«Dios habla al corazón sencillo y amoroso»

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Por Facundo Gallego, especial para LA BANDA DIARIO

Domingo XIV del Tiempo Ordinario

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según san Mateo (11,25-30)

En esa oportunidad, Jesús dijo: «Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido. Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, así como nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.»

«Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. Carguen sobre ustedes mi yugo y aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio. Porque mi yugo es suave y mi carga liviana.»

Palabra del Señor 

Comentario

Hermanos y hermanas: ¡Feliz domingo para todos! Que María Santísima nos cubra con su manto protector, y la gracia de Dios permanezca siempre con nosotros. ¡Amén!

Hoy, celebramos el domingo décimo cuarto del tiempo ordinario. En esta oportunidad, la Iglesia nos propone meditar un pasaje del Evangelio muy hermoso, que nos habla de la sencillez y del amor.

Sencillez

Jesús comienza diciendo una frase llamativa: “¡Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas revelado a los pequeños!”.

No es casual que Jesús afirmara esto, porque los principales enemigos de su predicación eran los fariseos, los escribas y los ancianos: estudiosos de la Ley y de los Profetas. Ellos se sabían el Antiguo Testamento de pies a cabeza, por ende, si Jesús era el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento, ellos deberían haber sido los primeros en darse cuenta de ello. Sin embargo, no lo hicieron. Se cerraron a su predicación, a su ofrecimiento de vida nueva y eterna.

¿Quiénes fueron los que aceptaron a Jesús? ¿Quiénes obedecieron a su llamada? ¿Quiénes lo buscaban para encontrar sanación y enseñanzas dichas con autoridad? ¿Quiénes se reunieron a la falta de la montaña para escuchar las bienaventuranzas? Los humildes, los pequeños, los que no valían nada a los ojos de los notables de Israel.

Con esto no podemos decir que estamos llamados a ser ignorantes, a no interesarnos nunca por conocer nuestra fe, a creer que nuestra fe no requiere de nuestra capacidad de razón. Jesús no condena nuestra sed de sabiduría, sino la soberbia, de creer que por haber leído un libro más que otros, ya sabemos más que los otros y más que Dios.

Escuchemos a San Hilario: “reveladas a los que son pequeños en malicia, mas no en inteligencia; ocultas a los que son sabios a los ojos de la presunción, mas no a los de la prudencia». 

Amor

A esta presunción de sabiduría, hay que sumarles a los doctores de la Ley un problema más: tenían que saberse de memoria seiscientos trece preceptos y cumplirlos. Es más, tenían que enseñarlos y obligar su cumplimiento. Sin embargo, Jesús mismo les reprocha porque “ataban pesadas cargas y las echaban a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo querían moverlas” (Mt 23,4).

A esta “carga” se la llamaba “yugo”; y los maestros habían forjado la frase “el yugo de la ley”. Este yugo, tan cercano y a mano para los doctos, eran demasiado pesado para el resto de los judíos, quienes en muchos casos no sabían ni leer ni escribir.

Jesús, que no ignoraba la Ley, había venido a darle cumplimiento, volviéndola a ligar a su verdadero origen: el amor de Dios por su pueblo libre. Amor y libertad están en la base de la Ley, y Jesús viene a recordarlo, a devolverle el profundo sentido existencial que tenían antes de pasar a ser un conjunto mecánico de mandamientos y prohibiciones. No basta con cumplir la Ley a rajatabla, si lo único que se pretende es “sacar buena nota”, “quedar como el piadoso”, “parecer el mejor creyente”.

Todo el sermón de la montaña (Mt 5-7) es una invitación a vivir la Ley de Dios desde el amor y la libertad. Y San Pablo nos recuerda que “toda la ley alcanza su plenitud en este solo precepto: ‘amarás a tu prójimo como a ti mismo’.” (Ga 5,14)

Cuando las obligaciones cristianas, familiares, profesionales, civiles, las vivimos con un vivo deseo de amar a Dios y al prójimo, eligiendo el bien y evitando el mal, es cuando realmente cumplimos con lo prescrito.

Hoy

Dios se revela en la sencillez y en el amor. Muchos (hago mea culpa) alguna vez hemos considerado que mientas más sepamos, más creemos. Sin embargo, todo indica que es exactamente al revés: mientras más creamos, más sabemos. La fe nos da una luz diferente para mirar nuestra realidad. En nosotros está disponernos a dejar que el Señor nos hable en lo cotidiano, en lo sencillo: es esencial no reducir la presencia de Dios al momento de oración, sino tratar de recordar que Dios está siempre con nosotros, mediante breves oraciones en medio de nuestro trabajo, con una mirada fugaz al crucifijo o a una imagen de la Virgen.

Por último, meditemos cómo el amor que Dios nos tiene colma nuestra alma, y como si fuera una pirámide de copas, se derrama sobre las demás. Que nuestros trabajos y obligaciones no pasen como un momento de tortura, que hay que acabar cuanto antes, sino como una oportunidad perfecta para hacer presente a Dios, hacer que Él se canse con nosotros en nuestro trabajo, que se siente a nuestra mesa familiar, que nos acompañe en nuestros momentos de soledad.

Sencillez y amor: que Dios nos regale la gracia de cultivar ambas cosas en nuestro corazón.

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