Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO
Lunes IV de Pascua
Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Juan (10,11-18)
Jesús dijo a los judíos: «Yo soy el buen Pastor. El buen Pastor da su vida por las ovejas. El asalariado, en cambio, que no es el pastor y al que no pertenecen las ovejas, cuando ve venir al lobo las abandona y huye, y el lobo las arrebata y la dispersa. Como es asalariado, no se preocupa por las ovejas.
Yo soy el buen Pastor: conozco a mis ovejas, y mis ovejas me conocen a mí –como el Padre me conoce a mí y yo conozco al Padre– y doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este corral y a las que debo también conducir: ellas oirán mi voz, y así habrá un solo Rebaño y un solo Pastor.
El Padre me ama porque yo doy mi vida para recobrarla. Nadie me la quita, sino que la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de recobrarla: este es el mandato que recibí de mi Padre».
Palabra del Señor
Introducción
Hermanos y hermanas: hace tiempo que venimos meditando cómo nuestro bautismo nos ha regenerado, nos ha hecho nacer de lo alto: nos ha convertido en hijos de Dios, personas libres del pecado y libres para la vida buena. Ese bautismo ha sido la puerta de entrada a la vida cristiana, que alimentamos constantemente con el Pan de Vida que el Señor nos da en la Palabra y en la Eucaristía.
El Señor mismo es la puerta que nos da acceso al Padre. Y hoy, se nos revela, además, como el buen pastor. En la Biblia, hay muchos pasajes que se refieren a Dios como el “pastor de Israel” (Sal 80), y muchas veces le cantamos con el salmista: “El Señor es mi pastor” (Sal 23). Jesús, al llamarse a sí mismo “buen pastor”, está manifestándose como verdadero Dios, que viene a congregar a todas las ovejas en el redil. ¿Cómo la hace? Mediante el testimonio que da del Padre y con su vida entregada para nuestra salvación.
Ovejas
El Salmo 95 canta: “Él es nuestro Dios, y nosotros somos su pueblo, el rebaño de sus pastos” (v. 7). Él es quien nos congrega en un solo corral. Muchas veces, al decir que somos las ovejas de Dios, nos dicen que eso habla mal de nosotros: que no actuamos por cuenta propia, que nos dejamos conducir por otro, que no somos independientes y que no podemos tomar nosotros mismos el rumbo de nuestra propia vida.
Es cierto que a los cristianos Dios nos pide una gran cuota de docilidad y obediencia, pero que no nos reprime ni nos quita la libertad. Esto se comprueba por el simple hecho de que podemos tomar la decisión de no hacer caso a Dios. No somos animales que se rigen por instintos, somos seres humanos, libres y responsables. De hecho, el bautismo nos ha hecho libres y nos ha abierto una perspectiva de vida. Pero no debemos confundir la libertad con el libertinaje. San Pablo advierte de esto a los gálatas: “No tomen la libertad como pretexto para la carne; antes, sírvanse unos a otros por amor” (Ga 5,13).
La vocación cristiana a la santidad radica aquí, en que “el amor de Dios ha sido derramado sobre nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,5); y con ese amor que nos fortalece, “debemos sobrellevar las flaquezas de los débiles” (Rm 15,1). En esta clave de servicio desde la caridad hallamos el verdadero sustento de las vocaciones particulares: matrimonio, soltería, vida consagrada y sacerdotal.
Un padre o una madre de familia se santifican cuando practica la caridad en el mantenimiento y educación de los hijos, y en la construcción de una sociedad impregnada de valores cristianos. El soltero es capaz de entregar su corazón a Dios aun viviendo en medio del mundo, aportando a la sociedad no solamente desde su trabajo sino también desde su relación estrecha con Dios. Un consagrado o consagrada practica la caridad cuando vive los consejos evangélicos de pobreza, obediencia y castidad, cuando da testimonio con palabras y obras, y cuando su vida refleja la esperanza a la que hemos sido llamados: estar con Dios. Por último, un sacerdote se santifica cuando practica la caridad pastoral: gobierna, enseña y santifica al pueblo con su carisma de guía de la comunidad, con su predicación de la Palabra y con la administración de los sacramentos.
En fin, el Buen Pastor se ve reflejado en todos aquellos que, como él, no huyen ante “el lobo”; que no dan la espalda a la vocación particular a la que Dios los llama; que se animan a entregar la vida, desgastándola con amor y alegría por los hermanos.
Ninguna vocación se comprende, pues, si no es desde el amor. Y todas ellas, sin distinción, nos conducen a Dios.