlos Arlberto Artayer
Libro: La Narrativa histórica de Santiago del Estero