Todo presidente que asume enfrenta desafíos que marcarán, potencialmente, su mandato y, en medio de las crisis sanitaria, económica y de legitimidad que atraviesa Estados Unidos, los de Joe Biden parecen muy definidos: contener la pandemia, volver a crecer económicamente y recuperar la credibilidad política de la Casa Blanca, que se perdió o dañó, tanto fuera como dentro del país.
Con repetidos récords diarios o semanales de contagios y muertos, que superan por lejos la situación de cualquier otro país desarrollado, el primer objetivo será contener una pandemia que desde que estalló en Estados Unidos, allá por principio del año pasado, nunca logró realmente ser controlada a nivel nacional por la ausencia de medidas restrictivas y preventivas federales para frenar la circulación del virus.
Durante la campaña, Biden repitió varias veces que sin controlar la pandemia no se puede reactivar por completo la economía del país y volver a crecer. Por eso, creó un comité de expertos y se espera que sus primeros decretos sean medidas concretas, como el uso obligatorio de tapabocas, un tema que el presidente saliente Donald Trump politizó hasta el extremo.
La gran incógnita en este punto es cuánto presionará Biden para imponer restricciones a nivel federal, por sobre la autoridad de los gobernadores. Desde la campaña, impulsa un discurso de unidad nacional, bipartidismo y respeto por el federalismo que podría verse dañado por un primer paso en ese sentido.
Más claro es su plan inmediato para reactivar la economía e inyectar dinero y ayuda directamente a las personas más afectadas por el derrumbe del empleo, la productividad y el consumo que se vio el año pasado por la pandemia.
Biden presentó esta semana el nuevo paquete de ayuda económica que llevará al Congreso ni bien jure el cargo.
Suma unos 1,9 billones de dólares y promesas demócratas como aumentar a 2.000 dólares la ayuda directa a la mayoría de los trabajadores, pero el proyecto de ley está lejos de los 3,4 billones que había reclamado y aprobado la bancada de su partido en la Cámara Baja hace solo unos meses, cuando aún era oposición y no había ganado las elecciones.
Medios estadounidenses ya deslizaron que el número final del proyecto de Biden generó tensiones entre los demócratas, especialmente el ala más progresista que, principalmente desde el Congreso, viene reclamando más recursos para paliar los efectos de la pandemia, pero también para comenzar a reducir la desigualdad social.
Uno de los fantasmas que acompañará esta primera etapa de Biden es la gran crítica que se le hizo al Gobierno de Barack Obama por la recuperación económica de la crisis de 2008, que él mismo ayudó a diseñar y negociar como vicepresidente: fue lenta y no alcanzó a todos.
El reclamo no es solo ideológico; muchos analistas estadounidenses coinciden en que esta recuperación lenta y desigual explica una parte del voto de Trump en 2016, que fue clave para ganar las elecciones.
Biden llegará a la Presidencia con un Congreso favorable: una mayoría cómoda en la Cámara de Representantes y un empate en el Senado que dirimirá la vicepresidenta y exsenadora Kamala Harris.
Sin embargo, sus dos principales desafíos -controlar la pandemia y crecer económicamente- dependerán de un difícil equilibrio entre mantener unida su bancada y encontrar acuerdos con la oposición republicana en el Senado para superar el filibusterismo, un sistema de bloqueo que posee el pleno y que requiere 60 votos, 10 más de los que tienen los demócratas, para avanzar en las votaciones.
Biden ocupó durante más de tres décadas una banca de senador y construyó su liderazgo a partir de su capacidad para generar acuerdos, muchos de ellos bipartidistas.
Por eso, el problema que enfrentará en los próximos años no parece ser tanto el liderazgo pragmático del líder republicano en el Senado, Mitch McConnell, quien tendrá sus propios problemas para mantener en raya a los legisladores que asumieron la línea más radical de Trump.
El frente que se plantea como más delicado para el futuro mandatario es el creciente protagonismo y empoderamiento del sector más progresista demócrata, que intenta empujar la agenda del partido y abandonar el corrimiento a la derecha que profundizó el expresidente Bill Clinton, especialmente en términos económicos.
En el plano externo, mientras tanto, los desafíos también son múltiples, pero la urgencia, dada la crisis combinada en el país, será menor.
Los objetivos más simples serán restablecer las buenas relaciones con aliados y foros internacionales donde Biden ya demostró su amor por la diplomacia, como senador primero y luego como vicepresidente: las potencias europeas, la ONU, la OTAN, etc.
En ese sentido, prometió volver al Acuerdo Climático de París, es probable que restablezca el financiamiento a la Organización Mundial de la Salud (OMS) y a organismos importantes de la ONU, como la que se ocupa de los refugiados palestinos, Unrwa; e intente revivir alguna forma de acuerdo comercial en el Pacífico para aislar a China, como había negociado Obama y destruyó Trump.
Menos claro es cómo redefinirá la relación con los países considerados rivales de Estados Unidos, como Rusia, China, Corea del Norte, Irán, Cuba y Venezuela, entre otros.
Con China, el enemigo externo número uno elegido por Trump, Biden prometió continuar con una «política dura» en lo comercial y derechos humanos, pero abrirse a la cooperación en temas en los que no chocan, por ejemplo, la lucha para frenar el cambio climático.
Con Rusia, no fue concreto, pero prometió terminar con «la ambigüedad» que, según afirmó, caracterizó a la gestión Trump, a la que los demócratas acusaron desde el primer día de tener una alianza secreta con el mandatario Vladimir Putin.
Aunque Biden aclaró que no volverá a la política exterior de Obama, varios de sus planteos parecen ir en esa dirección: impulsar una negociación con Corea del Norte pero siempre con la condición de conseguir a cambio una renuncia a sus armas y programas nucleares, reformular la relación con Cuba y Venezuela -basada en los últimos años casi estrictamente en la acumulación de sanciones- pero sin abandonar la firme oposición a esos dos Gobiernos, y volver a intentar sentar a Irán en la mesa de negociación.
La política exterior siempre tuvo un interés especial para Biden, tanto como senador como vicepresidente; sin embargo, el deterioro sanitario, político y económico interno que deja Trump es tan grande que posiblemente el mundo.
Fuente: telam