Jorge Washington Abalos: Una historia con y sin víboras

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Fotografía de Anatolio Saderman

El hombre para ser hombre necesita tres partidas:
hacer mucho, hablar poquito y no alabarse en su vida…

Acabo de escuchar a Abalos. Desde un maltrecho cassette sin datos (¿1978?) una estudiante secundaria lee preguntas acartonadas, y él se hace presente venciendo las leyes del tiempo, envolviéndome como en un ritual esperado. Responde con respeto y calidez, tranquilamente apasionado, por momentos irónico, delicadamente seductor. Nada me dice de si que yo ya no sepa, salvo que lo dice él mismo; y esa presencia mágica de su voz me transporta hasta una tapera donde late el sueño de los shalacos. Donde las garzas —según Feliciano Huerga— son el símbolo del espíritu del monte, del alma santiagueña: Un blanco signo de interrogación del paisaje.

Y las interrogaciones son las que nos invaden para abordar a Abalos. Indudablemente es un problema, y eso lo divirtió siempre. Porque… ¿Qué es Abalos? ¿Qué tantas cosas? Y su literatura… ¿Qué literatura? ¿Con qué marco teórico analizarla? Lectores y críticos apasionados lo defienden y lo atacan por igual, pero él… inmutable.

—¿Como escritor, ha sufrido alguna decepción? —le pregunta la joven periodista.

—Absolutamente no —afirma, siempre sincero, siempre fuera de las clasificaciones—. Y posiblemente eso ocurre porque yo nunca he tenido conciencia de ser escritor, entonces no me he ilusionado ni esperado demasiadas cosas. Solamente he escrito.

Y confiesa después: «Yo no soy capaz de desarrollar temas, sino simplemente sé contar lo que me ha ocurrido. De manera que el relato es mi orientación».

¿Qué hacer con un tipo tan diverso y tan sincero? No se puede evitar hablar de su vida, porque de eso trata su obra:

Nació, por esas cuestiones del azar, en La Plata (provincia de Buenos Aires, 20 de septiembre de 1915), pero fue incuestionablemente santiagueño. Se recibió de Maestro Normal Nacional en 1933, y ejerció su profesión en parajes perdidos del desierto de Santiago del Estero, donde la lengua común era el quechua: Pampa Llastac, Doña Lorenza, La Costa, Puente Negro. Este último en especial marcó su vida para siempre, y fue ambiente de sus más importantes relatos. En un período depresivo, el joven e ignorante maestro fue picado por un escorpión, y a partir de su necesidad de informarse sobre la sabandija comenzó a colaborar con el doctor Salvador Mazza, pionero sobre las investigaciones de la enfermedad de Chagas. Posteriormente establece con el doctor Bernardo Houssay (Premio Nobel de Medicina 1947) una relación que sería definitoria para su actividad científica.

Houssay escribe por primera vez a Abalos en abril de 1940, acusando recibo de un envío de arañas «Latrodectus curacaviensis», y haciendo tímidamente este pedido: «Para estudiar la acción de su ponzoña y preparar suero, sería necesario contar con grandes cantidades de arañas, especialmente para la preparación del suero. Quizá tendría que llegarse a varios centenares de estos animales. Además, como suelen atacarse, convendría enviarlos separados por algodones en tubos de vidrio, o bien en pequeñas cajas. (…) De todas maneras, si Ud. me enviara algún material, podría comenzarse con estudios previos sobre la acción tóxica de estos animales».

Tras esta carta comenzaría una colaboración que se extendería por más de veinte años casi en forma permanente. Por entonces, Abalos era maestro en Colonia Dora, a la que se llegaba por picadas desde la estación del Ferrocarril Central Argentino. Esto permitió que la comunicación Santiago-Buenos Aires fuera más que óptima: hasta marzo del ’43, hay un promedio de más de una correspondencia por semana desde Buenos Aires, sin contar los envíos de Abalos. La misma muestra una actividad que podría decirse obsesiva, en la que es obvio que el maestro encuentra un nuevo sentido de vivir. Abalos envió en ese primer período más de 10.000 arañas (especialmente Latrodectus mactans) como si se hubiera propuesto presionar a los investigadores a mantener una actividad tan intensa que dio por fruto en poco más de dos años (junio de 1942), el suero contra la ponzoña de la temible «viuda negra».

