Recordar a Carlos Carabajal es simple, es tararear una chacarera, es oír esa voz pausada y esa tonada bien bandeña. Es verlo pensativo y con una mirada ausente abrazando su guitarra y acariciando las cuerdas para hacer surgir su verdadero arte.
Era de esos hombres que tenían el don de describir a la perfección estilos de vida, dibujaba con palabras los paisajes y los pintaba con melodías. Y tal vez presagiando su despedida Carlos Carabajal ofrendó esa última zamba que decía: «Si me pides que te olvide así, no podré, no podré, un adiós nunca mata un cariño, no mata una pena, no mata un querer» y así debe ser, por que a pesar de haberse ido el recuerdo sigue intacto en el corazón de la gente que disfrutó sus chacareras, que aplaudió sus ocurrencias y que lo respetó como el grande que era.
Como por un decreto Carlos Carabajal hace diez años había decidido «Tener un campo en el cielo y sembrando estrellas vivir» y así lo entendió su familia que al momento de rendirle un homenaje sólo canta chacareras.
Una década pasó y al escuchar aquellas melodías que dejó como legado, automáticamente las palmas se escuchan fuerte, las lágrimas desaparecen, los bailarines vuelven a sentir en su cuerpo la magia de su música, y su guitarra -esa eterna compañera- se deja acariciar nuevamente dejando atrás la tristeza y sabiendo con certeza que su único dueño es y será Carlos Carabajal.