Hay que mencionar que había visto la muerte de varios niños a causa de picaduras de víboras y arañas (a Reyna Mansilla se la nombra en el libro Shunko), además de presenciar el progreso constante del mal de Chagas en los cuerpecitos de sus alumnos. No es difícil entender entonces su empeñoso trabajo.

«Durante las tardes de verano, mientras los demás sesteaban —contó Abalos alguna vez—, yo salía de «cacería» particularmente a los tunales, donde esas arañas suelen hacer nido».

Posteriormente, a medida que avanzaban sus propios estudios y las investigaciones de diferentes instituciones, fue enviando víboras, iguanas, vinchucas, lagartos… Le piden 40 iguanas, manda 43. Le piden yararás grandes, les manda inmensas. ¡Hay veces que hasta deben pedirle por favor que suspenda los envíos hasta nuevo aviso! Hasta que La Nación entrevista al equipo de Houssay por la cuestión del suero, y allí ellos dan a conocer la fundamental colaboración del joven maestro del monte. Enterado el gobierno de Santiago del Estero, le otorgan una beca para estudiar nueve meses en el Instituto Oswaldo Cruz (Río de Janeiro, Brasil). Volvería a dar clase pero ya no en escuelas primarias (aunque soñaría con los shalacos hasta su muerte), sino como Entomólogo en la Universidad de Tucumán. En esa ciudad se casa con Leoni, con quien tendría tres hijos: Jorge Eduardo (1948), Iván (1952), y Gabriel (1953). De regreso a Santiago fundaría el Instituto de Animales Venenosos; y finalmente se radicaría en Córdoba. Sería docente de la Facultad de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, y fundaría el Serpentario de Córdoba.

A pesar de carecer de estudios universitarios, su actividad de lucha contra el ofidismo, el mal de Chagas, la araña de los rastrojos, etc., le valdrían prestigio internacional, la categoría de miembro titular de la Academia Nacional de Ciencias, galardones en la Universidad de Harvard (Cambridge, EE.UU.) y los títulos de «Doctor Honoris Causa» otorgados por las Universidades de Tucumán y Santiago del Estero. Fue en esta última cuando en el acto de entrega del diploma, la emoción no lo dejó leer completo el pequeño discurso que había preparado. En él expresaba: «Es de un sentido casi simbólico que un maestro rural tenga acceso a la más alta dignidad universitaria de su patria chica. Así lo entiendo y así lo acepto, sabiendo para mí que al recibir este título lo hago como maestro rural y que es éste el homenaje que la Universidad rinde a los maestros rurales, ésos que instalan la bandera en lo más alto de un algarrobo. Lo recibo con orgullo, como maestro de las escuelas shalacas y en nombre de todos y cada uno de ellos».

Paralelamente a estas actividades (publicaría más de 300 trabajos científicos indispensables), Abalos hacía literatura casi sin darse cuenta. Y en esta tercera actividad (echando mano del folklore y revelándose como un gran recopilador de coplas), resumía, sintetizaba su humanismo. La clave de todo está en el compromiso de su magisterio, tras el cual se desarrolló como escritor y como científico. Sabía que la investigación debe ser una tarea en común, destinada a la comunidad. Por eso se integró fácilmente a equipos con la misma pasión que ponía en sus trabajos individuales, estudiando (entre otras tantas cuestiones) a los insectos flebótomos que trasmiten la leismaniosis (terrible enfermedad endémica del norte); métodos de lucha contra parásitos hematófagos; y la gamexización antivinchuca. Descubriría en este trajín varias especies desconocidas para la ciencia. Pero no se cansaría de repetir: «A mí, la Zoología no me interesa. A mí me interesan los animales venenosos y los animales trasmisores de males, en función del hombre. El único que interesa es el hombre.» «Yo sólo soy un maestro rural que ha venido a la ciudad a plantear los problemas que existen allá.»

De hecho, mantuvo correspondencia con mucha familias shalacas, y en su casa cordobesa todos los días recibía visita, en especial de sus alumnos, a veces hasta en la medianoche. Cuenta Leoni: «Era normal que antes del almuerzo, desde el serpentario, me llamara y dijera: ‘Vamos cuatro’…»

Falleció en Córdoba, en 1979, dejando inconcluso el libro Coshmi.

Portada de la revistaTexto extraído, con autorización del autor y los editores, del dossier «Jorge W. Abalos», Gente Necesaria —realizado por Mariano Medina—, suplemento de la revista Piedra Libre Año X, Nº 19; Córdoba, 2do. semestre de 1997

Fuente: http://www.imaginaria.com.ar/

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